– Y, en nuestra sociedad, se diría que Lao es el que ha salido beneficiado de la relación. Ganador en vez de perdedor. Mirándolo bien, Lao no puede lamentarse demasiado de su antigua aventura.
– Exacto. Había algo sorprendente en Guan.
– Sí, es una lástima.
– ¿Qué quiere decir?
– Bueno, para ella fue una cuestión política en aquel tiempo, y ahora, para nosotros también lo es.
– Sí, tiene razón, jefe.
Llámeme si encuentra algo nuevo sobre Lao.
Chen decidió presentar un informe convencional al comisario Zhang, a quien no había informado en los últimos días. El comisario Zhang estaba leyendo una revista de cine cuando Chen entró en su despacho.
– ¿Qué le trae hoy por aquí, camarada inspector jefe Chen? -dejó la revista-.
– Nada bueno, me temo.
– ¿Qué dice?
– El hijo del inspector Yu está enfermo, así que tiene que llevarlo al hospital.
– ¡Ah, sí! Entonces Yu no podrá venir a la oficina hoy.
– Bueno, Yu ha estado trabajando mucho.
– ¿Hay alguna pista nueva?
– Guan tuvo un novio hace unos nueve o diez años, pero obedeciendo a las órdenes del Partido, lo dejó. Yu ha hablado con el antiguo Secretario del Partido Huang, de los grandes almacenes Número Uno, que en aquella época era su jefe, y también con el ingeniero Lao, su antiguo novio.
– Eso no es ninguna noticia. Yo también he hablado con ese Secretario del Partido jubilado. Me contó la historia. Guan hizo lo que debía.
– ¿Sabía usted que… -Chen guardó silencio porque no estaba seguro de la reacción que tendría Zhang ante la versión de Lao-…Guan estuvo muy triste cuando tuvo que separarse de él?
– Era comprensible. En aquel entonces era una mujer joven y quizá un poco romántica, pero hizo lo correcto al obedecer la decisión del Partido.
– Pero podría haber sido una experiencia traumática para
ella.
– ¿Ese es otro de sus conceptos occidentales modernos? -dijo Zhang con tono irritado-. Recuerde que, como miembro del Partido, tenía que velar por los intereses del Partido.
– Bueno, yo sólo intentaba ver el impacto que tuvo en la vida personal de Guan.
– ¿Y el inspector Yu todavía está investigando en esa línea?
– No, el inspector Yu no cree que el ingeniero Lao tenga que ver con el caso. Sucedió hace mucho tiempo.
– Eso mismo pienso yo.
– Tiene razón, comisario Zhang -convino-. ¿Preguntó por qué no había compartido antes la información? ¿Tan preocupado estaba por preservar la imagen puritana de Guan?
– No creo que sea la dirección correcta. Tampoco lo es su teoría sobre el caviar -concluyó Zhang-. Se trata de un caso político, como he dicho en repetidas ocasiones.
– Todo se puede ver como algo relacionado con la política -dijo Chen. Se levantó para salir y se detuvo en el umbral de la puerta-. Pero la política no es lo único.
Al fin y al cabo, una conversación de ese tipo era posible, aunque no demasiado conveniente. El ascenso de Chen había suscitado cierta resistencia. No en vano, sus enemigos políticos elogiaban su aperturismo y sus partidarios se preguntaban si este no era demasiado exagerado.
Nada más volver a su despacho, empezó a sonar el teléfono. Era el Chino de ultramar. Lu volvió a contarle que había iniciado con éxito su propio negocio, El suburbio de Moscú, un restaurante de estilo ruso en la calle Huaihai, cuya carta incluía caviar, consomés y vodka, y unas camareras rusas muy ligeras de ropa que iban de un lado a otro. Parecía satisfecho y muy seguro de sí mismo. Chen no alcanzaba a entender cómo había conseguido tanto en tan poco tiempo.
– Entonces ¿los negocios marchan bien?
– De maravilla, amigo. Viene un montón de gente durante el día a mirar nuestra carta, nuestra reserva de vodkas y nuestras chicas rusas, altas y pechugonas, con sus blusas y faldas transparentes.
– De verdad, tienes mucho ojo para los negocios, Lu.
– Como dijo Confucio hace miles de años, «La belleza da hambre».
– No, «Es tan bella que uno podría devorarla» -corrigió Chen-. Eso fue lo que dijo Confucio. ¿De dónde has sacado a las rusas?
– Vinieron a verme. Un amigo tiene una red de trabajadores extranjeros. Son chicas simpáticas. Ganan cuatro o cinco veces más que en su país. Hoy en día a China le va mucho mejor que a Rusia.
– Es verdad -a Chen le impresionó el orgullo latente en las palabras de Lu-.
– ¿Recuerdas cuando llamábamos a los rusos "hermanos mayores"? La rueda de la diosa Fortuna ha girado: ahora las llamo mis "hermanitas". En cierto sentido, estas chicas lo son, porque dependen de mí para todo. Para empezar, no tienen dónde vivir, y los hoteles son demasiado caros. He comprado varias camas plegables, duermen en la parte trasera del restaurante y se ahorran mucho dinero. Para que lo tengan más fácil, también he puesto una ducha con agua caliente.
– Entonces las cuidas bien.
– Así es, y te confiaré un secreto, amigo: Tienen pelos en las piernas. No te dejes engañar por su aspecto suave y liso. Una semana sin jabón ni maquinilla de afeitar y esas piernas tan estupendas se ponen peludas.
– Te estás volviendo eliótico, Chino de ultramar.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada, sólo me recuerda algo que escribió T. S. Eliot. Algo sobre piernas desnudas, blancas y enjoyadas que de pronto, a la luz del día, aparecen velludas. ¿O era John Donne?
– Eliot o quien sea, no me importa, pero es verdad. Lo he visto con mis propios ojos: una bañera llena de pelos rubios y castaños.
– Me estás tomando el pelo.
– Ven y lo verás con tus propios ojos, no sólo las piernas, también el negocio. ¿Este fin de semana te va bien? Te reservaré a una de las rubias, la más sexy. "Servicio especial", tan especial que también te darán ganas de devorarla. La satisfacción de Confucio garantizada.
– Me temo que sea demasiado para mi cartera.
– ¿Qué dices? Eres mi mejor amigo, y te debo en parte mi éxito. Yo te invito a todo, desde luego.
– Iré -dijo Chen-si puedo escaparme una noche de la semana que viene.
El inspector jefe Chen se preguntó si aunque tuviera tiempo, iría. Había leído un reportaje sobre los llamados servicios especiales en algunos restaurantes de dudosa reputación.
Miró su reloj: las tres y media. Seguramente no quedaría nada de comer en la cantina de la oficina. La conversación con el Chino de ultramar Lu le había abierto el apetito, y luego pensó en algo que casi había olvidado: la cena con Wang Feng en su piso. Súbitamente, todo lo demás podía esperar hasta mañana. La idea de tener a Wang de invitada para una cena a la luz de las velas le aceleró el pulso. Salió del despacho a toda prisa y se dirigió al mercado en la calle Ninghai, a unos quince minutos a pie desde su casa.
Como de costumbre, el mercado estaba lleno de gente que iba de un lado a otro con cestos de bambú bajo el brazo y con sus bolsas de plástico. Chen había consumido su ración de cerdo y de huevos para todo el mes. Esperaba conseguir pescado y verduras, a Wang le gustaba el marisco. Había una larga cola delante de la pescadería. Chen observó una hilera de cestas, cajas de cartón rotas, taburetes e incluso ladrillos, entre las personas que esperaban. A cada paso que daban, los clientes empujaban lentamente esos mojones. El objeto era un símbolo de la presencia de su dueño. Cuando una cesta se acercaba al final, aparecía el dueño y recuperaba su lugar. En realidad, era probable que en una cola de quince personas hubiese unas cincuenta por delante. Calculó que, al ritmo que avanzaban, pasaría una hora o más antes de que lo atendieran.
Decidió probar suerte en el mercado libre, que quedaba a sólo una manzana del mercado estatal de Ninghai. Aunque no se conocía con esa denominación a principios de los noventa, todos sabían de su existencia. El servicio era mejor, y la calidad también. La única diferencia eran los precios, que solían ser dos o tres veces más caros que en el mercado de Ninghai. El mercado estatal y el mercado privado eran un ejemplo de coexistencia pacífica. El socialismo y el capitalismo, lado a lado. Algunos cuadros veteranos del Partido temían el inevitable choque entre los dos sistemas, pero para la gente que iba al mercado, eso no era lo importante. Chen se detuvo ante un pintoresco despliegue de cebolletas y jengibre abrigado por una sombrilla de Hangzhou. Compró un puñado de cebolletas frescas, y el vendedor le añadió de regalo un pequeño trozo de jengibre.
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