Qiu Xiaolong
Visado Para Shanghai
SERIE INSPECTOR CHEN CHAO 2
El inspector jefe Chen Cao, del Departamento de Policía de Shanghai, se encontró una vez más paseando en dirección al parque del Bund, envuelto en la neblina matinal.
A pesar de ser relativamente pequeño, unos quince acres, su ubicación convertía el parque en uno de los lugares más populares de Shanghai. Situado en el extremo norte del Bund, la puerta delantera daba al Peace Hotel, al otro lado de la calle, y la puerta trasera conectaba con el puente Waibaidu, nombre que había perdurado desde que se terminó de construir en la época colonial y significa literalmente: «Puente para cruzar los extranjeros blancos». El parque gozaba de gran popularidad sobre todo por su paseo de losas multicolores, una larga pasarela curvada sobre la reluciente extensión de agua que unía los ríos Huangpu y Suzhou. Desde ella se podían contemplar los buques que iban y venían recortados en el distante Wusongkou, el mar de China Oriental.
La guarda de la parte delantera, una mujer de pelo canoso apodada Zhu, que llevaba el brazal rojo aquella mañana de abril, bostezó y saludó con un gesto de la cabeza a Chen cuando éste arrojó en la caja de recuerdos uno de plástico verde. Varias personas que trabajaban allí le conocían bien.
Aquella mañana, Chen fue una de las primeras aves que llegó al parque. Se dirigió a un claro rodeado de chopos y sauces situado en la zona central. El blanco pabellón de estilo europeo, con su espacioso porche, destacaba en agradable relieve detrás de los bancos verdes recién pintados. Las gotas de rocío pegadas al follaje relucían a la luz del amanecer como una miríada de ojos transparentes.
A Chen el parque le resultaba aún más atractivo por los recuerdos que evocaba en él. En sus años escolares había leído la historia del parque. El libro de texto oficial de la época decía que a principios de siglo el parque sólo estaba abierto a expatriados occidentales. En las puertas había letreros que decían: No se permiten chinos ni perros, y había guardias sij con turbante rojo apostados allí para impedir el paso. Después de 1949, el gobierno comunista consideró que constituía un buen ejemplo de la actitud de los poderes occidentales en la China pre-comunista, y a menudo era citado en los programas de educación patriótica. ¿Había ocurrido realmente? Era difícil saber la verdad, ya que la línea que separaba la verdad de la ficción siempre la trazaban y la borraban los que ostentaban el poder.
Subió un tramo de escaleras hasta el paseo, aspirando el fresco aire del malecón. Sobre las olas se deslizaban los petreles, relucientes sus alas entre la luz grisácea, como si salieran volando de un sueño olvidado. La línea divisoria entre el río Hunagpu y el río Suzhou se hacía visible.
Sin embargo, el parque atraía al inspector jefe Chen por un motivo más personal que su belleza o su historia.
A principios de los años setenta, al terminar el instituto, se hallaba a la espera de que le adjudicaran una misión; como no tenía que estudiar ni trabajar, había empezado a practicar tai chi en el parque. Dos o tres meses más tarde, una mañana envuelta en la bruma, tras otro tímido intento de imitar las antiguas posturas, tropezó con un ajado libro de texto de inglés abandonado en un banco. No logró descubrir cómo había llegado hasta allí. En ocasiones la gente ponía periódicos o revistas viejos en los asientos para protegerse de la humedad, pero jamás un libro de texto. Se lo llevó al parque varias semanas, esperando que alguien lo reclamara. Nadie lo hizo. Entonces, una mañana, frustrado por una postura de tai chi extremadamente difícil, abrió el libro al azar. A partir de entonces, en el parque estudió inglés en lugar de tai chi.
A su madre le preocupaba ese cambio. No se consideraba de buen gusto político leer ningún libro excepto las Citas del presidente Mao. Sin embargo, su padre, estudioso del neoconfucionismo, predijo que estudiar en el parque podría serle propicio. Según la antigua teoría del wuxing, de los cinco elementos a Chen le faltaba un poco de agua, de modo que cualquier lugar asociado con el agua le beneficiaría. Años más tarde, cuando intentó hallar información sobre esa teoría no encontró nada. Quizá había sido inventada para él.
Aquellas mañanas en el parque le sostuvieron durante los años de la Revolución Cultural, y en 1977 entró en la Universidad de Lenguas Extranjeras de Beijing, tras haber obtenido una puntuación máxima en inglés en el recién recuperado examen de ingreso en la universidad. Cuatro años más tarde, debido a otra mezcla de circunstancias, le asignaron un trabajo en el Departamento de Policía de Shanghai.
Vista en retrospectiva, la vida de Chen parecía estar llena de causalidades de yin y yang fuera de lugar, igual que estaba fuera de lugar aquel libro en el parque o su juventud en aquellos años. Una cosa condujo a otra, y después a otra, de modo que el resultado apenas podía reconocerse. La cadena de la causalidad quizá era más complicada de lo que a los escritores de misterio occidentales, cuyas obras él traducía en su tiempo libre, les gustaría admitir.
La fresca brisa de abril llevó hasta sus oídos una melodía procedente del gran reloj que había en lo alto del edificio de Aduanas de Shanghai. Las seis y media. Durante la Revolución Cultural sonaba otra melodía: «Oriente es rojo». El tiempo se escurría como el agua.
A principios de los años noventa, bajo la reforma económica de Deng Xiaoping, Shanghai había cambiado extraordinariamente. Al otro lado de la calle Zhongshan, una larga panorámica de magníficos edificios que habían alojado a las más prestigiosas empresas occidentales a principios de siglo y a las instituciones del Partido comunista después de 1950, ahora acogían de nuevo con agrado a las compañías occidentales, en un esfuerzo por lograr que el Bund tuviera la categoría de Wall Street en China. También el parque del Bund había cambiado, aunque a Chen no le gustaban algunos de los cambios. Por ejemplo, el postmoderno Pabellón del Río, de cemento, se erguía como un monstruo a su lado, larguirucho a la luz grisácea de primera hora de la mañana, vigilante. También Chen había cambiado: de ser un estudiante sin un céntimo había pasado a ser un eminente inspector jefe de policía.
Pero aún quedaba su parque. A pesar de la gran carga de trabajo que tenía, se las ingeniaba para ir allí una o dos veces a la semana. Estaba situado cerca de la oficina, a quince minutos a pie.
No muy lejos, un hombre de edad madura practicaba tai chi, efectuando una serie de posturas: agarrar la cola de un pájaro, extender las alas de una grulla blanca, separar la crin de un caballo salvaje a ambos lados… El inspector jefe Chen se preguntaba qué habría podido ser de él si hubiera insistido en practicar. Quizá ahora sería como aquel practicante de tai chi, vestido con un traje de artes marciales de seda blanca, con las mangas anchas, botones de seda roja y una expresión serena en el rostro. Chen le conocía. Era contable en una compañía dirigida por el Estado que se hallaba casi en la bancarrota; sin embargo en aquel momento era un maestro que se movía en armonía con el qi del universo.
Chen tomó asiento en el lugar de costumbre, un banco pintado de verde bajo un alto chopo. En el respaldo del banco, en pequeños caracteres, estaba tallado un eslogan que había sido popular durante la Revolución Cultural: Viva la dictadura del proletariado. Habían vuelto a pintar el banco un par de veces, pero el mensaje se transparentaba.
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