Qiu Xiaolong - Visado Para Shanghai

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Visado Para Shanghai: краткое содержание, описание и аннотация

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La nueva novela de Qiu Xiaolong retoma las andanzas protagonizadas por el Inspector Chen en su anterior gran éxito, Muerte de una heroína roja. En esta ocasión, Chen ha de investigar la misteriosa desaparición de la bailarina Wen Liping durante su regreso a China desde Estados Unidos. La vigorosa trama policial propicia la radiografía de un país en plena mutación, sirviéndose de un personaje que está ya en las antologías del género: un amante de la literatura que resuelve intrincados enigmas en tanto recita proverbios de Confucio y moderna poesía china. El estilo de Xiaolong ha hecho ya las delicias de miles de lectores en todo el mundo. A pesar de su juventud se trata de un autor contrastado, cuyo futuro se adivina enormemente brillante.

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– Bienvenido a nuestra tienda, Gran Hermano.

Era un extraño saludo, pensó él. La joven vendedora parecía centrar su atención en él.

– Está lloviendo -dijo-. Así que vamos a echar un vistazo.

– No tenga prisa, Gran Hermano. Su novia se merece lo mejor.

– Sí, así es -dijo él.

– Gracias -dijo Catherine en chino.

La vendedora se presentó.

– Me llamo Huang Ying. Significa Oropéndola en chino.

– ¡Qué nombre tan bonito!

– Nuestros productos no son imitaciones de poca calidad. Las propias empresas nos los venden a través de un canal no oficial.

– ¿Cómo? -preguntó Catherine, cogiendo un bolso negro que llevaba la etiqueta de un diseñador italiano exclusivo.

– Bueno, la mayoría tienen empresas conjuntas en Hong Kong o Taiwan. Este bolso, por ejemplo. Encargaron dos mil. La fábrica de Taiwan produjo tres mil. La misma calidad, huelga decirlo. Y recibimos mil directamente de la fábrica. Por menos de veinte dólares.

– Es auténtico -dijo Catherine tras examinarlo con más atención.

Chen no veía nada especial en él, salvo la etiqueta del precio. Le parecía enormemente caro. Al pasarle el bolso a ella reparó en una hilera de vistosa ropa de moda colgada de una barra de acero inoxidable en un rincón. Las etiquetas del precio parecían oscilar.

También había un trozo de terciopelo rojo, una cortina de probador que escondía parcialmente un taburete acolchado junto a la puerta trasera. Esta tienda era de mejor calidad, al menos en este aspecto. Cuando la gente se cambiaba, se sentiría más segura.

– Eche un vistazo a este reloj -Oropéndola sacó un estuche-. La empresa no es muy famosa por su línea de relojes. O sea que ¿para qué preocuparse? Es porque se fabrican en Taiwan y se venden aquí.

– ¿El gobierno no ha intentado cerrar este mercado? -le preguntó Catherine.

– Las patrullas del mercado vienen por aquí de vez en cuando, pero las cosas se pueden solucionar -dijo Oropéndola con una facilidad sospechosa-. Digamos que se llevan diez camisetas y dicen: «He confiscado cinco camisetas, ¿de acuerdo? Y tú dices: «Cinco, de acuerdo.» De modo que en lugar de detenerte, denuncia cinco, se queda otras cinco y te deja en paz.

– ¿No han hecho nada más aquí? -El inspector jefe Chen se sentía avergonzado.

– De vez en cuando viene la policía. El mes pasado hicieron una redada en la tienda del Calvo Zhang, al final de la calle, y le condenaron a dos años. Puede ser peligroso.

– Si es tan peligroso, ¿por qué lo sigues haciendo?

– ¿Qué alternativa tengo? -dijo Oropéndola con amargura-. Mis padres trabajaron toda su vida en el Molino Textil Número 6 de Shanghai. Les despidieron el año pasado. Cuencos de arroz de hierro rotos. Ya no obtienen ningún beneficio del sistema socialista. Yo tengo que mantener a la familia.

– Tu tienda debe de dar muchos beneficios -observó Chen.

– No es mi tienda, pero no me puedo quejar del dinero que gano.

– Aun así, no es un empleo… -no terminó la frase. No estaba en situación de ser condescendiente o compasivo. Oropéndola tal vez ganaba más que un inspector jefe. A principios de los noventa, no había nada como la oportunidad de ganar dinero. Con todo, no era un trabajo decente para una jovencita…

Catherine estaba ocupada comparando relojes, uno tras otro, probando el efecto que producían en su muñeca. Podría tardar bastante en decidirse; cuánto, se preguntó Chen. La lluvia golpeaba en la puerta de aluminio parcialmente bajada.

Mientras miraba fuera, la vista le pasó por un hombre que estaba al otro lado de la calle marcando su teléfono móvil, mirando en su dirección.

El mismo móvil de color verde claro.

Era el hombre que antes les había sacado fotografías delante del

Suburbio de Moscú, y también era el hombre que había mirado hacia la tienda de ropa oriental quince minutos antes.

Se volvió y preguntó a Oropéndola.

– ¿Puedes correr la cortina del probador. Me gusta esta combinación, la Christian Dior. La cogió del perchero y la puso en las manos de Catherine-. ¿Quieres probártela?

– ¿Cómo? -Se quedó mirando fijamente a Chen, consciente de que le estaba apretando la mano.

– Déjame pagarte el precio de la etiqueta, Oropéndola -dijo él, entregando varios billetes a la vendedora-. Me gustaría ver cómo le queda. Puede que tardemos un poco.

– Claro, pueden estar tanto tiempo como quieran -Oropéndola cogió el dinero, sonrió con elocuencia y corrió la cortina-. Cuando hayan terminado me avisan.

Entró otro cliente en la tienda. Oropéndola se acercó a él, repitiendo por encima del hombre:

– No tenga prisa, Gran Hermano.

Apenas había espacio para dos detrás de la cortina. Catherine miró a Chen a los ojos con la combinación en las manos y un interrogante en los ojos.

– Salgamos por detrás -susurró en inglés, y abrió la puerta, que daba a un callejón. Aún llovía; a lo lejos retumbaban los truenos y el distante horizonte se iluminaba con los rayos.

Chen cerró la puerta tras ellos y condujo a Catherine al final del callejón, que desembocaba en la calle Huating. Se volvió y vio el letrero luminoso del Huating Café en la segunda planta de un edificio rosado en la esquina de las calles Huating y Huaihai. En la primera planta había otra tienda de ropa. Una escalinata de hierro forjado en la parte de atrás del edificio conducía al café.

– Vamos a tomar un café ahí -dijo él.

Subieron la resbaladiza escalera, entraron en un salón rectangular amueblado al estilo europeo y se sentaron a una mesa junto a la ventana.

– ¿Qué pasa, inspector jefe Chen?

– Esperemos aquí, inspectora Rohn. Puede que me equivoque -se calló cuando se acercó una camarera para ofrecerles toallas calientes-. Yo necesito un café caliente.

– A mí también me iría bien.

Cuando la camarera les hubo servido el café, Catherine dijo:

– Permítame que le haga una pregunta primero. Esta calle debe de ser un secreto público. ¿Por qué el gobierno de la ciudad permite su existencia?

– Donde hay demanda, hay suministro… incluso en el caso de las falsificaciones. Por muchas medidas que el gobierno de la ciudad tomara, la gente seguiría con su negocio. Según Karl Marx, hay mucha gente dispuesta a vender su alma para obtener un beneficio del trescientos por ciento.

– Hoy no tengo derecho a ser crítica, después de haber hecho tantas compras -removió el café con una cuchara de plata formando pequeñas ondas en el líquido-. Aun así, hay que hacer algo.

– Sí, no sólo con el mercado, sino también con las ideas que hay detrás, la excesiva exaltación de lo material. Al decir Deng Xiaoping que «hacerse rico es glorioso», el consumismo capitalista se ha descontrolado.

– ¿Cree que lo que la gente practica aquí en realidad es capitalismo y no comunismo?

– Tiene que encontrar la respuesta a esta pregunta usted misma -respondió él, evasivo-. La apertura de Deng a la innovación capitalista es famosa. Hay un dicho: «No importa si es un gato blanco o negro, con tal de que cace ratas».

– Gato y rata, tiene sentido.

– Pocos chinos tienen gatos como animales domésticos. Para nosotros, los gatos existen con el único fin de cazar ratas.

La lluvia había cesado. Desde la ventana Chen veía la tienda de Oropéndola. La cortina de terciopelo seguía corrida. No estaba seguro de si Oropéndola sabía que se habían marchado. Pagarle de antemano el precio señalado debía de haber sido suficientemente sospechoso. Reparó en que Catherine miraba en la misma dirección.

– Hace quince años, esas marcas no se conocían aquí. Los chinos se contentaban con vestir un estilo de ropa: las chaquetas Mao, azules o negras. Ahora las cosas son muy diferentes. Quieren ponerse al día con las modas más nuevas del mundo. Desde una perspectiva histórica, hay que decir que esto es progreso.

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