Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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– Tengo que anotar esos versos en mi libreta -Ouyang engulló una cucharada de sopa de aleta de tiburón-. Eso es poesía.

– La imagen de la taberna es bastante popular en la poesía clásica china. Puede que haya nacido con el relato amoroso de Zhuo Wenjun y Sima Xiangru, de la dinastía Han. En el momento más miserable de sus vidas, los dos amantes tuvieron que vender vino en la taberna de un callejón.

– ¡Wenjun y Xiangru! -exclamó Ouyang-. Sí, he visto una versión de su romance en una ópera de Beijing. Xiangru es un gran poeta y Wenjun se fuga con él.

La cena resultó ser magnífica, más aún con la segunda botella de Maotai que Ouyang insistió en pedir hacia el final. Chen comenzaba a mostrarse efusivo y empezó a hablar de poesía. En su trabajo, sus aspiraciones literarias se consideraban una distracción, así que aprovechó la oportunidad para hablar del mundo de las palabras con aquel interlocutor tan ávido. La joven camarera no dejaba de servirles vino. El destello de sus muñecas blancas por encima de la mesa, el eco agradable de sus sandalias de madera en el aire nocturno… La misma visión y los mismos sonidos que habían embriagado a Wei Zhaung hacía más de mil años. Entre copas y palillos de bambú, Chen también iba recomponiendo la vida de Ouyang.

– Hace veinte años, es como si fuera ayer, tan rápido como chasquear los dedos -dijo éste-.

Veinte años atrás, en sus tiempos de estudiante en Guangzhou, Ouyang se había propuesto ser poeta, pero la Revolución Cultural hizo añicos sus sueños, al tiempo que las ventanas de su aula. Primero cerraron su escuela, y luego, como joven instruido, fue trasladado al campo. Tras desperdiciar ocho años, le permitieron volver a Guangzhou, y se convirtió en un parado. Suspendió el examen de ingreso a la universidad, pero consiguió levantar su propia empresa, una fábrica de juguetes de plástico en Shekou, a unos ochenta kilómetros al sur de Guangzhou. Como empresario de éxito, ahora tenía tiempo para todo, salvo para la poesía. En más de una ocasión había pensado dejar el negocio, pero aún recordaba demasiado su trabajo de diez horas al día por setenta feng en sus tiempos de joven instruido. Era algo demasiado reciente. Antes, quería ganar el dinero suficiente, pero entretanto, había ideado diversas maneras de mantener vivos sus sueños literarios. Por ejemplo, este viaje a Guangzhou era un viaje de negocios, aunque también tenía previsto asistir a un seminario de escritura creativa organizado por la Aso ciación de Escritores de Guangzhou.

– La Casa de los Escritores merece la pena -dijo Ouyang-, porque por fin he conocido a un poeta de verdad como usted.

"No del todo", pensó Chen mientras arrancaba una pata de la tortuga con sus palillos. Sin embargo, al lado de Ouyang, se sentía como un poeta, un «profesional». No tardó en darse cuenta de que su amigo era un aficionado que sólo veía en la poesía un brote de sentimentalismo personal. Había cierto ritmo espontáneo en los pocos versos que le enseñó, pero carecían de un auténtico dominio formal. Ouyang quería a toda costa dedicar más tiempo a hablar de poesía. A la mañana siguiente, volvió a traer el tema a colación mientras tomaban el té de la mañana, el dimson, en el restaurante El fénix dorado. Una camarera se detuvo ante su mesa con un carrito de acero inoxidable. Había un despliegue asombroso de tapas y de dulces. Podían escoger lo que quisieran además del té.

– ¿Qué le gustaría comer hoy, señor Ouyang? -preguntó la camarera-.

– Costillas al vapor con salsa de alubias negras, pollo con arroz glutinoso, callos al vapor, cerdo rebozado y una tetera de té de crisantemo con azúcar -dijo Ouyang mirando a Chen con una sonrisa-. Son mis platos favoritos, pero usted puede escoger los que quiera.

– Temo que estamos comiendo demasiado -repuso Chen-. ¿No se debería tomar sólo es una taza de té por la mañana?

– Según mis investigaciones, el té de la mañana tiene sus orígenes en Guangzhou, donde la gente solía tomar una buena taza antes que nada -explicó Ouyang-. "Estaría bien comer algo para acompañar el té", habrá pensado alguien. No una comida completa, pero sí un bocado de algo delicioso. Así fue como inventaron estos diminutos aperitivos, motivo por el que la gente no tardó en prestar más atención a la variedad de pequeños platos. Ahora el té tiene una importancia secundaria.

La sala estaba llena de gente conversando, tomando té, hablando de negocios y probando las tapas que circulaban sobre carritos que las camareras no paraban de presentar a los clientes. No era el lugar idóneo para una conversación sobre poesía.

– La gente vive muy ocupada en Guangzhou -comentó Chen-. ¿De dónde sacan tiempo para tomar el té de la mañana?

– El té de la mañana es un imperativo -respondió Ouyang con una sonrisa de oreja a oreja-. Para la gente es más fácil conversar de negocios compartiendo una tetera y cultivando los sentidos antes de llegar a un acuerdo, pero nosotros podemos hablar de poesía cuanto queramos.

Chen se sintió un poco incómodo cuando Ouyang no le dejó pagar. Su interlocutor lo detuvo con un discurso apasionado.

– He ganado algún dinero. ¿Y qué? En veinte o treinta años, ¿qué quedará? Nada. Mi dinero pertenecerá a otra persona. Lo habrán manoseado, desgastado y los billetes estarán rasgados. ¿Qué decía nuestro querido maestro Du Fu? «Sólo perdura lo que escribes.» Sí, usted es un poeta conocido en todo el país, así que déjeme ser su pupilo un par de días, si me considera digno. Se supone que en los tiempos antiguos un alumno debía traerle a su maestro un jamón de Jinhua entero.

– Pero no soy un maestro, ni soy un poeta conocido.

– Le confesaré una cosa. Anoche llevé a cabo una pequeña investigación en la biblioteca de la Casa de los Escritores. Es una de las ventajas que tiene. Está abierta al público toda la noche. ¿Y sabe qué? Encontré no menos de seis ensayos sobre usted, y todos eran muy elogiosos con sus poemas.

– ¡Seis! No sabía que hubiera tantos.

– Sí, yo estaba muy emocionado. Como dice en el Libro de los cantos: «Doy vueltas y vueltas en la cama, y no consigo dormirme».

La alusión de Ouyang al Libro de los cantos no era del todo correcta. En realidad, era un poema de amor. Aun así, no había por qué dudar de su sinceridad.

Después del té de la mañana, Chen fue al lugar donde Xie se había hospedado. Se trataba de un hotel con una fachada destartalada, el lugar indicado para chicas en busca de trabajo. El recepcionista hurgó estoicamente entre sus fichas hasta que encontró el nombre. Deslizó el libro hasta el otro lado del mostrador para que Chen lo viera con sus propios ojos: Xie se había marchado el 2 de julio. ¿Dónde había ido después? Nadie lo sabía.

– ¿No dejó una dirección para el correo?

– No, esas chicas nunca dejan una dirección.

Chen tuvo que recurrir a la técnica del puerta a puerta. Se dedicó a recorrer los hoteles con la foto en una mano y un plano en la otra. Era una ciudad desconocida para él, y en permanente transformación. Resultó ser una tarea mucho más ardua de lo que había esperado, aunque contara con una lista de los posibles hoteles. La respuesta era siempre una sacudida de cabeza.

– No, en realidad, no nos acordamos…

– No, debería probar en la Oficina Metropolitana de Seguridad…

– No, lo siento, tenemos muchos huéspedes.

En pocas palabras, nadie la reconocía. Por la tarde, Chen entró en un pequeño café medio oculto en una calle lateral y pidió un cuenco de empanadillas de gambas con varios panecillos al vapor. Sentado ahí, mientras comía, se fue dando cuenta de una característica de Guangzhou. Aquélla no era una calle principal, pero los negocios iban bien. La gente no paraba de entrar y salir, cogía cajas de plástico con diferentes combinaciones de platos y salía comiendo del local con unos palillos desechables. Chen era el único que permanecía sentado, esperando. Daba la impresión de que el tiempo era lo más importante. Más allá de lo que se pudiera decir sobre los cambios en la ciudad, en Guangzhou seguía vivo el espíritu de algo que difícilmente podía llamarse socialista, a pesar de la consigna «Construyamos un nuevo Guangzhou socialista» que se veía por todas partes, incluso en las paredes grises del pequeño restaurante. Era verdad que Guangzhou se estaba convirtiendo en un segundo Hong Kong. El dinero llegaba a raudales, desde allí y desde otros países. Por eso venían las mujeres jóvenes. Algunas acudían en busca de un empleo, y otras, a hacer la calle. No era fácil para las autoridades locales controlarlas a todas. Eran gran parte de la atracción para los viajeros de Hong Kong y también del extranjero. "¿Qué puede hacer en esa ciudad una chica como Xie Rong, completamente sola?", pensó Chen y entendió por qué la profesora Xie estaba tan preocupada. Llamó a la comisaría de policía, pero no se sabía nada del paradero de Xie. La policía local no colaboraba con demasiado entusiasmo. El inspector Hua le explicó que tenían sus propios problemas y que le faltaban hombres para ocuparse de sus propios casos.

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