Wang se detuvo al llegar a la puerta y se giró hacia él, con la cara semioculta por la capucha. Chen no le veía los ojos. Luego desapareció. Wang era casi de su misma altura, habrían podido confundirla con él por esa prenda negra de policía. Chen se quedó mirando la figura alta, envuelta en un capote, que se perdía en la niebla bajo la lluvia.
* * *
Chen empezó a silbar y abrió el cajón superior de su armario de archivos. Ni siquiera había tenido oportunidad de sacar las perlas, que bajo aquella luz despedían un bello fulgor. Zhang Ji, un poeta de la dinastía Tang, había escrito un célebre dístico:
«Devuelvo tus lustrosas perlas con lágrimas en los ojos,
Señor, debí conocerte antes de casarme.»
Según algunos críticos, el poema se refería a un episodio en el que Zhang había declinado los favores del Primer Ministro Li Yuan, durante el reinado del emperador Dezhong, a principios del siglo VIII. Por lo tanto, había una analogía política. "No hay más que una interpretación", pensó Chen y se frotó la nariz. No le gustaba su decisión. Ella se había expresado con toda claridad. Podría haber sido la primera noche que él anhelaba, y habrían venido otras sin contraer ningún tipo de obligación, pero había dicho que no. Quizá nunca podría explicar su reacción de manera razonada, ni siquiera a sí mismo.
El timbre de una bicicleta se derramó sobre el silencio de la noche. Podía aplicar la lógica a la vida de otras personas, aunque no a la suya. ¿Era posible que en su decisión hubiera influido el informe que había escuchado por la tarde? En su subconsciente pugnaba por aflorar un paralelismo. Recordó la decisión de Guan de entregarse a Lai antes de separarse de él y lo que Wang le ofrecía antes de ir a reunirse con su marido en Japón. El inspector jefe Chen había cometido muchos errores. La decisión de esa noche sería una más de las que lamentaría con el tiempo. Al fin y al cabo, un hombre es sólo lo que ha decidido hacer o no hacer. «Algunas cosas se harán y otras, no.» Otro de los tópicos confucionistas que le había enseñado su padre. Quizá, en el fondo, él era un conservador, un hombre tradicional, incluso anticuado…, o políticamente correcto, pero su respuesta final fue no. Daba igual lo que hiciera, y más allá del hombre que se proponía ser, se hizo una promesa a sí mismo: resolvería el caso. Para él, el inspector jefe Chen, era la única manera de redimirse.
Finalmente, el inspector Yu llegó a casa a la hora de cenar. Peiqin ya había acabado de preparar varios platos en la cocina comunitaria.
– ¿Te puedo ayudar?
– No, ve adentro. Qinqin está mucho mejor hoy, así que puedes ayudarle con los deberes.
– Sí, han pasado dos días desde que lo llevé al hospital. Habrá perdido muchas clases.
Pero Yu no entró enseguida. Se sentía culpable al ver a Peiqin trabajando, con su camisa blanca de manga corta pegada al cuerpo sudoroso. De cuclillas, al pie de un fregadero de cemento, estaba atando un cangrejo vivo con un tallo de paja. Varios cangrejos de Yangchen se arrastraban ruidosamente en un cubo de madera con el fondo cubierto de sésamo.
– Hay que atarlos o pierden las patas al hervirlos -explicó Peiqin al ver la mirada intrigada de Yu-.
– ¿Para qué todo ese sésamo en el cubo?
– Para que no pierdan peso. Es un alimento muy nutritivo para ellos. Los he conseguido esta mañana a primera hora.
– Hoy en día es algo muy especial.
– Sí, el inspector jefe Chen es tu invitado especial.
La decisión de invitar a Chen a cenar la había tomado Peiqin, pero Yu, naturalmente, estaba de acuerdo. Lo hacía por él, porque era la que se encargaba de prepararlo todo en su habitación de once metros cuadrados. A pesar de las dificultades, Peiqin se empeñó.
La noche anterior, Yu le había contado a Peiqin lo de la reunión del Comité del Partido en la oficina. El comisario Zhang se había quejado de sus resultados mediocres, lo cual no era nada nuevo. Sin embargo, en la reunión, Zhang llegó a sugerir al Comité del Partido que Yu fuera reemplazado. La propuesta se discutió en profundidad. Yu no era miembro del Comité, de modo que no estaba en condiciones de defenderse. Con la investigación en punto muerto, quizá conviniera proceder a un relevo o, al menos, modificar las responsabilidades asignadas. El Secretario del Partido Li parecía dispuesto a apoyar la moción. Yu no se ocupaba concienzudamente del caso, pero su traslado habría provocado un efecto dominó. Su destino habría quedado sellado, según contó el teniente Lao, que había asistido a la reunión, de no ser por la intervención del inspector jefe Chen, quien sorprendió al Comité con un discurso en favor de Yu. Sostenía que el hecho de que hubiese opiniones diferentes sobre un mismo caso reflejaba la democracia de nuestro Partido, y no puso en duda las cualidades del inspector Yu como agente de policía.
Si no están satisfechos con la marcha de la investigación -había concluido-, yo asumo la responsabilidad. Despídanme a mí.
Por eso, gracias al encendido alegato de Chen, Yu seguía activo en la brigada de asuntos especiales. La información de Lao tomó por sorpresa a Yu, quien no había esperado un apoyo tan firme de parte de su superior.
– Tu inspector sabe hablar la lengua del Partido -dijo Peiqin con voz queda-.
– Sí, así es. Por suerte, esta vez ha sido a mi favor -repuso-.
– ¿Qué te parece si lo invitamos a cenar? En el restaurante habrá más de sesenta kilos de cangrejos vivos del lago Yangchen, y a precio oficial. Puedo comprar una docena, de modo que sólo tendré que agregar unos platos de acompañamiento.
– Es una buena idea, pero será demasiado trabajo para ti.
– No, es agradable tener invitados de vez en cuando. Prepararé una cena que tu inspector jefe no olvidará.
Para sorpresa suya, Chen aceptó su invitación con gusto, e incluso le dijo que después de cenar quería conversar con él. Pero era demasiado trabajo para Peiqin, eso era evidente. Yu se quedó ahí, con mirada sombría, viendo cómo su mujer se movía sin parar en el estrecho espacio. La parte que les correspondía de la cocina común no era más que un fogón de carbón y una pequeña mesa con un aparador de bambú improvisado colgado de la pared. Casi no había espacio para dejar todos los platos y fuentes.
– Ve a nuestra habitación -repitió ella-. Vamos, no te quedes aquí mirándome.
La mesa en la habitación ya estaba puesta para la cena con unos arreglos magníficos. Había palillos, cucharas y unos platos pequeños junto a las servilletas de papel plegadas. En el centro, un diminuto martillo de bronce y una fuente con agua. En aquella mesa no sólo se cenaba, sino que también la usaba Peiqin para coser la ropa de la familia, Qinqin para hacer los deberes y Yu para estudiar los archivos de la oficina.
Se preparó una taza de té verde y, sentado en el brazo del sofá, bebió un sorbo. Vivían en una casa antigua de dos plantas, una shikumen, un estilo arquitectónico de moda a principios de los años treinta, época en que las casas se construían para una sola familia. Ahora, sesenta años después, vivían más de doce familias, y las habitaciones eran subdivididas una y otra vez para acomodar a más inquilinos. Sólo se había conservado la puerta de la entrada, pintada de negro, que daba a un pequeño patio donde se amontonaba todo tipo de cosas, una especie de trastero colectivo, de donde salía un pasillo de techo alto flanqueado por las alas este y oeste. Aquel pasillo, antaño espacioso, se había convertido hacía tiempo en una zona común de cocina y despensa. Las dos hileras de cocinas, con sus respectivas pilas de carbón, señalaban que en la planta baja vivían siete familias.
Читать дальше