La habitación de Yu quedaba en el extremo sur del ala este. Al Viejo cazador le habían asignado un ala entera a principios de los años cincuenta, con el lujo añadido de una habitación para invitados. Ahora, en los noventa, las cuatro habitaciones acomodaban a no menos de cuatro familias: el Viejo cazador con su mujer; sus dos hijas: una casada con marido y una hija, y la otra, de treinta y cinco años, todavía soltera; y su hijo, el inspector Yu, con Peiqin y Qinqin. Todas servían de dormitorio, comedor, salón y baño.
Antes la habitación de Yu había sido el comedor de unos once metros cuadrados. No era lo idóneo, porque la pared norte sólo tenía una ventana no más grande que una linterna de papel. Era la peor habitación para todos los usos, y especialmente incómoda para los invitados, dado que la habitación contigua era la del Viejo cazador, en un principio el salón, cuya puerta daba al pasillo. Por lo tanto, el huésped debía pasar primero por la habitación del anciano. Éste era el motivo por el que los Yu rara vez tenían convidados.
Chen llegó a las seis y media. Traía en una mano una pequeña caja de vino de arroz glutinoso de Shaoxin (Nuer Hong, el vino perfecto para los cangrejos) y en la otra, como de costumbre, llevaba su maletín negro.
– Bienvenido, inspector jefe -dijo Peiqin, una perfecta anfitriona de Shanghai, y se secó las manos en el delantal-. Como dice un viejo proverbio: «Su compañía ilumina nuestra humilde morada».
– Tenemos que apretarnos un poco -terció Yu-. Por favor, siéntese.
– Cualquier salón para un banquete de cangrejos es un salón estupendo -dijo Chen-. Les agradezco mucho su amabilidad.
En la habitación apenas había espacio para poner las cuatro sillas en torno a la mesa, así que se sentaron en tres lados, y en el cuarto, Qinqin observaba en silencio desde su cama. Qinqin era un chico de piernas largas, con unos ojos grandes y una cara regordeta que escondió tras un tebeo cuando llegó Chen, pero perdió su timidez en cuanto sirvieron los cangrejos.
– ¿Dónde está su padre, el Viejo cazador? -preguntó Chen dejando los palillos en la mesa-. Todavía no lo he saludado.
– Está haciendo su ronda por el mercado.
– ¿Sigue ahí?
– Sí, como siempre -dijo Yu sacudiendo la cabeza-.
Desde su jubilación, el Viejo cazador trabajaba como vigilante en el barrio. A principios de los años ochenta, cuando la venta ambulante privada en el mercado todavía se consideraba ilegal, o al menos "capitalista" según la jerga política, el viejo asumió la tarea de salvaguardar la condición sagrada del mercado oficial. Sin embargo, no tardaron demasiado en legalizar el mercado privado, que incluso llegó a considerarse un complemento necesario del mercado socialista. El gobierno dejó de interferir en la actividad de los comerciantes privados siempre y cuando éstos pagaran sus impuestos. Pero el viejo policía seguía acudiendo al mercado, vigilando sin un objetivo concreto, sólo para sentirse útil al sistema socialista.
– Sigamos conversando mientras comemos -sugirió Peiqin-. Los cangrejos no pueden esperar.
Un banquete de cangrejos daba para una cena excelente. En la mesa cubierta con el mantel, los cangrejos redondos, rojiblancos, estaban servidos en pequeños cuencos de bambú. El diminuto martillo de bronce brillaba entre los platos blancos y azules. El vino de arroz estaba a la temperatura justa y cobraba bajo la luz un tono ámbar. En la ventana había un florero de vidrio con un ramo de crisantemos, quizá de un par de días o tres, más delgados, pero todavía primorosos.
– Tendría que haber traído la Canon para tomar fotos de la mesa, los cangrejos y los crisantemos -dijo Chen frotándose las manos-. Parecería una ilustración sacada de Sueño en el pabellón rojo.
– Se refiere al capítulo veintiocho, ¿verdad? Baoyu y sus hermanas escriben poemas durante un banquete de cangrejos -dijo Peiqin mientras sacaba la carne de una pata para dársela a Qinqin-. Es una lástima que ésta no sea una sala del Jardín de la Gran Visión.
Yu se alegró de haber visitado el jardín. Conocía la referencia.
– Pero nuestro inspector jefe Chen es un poeta reconocido. Él nos leerá sus propios poemas.
– No me pidan que lea nada -dijo Chen-. Tengo la boca llena de cangrejo, y un cangrejo es superior a un verso.
– Todavía no es temporada de cangrejos -se disculpó Peiqin-.
– Pues están buenísimos.
Por lo visto, Chen disfrutaba de la excelente cocina de Peiqin, y sobre todo de la salsa Zhisu. Se había acabado un platillo en un instante. Cuando terminó de saborear las mollejas doradas de un cangrejo hembra, dio un suspiro de satisfacción.
– Su Dongbo, el poeta de la dinastía Song, dijo en una ocasión «¡Ay, si pudiera sentarme a comer cangrejos sin un maestresala a mi lado!».
¿Un maestresala de la dinastía Song?
Era la primera vez que Qinqin hablaba durante la cena.
Su interés por la historia era evidente.
– El maestresala era un funcionario oficial del siglo XV -explicó Chen-, como un oficial de policía de rango medio en nuestros días. Su única labor consistía en vigilar el comportamiento de otros funcionarios durante las fiestas y celebraciones formales.
– Aquí no tiene que preocuparse por eso, inspector jefe Chen -dijo Peiqin-. Puede beber a gusto. Nuestra cena es informal, y usted es el superior de Yu.
– Estoy impresionado con su cena, señora Yu, de verdad. Hacía mucho, mucho tiempo que añoraba comer un banquete de cangrejos.
– Lo ha preparado todo Peiqin -dijo Yu-. Consiguió los cangrejos a precio oficial.
Era un hecho bien conocido que nadie podía tener tanta suerte como para comprar cangrejos vivos en un mercado estatal, ni siquiera a precio oficial. El llamado "precio oficial" todavía existía, pero sólo en los periódicos o en las estadísticas del gobierno. En los mercados libres, la gente pagaba siete u ocho veces más. Sin embargo, un restaurante público todavía podía conseguir una o dos cestas de cangrejos por esa suma durante la temporada. El problema era que los cangrejos nunca aparecían en las mesas de los establecimientos. En cuanto llegaban, se los repartían los empleados y se los llevaban a casa.
– Para acabar, tomaremos una sopa de fideos -avisó Peiqin, que había traído una fuente enorme con trozos de jamón Jinghua flotando en la superficie-.
– ¿Qué es eso?
– Fideos Cruce del Puente -dijo Yu mientras ayudaba a Peiqin a poner en la mesa una bandeja grande con fideos de arroz, además de varios platos con lonchas de cerdo, filetes de pescado y verduras en torno a la sopa hirviendo-.
– Nada presuntuoso -dijo Peiqin-. Es algo que aprendimos a hacer cuando jóvenes en la provincia de Yunnan.
– Fideos Cruce del Puente. Creo que he oído hablar de este curioso plato -dijo Chen mostrando la curiosidad de un gourmet-.
– La historia es la siguiente -explicó Yu-. Durante la dinastía Qing, un marido muy estudioso pasaba su tiempo en una cabaña en medio de una isla, preparándose para el examen de funcionario civil. Un día su mujer cocinó uno de sus platos predilectos, sopa de pollo con fideos. Para traer los fideos, la mujer tenía que cruzar un puente largo de madera. Al llegar, estaban fríos y habían perdido su sabor tierno y crujiente. A la vez siguiente, trajo dos cuencos, uno con sopa caliente y una capa de aceite por encima para conservar el calor, y otro con los fideos. No los mezcló hasta llegar a la cabaña. Como era de esperar, estaban deliciosos, y el marido, reconfortado tras comerlos, se preparó a conciencia y aprobó con éxito el examen.
– ¡Qué suerte la del marido! -dijo Chen-.
– Peiqin es una cocinera todavía mejor -rió Yu por lo bajo-.
Él también había disfrutado de los fideos, y más con esa sopa que le traía tantos recuerdos de sus días en Yunnan. Después Peiqin sirvió el té en una tetera de color púrpura sobre una bandeja negra lacada. Las tazas eran delicadas y parecían lichis. Era un juego de tazas del té especial Dragón Negro. Todo era tan maravilloso como había prometido Peiqin.
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