Yu y Chen vaciaron sus copas. En La crónica de los tres reinos, recordó Yu, los héroes bebían vino cuando juraban compartir fortunas y desgracias.
– Entonces tenemos que hablar con él -dijo Chen-, y que sea lo antes posible.
– Puede que no resulte buena idea asustar a una serpiente agitando la maleza. Es probable que sea una serpiente venenosa -se sirvió otra copa-.»
– Pero es el camino que tenemos que seguir si lo consideramos nuestro principal sospechoso -dijo Chen con voz pausada-. Además, tarde o temprano Wu Xiaoming se enterará de nuestra investigación.
– Tiene razón -admitió Yu-. No le tengo miedo a la mordedura de la serpiente, aunque quisiera acabar con ella de un solo golpe.
– Ya lo sé -dijo Chen-. ¿ Y cuándo cree que deberíamos actuar?
Mañana -dijo Yu-. Lo cogeremos por sorpresa.
Cuando Peiqin volvió con Qinqin, Yu y Chen, mientras acordaban los pasos que darían al día siguiente, habían acabado la botella de Yanghe. El postre prometido por Peiqin era una tarta de almendras, y después Yu y Peiqin acompañaron a Chen hasta la parada del autobús. Chen les dio las gracias varias veces antes de subir.
– ¿Ha ido todo bien esta noche? -preguntó Peiqin cogiendo a Yu del brazo-.
– Sí -dijo él, ausente-, todo ha ido bien.
Pero no era así.
Al volver, Peiqin empezó a limpiar el rincón de la cocina. Yu salió al pequeño patio y encendió otro cigarrillo. Qinqin ya dormía, y a Yu no le gustaba fumar en la habitación. Tampoco era agradable asomarse al patio, una tierra de nadie donde cada familia procuraba hacerse con el máximo de espacio. Se quedó mirando el montón de placas de carbón: veinte por abajo, quince más arriba y siete en lo alto de todo, todo como una gran letra A. Otro logro de Peiqin. Tenía que traerlas de un almacén de carbón del barrio, guardarlas en el patio y cada día trasladar una a la cocina. En Sueño en el pabellón rojo, Daiyu llevaba en la mano una cesta blanca llena de pétalos caídos. Luego se giró y vio que Peiqin lavaba las ollas en la fregadera bajo la luz amarillenta. Hacía más calor ahí dentro. Yu veía el sudor en su frente. Tarareando una canción, aunque desafinada, Peiqin se había puesto de puntillas para volver a meter los platos en el armario destartalado. Él fue a ayudarle enseguida. Tras cerrar la puerta del armario, se quedó quieto detrás de ella, rozándola, y luego le pasó los brazos por la cintura. Ella se reclinó contra él y no intentó detenerlo cuando le acarició la espalda.
– Es curioso, ¿no? Pensar que el inspector jefe Chen acabaría envidiándome.
– ¿Qué? -murmuró ella.
– Me ha dicho que era un marido con mucha suerte.
– ¿Cómo?
Él le besó la nuca, agradecido por la cena de aquella noche.
– Vete a la cama. Yo no tardaré.
Él le obedeció, pero no quería dormirse antes de que ella viniese. Se quedó un rato tendido sin apagar la luz. Desde afuera, en la calle Jingling, llegaba el ruido de todo tipo de vehículos, aunque cada cierto rato el rumor del tráfico se perdía en la noche. Un mirlo cantaba nostálgico en el arce. La puerta del vecino se cerró de golpe al otro lado de donde estaba la cocina. Alguien hacía gárgaras en la fregadera de cemento común y le llegó el sonido lejano de una mano aplastando un mosquito contra una rejilla de la ventana.
Luego oyó que Peiqin apagaba las luces de la cocina y entraba silenciosamente en la habitación. Se puso un viejo camisón de seda, y él percibió el ligero roce de la tela. Se quitó los pendientes, que dejó sobre un platillo en la cómoda. Sacó una escupidera de plástico de debajo de la cama y la puso en el rincón tapado por el armario. Se oyó un borboteo. Por fin llegó hasta la cama y se deslizó bajo la manta. No le sorprendió que ella se acurrucara a su lado. Sintió que ahuecaba la almohada para encontrar una posición más cómoda. Su camisón quedó abierto. Él le tocó, tímido, la piel suave del vientre, sintiendo el calor de su cuerpo, y le estiró las rodillas contra sus muslos. Ella lo miró. En sus ojos encontró la respuesta que esperaba. No querían despertar a Qinqin. Reteniendo la respiración, Yu intentó moverse haciendo el menor ruido posible. Ella le ayudó y se quedaron abrazados por largo rato. Normalmente, se quedaba dormido, pero esa noche su mente seguía funcionando con una claridad intensa.
Peiqin y él eran personas normales y corrientes, ciudadanos chinos trabajadores que se contentaban con poca cosa. Una cena con cangrejos, como la de esa noche, los hacía felices y los emocionaba. En realidad, las pequeñas cosas tenían una gran trascendencia para ellos: por ejemplo, una película el fin de semana, una visita al Jardín de la Gran Visión, la canción de una cinta nueva o un jersey de Mickey Mouse para Qinqin. A veces él se quejaba como los demás, pero se consideraba un hombre con suerte: una mujer maravillosa, un hijo maravilloso, y nada tenía más importancia en este mundo.
– El cielo o el infierno están en nuestra cabeza, no en las cosas materiales que poseemos -le había dicho el Viejo cazador en una ocasión-.
Sin embargo, había unas cuantas cosas que el inspector Yu quería tener, como un piso de dos habitaciones y cuarto de baño, pues Qinqin ya era un chico crecido que necesitaba su propio espacio, y así Peiqin y él no tendrían que hacer el amor aguantando la respiración. ¡Y qué decir de una cocina a gas en lugar de una cocina a carbón y un ordenador para Qinqin!. Él había desperdiciado sus años de escuela, pero su hijo tendría un futuro diferente. La lista era bastante larga, pero sería agradable que se cumplieran esos primeros deseos. Todo esto, decía el Diario del Pueblo, estaría al alcance de la mano en un futuro cercano. «Tendremos pan, y leche también», decía un leal bolchevique a su mujer, habiéndole sobre el futuro maravilloso de la joven Unión Soviética en una película sobre la Revolución Rusa. Yu la había visto varias veces en sus años de instituto al ser la única película extranjera que se podía ver en aquella época. Ahora la Unión Soviética prácticamente había desaparecido, pero el inspector Yu seguía creyendo en las reformas económicas de China. Mientras sacaba el cenicero de debajo de un montón de revistas, se esperanzó en quizá en unos pocos años mejorarían muchas cosas para el pueblo chino.
¡Pero esos hijos de los cuadros superiores eran una de las cosas que hacían la vida tan difícil para el resto de los chinos! Gracias a sus relaciones familiares, conseguían privilegios que otros ni soñaban, y luego triunfaban labrándose una carrera política. Wu Xiaoming era el ejemplo típico de hijo de cuadro superior, y seguramente pensaba que el mundo era como una sandía que él podía cortar en trozos a su antojo antes de escupir las vidas ajenas como si fueran pepitas. Hacía tiempo que el inspector Yu había aceptado que la vida no era justa con todos. Los antecedentes de la familia, para empezar, marcaban una gran diferencia, aunque en ningún otro lugar tanto como en la China de los años noventa. Pero ahora Wu Xiaoming había cometido un asesinato. De eso estaba convencido. Mirando absorto el techo, venían a su mente imágenes precisas de lo que había ocurrido la noche del 10 de mayo: Wu llamaba por teléfono, Guan iba a su casa, comían caviar y hacían el amor, para después estrangularla, meter el cuerpo en una bolsa de plástico negra, llevarlo canal y la lanzarlo al agua.
– Tu inspector jefe tiene muchas cosas en la cabeza -dijo Peiqin acurrucándose contra él-.
– Todavía estás despierta -se sobresaltó-. Sí, es verdad. Es un caso difícil, y hay gente importante involucrada.
– Quizá haya algo más.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Soy una mujer -esbozó una sonrisa-. Los hombres no os dais cuenta de lo que lleváis escrito en la cara. Un inspector jefe atractivo y, además, poeta conocido… Debe de ser un soltero muy prometedor, pero parece muy solitario.
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