Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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– «Privacidad» es una palabra muy difícil de traducir al chino.

Se había encontrado con el problema en varias ocasiones, no existía una palabra equivalente en su lengua. Tenía que recurrir a toda suerte de perífrasis para transmitir su significado. De vuelta al hotel, Rosenthal preguntó por el programa de la noche.

– No hay nada especial para la cena -aclaró Chen-. Aquí pone «sin actividad», así que la decisión depende de ustedes. Cerca de las ocho y media iremos al Jardín de Xishuang, en el hotel, para asistir a una fiesta con karaoke.

– ¡Magnífico! -dijo Rosenthal-, entonces podremos invitarlo a cenar. Escoja un buen restaurante chino.

Chen sugirió El suburbio de Moscú, y no sólo porque, después de numerosas invitaciones, había prometido al Chino de ultramar Lu que iría a cenar, sino que quizá también le esperaba un mensaje de Peiqin. El ir acompañado por la pareja de estadounidenses, no resultaría sospechoso a ojos de Seguridad Interior al tiempo que sería un buen negocio para Lu. Después, escribiría un breve artículo sobre «Los Rosenthal en Shanghai», donde mencionaría el establecimiento. El restaurante resultó ser tan espléndido como Lu había prometido. Con su fachada de castillo, su bóveda dorada y sus omnipresentes pinturas de paisajes, el antiguo local se había metamorfoseado como por arte de magia. Una chica rusa, alta y rubia, saludaba a los clientes en la entrada cimbreando su cintura, delgada y flexible como el tierno abedul de una canción popular rusa en los años sesenta.

– Parece verdad que las actuales reformas económicas están transformando China -comentó Rosenthal-.

Chen asintió con la cabeza. Empresarios del género de Lu aparecían por todas partes «como brotes de bambú después de la lluvia», según rezaba el viejo proverbio. Una de las consignas más populares del momento era un juego de palabras basado en la pronunciación china: xiang qian kan, que significaba «¡Mirad el dinero!». En los años setenta, con el carácter qian escrito de manera diferente, la consigna había sido «¡ Mirad hacia el futuro!». Las preciosas chicas rusas vestidas con minifalda se movían por todas partes, y el restaurante hacía una buena caja. Todas las mesas estaban ocupadas. Había varios extranjeros cenando. Los Rosenthal y Chen se sentaron. El mantel relucía con su blanco niveo, las copas centelleaban bajo los candelabros lustrosos y los pesados cubiertos podrían haber pertenecido a los zares del Palacio de Invierno.

– Reservado para clientes especiales -declaró Lu con orgullo y abrió una botella de vodka-.

El vodka tenía un sabor auténtico y el caviar, también. El servicio era impecable y las camareras rusas, las mejores, tan atentas que les llegó a dar vergüenza.

– ¡Maravilloso! -sentenció Vicky-.

– Por las reformas económicas de China -brindó Rosenthal-.

Todos alzaron sus copas. Cuando El chino de ultramar Lu se disculpó, Chen lo siguió hasta el baño.

– ¡Estoy tan contento de que hayas venido esta noche, amigo mío! -dijo Lu con la cara sonrojada por el vodka-. He estado muy preocupado desde que recibí esa llamada de Wang.

– Entonces, ya te has enterado.

– Sí, aunque si es verdad todo lo que me contó Wang, entonces…

– No te preocupes, sigo siendo un miembro fiable del Partido o no estaría aquí esta noche con la pareja de Estados Unidos.

– Sé que no quieres hablar de los detalles conmigo…, cuestiones confidenciales, los intereses del Partido, las responsabilidades de un "poli", toda esa mierda -dijo Lu-, pero ¿harías el favor de prestar atención a lo que te propongo?

– ¿Qué tipo de propuesta?

– Deja tu trabajo y conviértete en mi socio. Lo he hablado con Ruru. ¿Sabes qué me dijo? «No creas que podrás volver a tocarme si antes no ayudas al inspector jefe Chen.» Una mujer fiel, ¿no te parece? No es sólo porque conseguiste mandarnos la limusina Bandera roja cuando nos casamos, ni porque le echaste una mano a ella cuando quiso cambiar de trabajo, sino porque siempre has sido un amigo maravilloso con nosotros, y todo esto sin mencionar el hecho de que nos hiciste el préstamo más importante cuando empezamos con El suburbio de Moscú. Tú has sido parte de nuestro éxito, dice ella.

– Es muy amable de su parte y de la tuya también.

– Mira, estoy pensando en abrir otro restaurante, un local internacional: con hamburguesas americanas, sopa de col rusa, patatas fritas, cerveza alemana…, todo internacional, y tú serás el administrador general. Seremos socios a partes iguales, cincuenta y cincuenta. Tú ya hiciste tu inversión cuando me prestaste el dinero. Si estás de acuerdo, haré que redacten los documentos legales.

– No sé nada de negocios -repuso Chen-. ¿Cómo puedo ser tu socio?

– ¿Por qué no? -insistió Lu-. Tienes buen gusto, el gusto de un gourmet, que es lo más importante en el negocio de la restauración, y además, saber inglés es indudablemente un elemento a tu favor.

– Te agradezco tu generosa oferta, pero hablemos de ello en otro momento. Los americanos me están esperando.

– Piensa en ello, amigo mío. Hazlo por mi bien.

– Lo pensaré -dijo Chen-. Ahora, dime, ¿has podido hablar con Peiqin?

– Sí, después de hablar contigo, fui a verla y a comer un plato de fideos con anguilas fritas. Estaba delicioso.

– ¿Te dijo algo?

– No, parecía más bien estar a la defensiva… como se espera de la mujer de un inspector. Había mucha gente en el restaurante, pero me dijo que esta noche irías a una fiesta de karaoke.

– Ya entiendo. Tengo que llevar a los Rosenthal allí esta noche. ¿Algo más?

– Diría que eso es lo único, pero hay otra cosa: Wang te estima de verdad. Llámala… si crees que está bien hacerlo.

– Desde luego que la llamaré.

– Una chica agradable. Hemos hablado mucho.

– Lo sé.

CAPÍTULO 32

Sentada sola en una mesa en el Jardín Xishuang, mirando cómo desaparecían las burbujas en su vaso, Peiqin comenzaba a ponerse nerviosa. Por un instante, casi se había perdido en la magia de la noche, que le recordaba los tiempos pasados. Pero ahí estaba, en esa elegante sala con el suelo de bambú, las paredes de bambú y la decoración de bambú. Los camareros y camareras vestían vistosos atuendos de estilo dai. En un extremo del amplio salón, un grupo de músicos tocaba melodías dai sobre un pequeño escenario de bambú. Durante los años en Yunnan, cuando eran jóvenes instruidos, Yu a menudo la llevaba a presenciar las celebraciones en torno a los pabellones de bambú. Aquellas chicas bailaban con gracia, con sus brazaletes de plata brillando a la luz de la luna, y cantaban como alondras, con sus largas faldas floreciendo como sueños. En un par de ocasiones, los habían invitado a entrar en las casas, a charlar con sus dueños, instalados de cuclillas en un balcón de bambú y bebiendo de sus tazas de bambú. Sin embargo, ellos nunca habían bailado.

Peiqin sacó un pequeño espejo de su bolso y se miró en él. Era la misma imagen que había visto en casa, pero el espejo era demasiado pequeño. Se levantó para mirarse en uno más grande que había en la pared. Se recogió el cabello hacia un lado, y luego hacia el otro, y se observó desde distintos ángulos. "Agradable y presentable", pensó, aunque tenía la extraña sensación de que quien se contemplaba era otra, una desconocida con el vestido nuevo que le había prestado una amiga, dueña de una tienda de confección de ropa. Por cierto, un vestido muy ceñido en la cintura que acentuaba su figura esbelta. Sin duda, el viejo proverbio tenía razón: «Un Buda, aunque sea de arcilla, debe estar cubierto de oro». No obstante, mientras se sentaba, se dio cuenta de que su arreglo era demasiado formal. Observó que en la mesa de al lado varias chicas iban tan ligeras de ropa que se divisaba el coqueto meneo de sus pechos bajo sus blusas transparentes y sus camisetas escotadas. Algunas llevaban vaqueros raídos. Una de ellas lucía un pareo alrededor del cuerpo, como los vestidos de las jóvenes dai cuando se bañaban en el río.

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