Qiu Xiaolong - Visado Para Shanghai

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La nueva novela de Qiu Xiaolong retoma las andanzas protagonizadas por el Inspector Chen en su anterior gran éxito, Muerte de una heroína roja. En esta ocasión, Chen ha de investigar la misteriosa desaparición de la bailarina Wen Liping durante su regreso a China desde Estados Unidos. La vigorosa trama policial propicia la radiografía de un país en plena mutación, sirviéndose de un personaje que está ya en las antologías del género: un amante de la literatura que resuelve intrincados enigmas en tanto recita proverbios de Confucio y moderna poesía china. El estilo de Xiaolong ha hecho ya las delicias de miles de lectores en todo el mundo. A pesar de su juventud se trata de un autor contrastado, cuyo futuro se adivina enormemente brillante.

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– Ah, ¿volvió a verle anoche?

– Sí, una fiesta en el karaoke. Me llevé a Meiling, la secretaria de la oficina de Control de Tráfico.

– ¿Así que llevó a otra chica? -fingió asombro.

– Para demostrarle que me tomo en serio lo del aparcamiento, inspectora Rohn.

– A cambio de información, entiendo. ¿Se enteró de algo nuevo, inspector jefe Chen?

– Sobre Wen no, pero me prometió que lo intentaría -apuró su vino, recordando el Mao Tai mezclado con la sangre de serpiente, y optó por no hablar con detalle de la fiesta en el karaoke-. La fiesta no terminó hasta las dos, con toda la comida exótica que se pueda imaginar, más dos botellas de Mao Tai y un dolor de cabeza espantoso para mí esta mañana.

– Oh, pobre camarada inspector jefe Chen.

Llegó el primer plato. La comida era excelente, el vino suave y su compañera encantadora; la resaca de Chen casi había desaparecido. La luz de la tarde entraba a raudales por la ventana. Al fondo se oía una canción popular rusa titulada «El capullo de baya roja».

Por un momento, pensó que el encargo del día no estaba tan mal. Tomó otro sorbo. Acudieron a su mente fragmentos de versos.

Bajo el ardiente sol dorado,

No podemos recoger el día

Del antiguo jardín

Y ponerlo en un álbum de antaño.

Vivamos el momento

O el tiempo no perdonará…

Se quedó momentáneamente confuso. Estos no eran exactamente sus versos. ¿Aún estaba borracho? Li Bai afirmaba que cuando escribía mejor era cuando estaba embriagado. Chen nunca lo había experimentado.

– ¿En qué piensa? -preguntó ella, trinchando su pescado.

– En unos versos. No míos. No todos.

– Vamos, es usted un poeta célebre. La bibliotecaria de la Biblioteca de Shanghai le conoce. ¿Por qué no me recita alguno de sus poemas?

– Bueno… -se sintió tentado. El Secretario del Partido Li le había dicho que la entretuviera-. El año pasado escribí un poema sobre Daifu, un poeta chino moderno. ¿Recuerda los dos versos que había en mi abanico plegable?

– ¿Sobre fustigar al caballo y a la belleza por igual? -dijo ella con una sonrisa.

– A principios de los años cuarenta, se vio atrapado en el tifón de un tabloide por su divorcio. Se marchó a una isla filipina, donde inició una nueva vida, en el anonimato. Como alguien en su programa de protección de testigos. Cambió de nombre, se dejó crecer la barba, abrió una tienda de arroz y compró una chica nativa «intacta», unos treinta años menor que él, que no hablaba una sola palabra de chino.

– Gauguin hizo algo parecido -dijo ella-. Lo siento, siga, por favor.

– Fue durante la guerra contra Japón. El poeta estuvo involucrado en actividades de la resistencia. Supuestamente le mataron los japoneses. Desde entonces se ha ido creando un mito. Los críticos afirman que lo hizo todo, la chica, la tienda de arroz y su barba, como tapadera de sus actividades contra los japoneses. Mi poema fue una reacción a estas afirmaciones. La primera estrofa habla de los antecedentes. Me la salto. La segunda y tercera estrofas tratan de la vida del poeta como rico comerciante de arroz en compañía de la muchacha nativa.

«Un gigantesco libro mayor se le abría / por la mañana, las cifras / subían y bajaban en un ábaco de caoba / todo el día, hasta que el toque de queda / le encerraba en los brazos desnudos de ella, / en una pacífica bolsa de oscuridad: / el tiempo era un puñado de arroz que se le escurría / entre los dedos. Un grano de betel masticado / pegado en el mostrador. Se marchó / conteniéndose como un globo / abandonado sobre un horizonte centelleante / de colillas de cigarrillo»

«Una medianoche él despertó con las hojas / temblando, de modo inexplicable, junto a la ventana. / Ella se agarró a la mosquitera / mientras dormía. Un pez de colores saltó, / danzando furioso en el suelo. / Sin decir una palabra, la capacidad de una mujer joven / para sentir celos y / la incorregiblemente plural correspondencia / del mundo le iluminó. / Debía de haber sido otro hombre, muerto / mucho tiempo atrás, quien había dicho: / 'Los límites de su poesía / son los límites de su posibilidad'.»

– ¿Eso es todo? -ella le miró por encima de las gafas.

– No, hay otra estrofa, pero no recuerdo los versos. Dice que años más tarde, las críticas llegaron a aquella mujer nativa quien, a sus sesenta años, no podía recordar nada salvo a Daifu cuando le hacía el amor.

– Es demasiado triste -dijo ella, retorciendo en sus delgados dedos el pie de la copa-. Y muy injusto hacia ella.

– ¿Injusto para la crítica feminista?

– No, no sólo eso. Es un poco demasiado cínico. No es que no me guste su poema, me gusta -tras otro sorbito prosiguió-. Déjeme que le haga una pregunta diferente. Cuando escribió el poema, ¿en qué estado de ánimo estaba?

– No lo recuerdo. Hace mucho tiempo de ello.

– De mal humor, supongo. Las cosas iban mal. Los mensajes no calaban. La desilusión dio en el blanco. Y usted se volvió cínico… -añadió-: Lo siento, si me estoy entrometiendo.

– No, no pasa nada -dijo él, sorprendido-. Tiene razón en sentido general. Según nuestro poeta Du Fu, de la dinastía Tang, la gente no escribe bien cuando es feliz. Si estás satisfecho con la vida, simplemente quieres disfrutarla.

– El cinismo antirromántico puede ser un disfraz de la decepción personal del poeta. El poema revela otra cara de usted.

– Bueno… -estaba desconcertado-. Tiene derecho a hacer la lectura que quiera, inspectora Rohn. En su deconstrucción, cada lectura puede ser una lectura equivocada.

Su conversación se vio interrumpida por una llamada telefónica de su ayudante, Qian.

– ¿Dónde está, inspector jefe Chen?

– En el Suburbio de Moscú -dijo Chen-. El Secretario del Partido Li quiere que entretenga a nuestra invitada norteamericana. ¿Qué es lo que tiene que decirme?

– Nada en particular. Hoy estoy en el departamento. El inspector Yu puede llamar en cualquier momento y aún estoy llamando a los hoteles. Si sucede algo llámeme aquí.

– O sea que también trabaja en domingo. Bien hecho, Qian. Adiós.

Sin embargo, se sintió un poco perturbado. Era posible que Qian hubiera pretendido demostrar cuánto trabajaba, en especial después del incidente de Quingpu. Pero ¿por qué quería saber dónde estaba Chen? Quizá no debería haber revelado su paradero.

Llegó Anna para ofrecer postres en un carrito.

– Gracias -dijo Chen-. Déjelo ahí. Elegiremos nosotros mismos.

– Otra cuestión lingüística -dijo Catherine, tras elegir mousse de chocolate. -¿Sí?

– Lu llama a Anna y a otras camareras sus pequeñas hermanas. ¿Por qué?

– Son más jóvenes, pero hay otra razón. Solíamos llamar a los rusos nuestros «hermanos mayores», creyendo que estaban más avanzados y que éramos los únicos en las primeras etapas del comunismo. Ahora Rusia se considera más pobre que China. Las jóvenes rusas vienen aquí, a buscar trabajo en nuestros restaurantes y clubes nocturnos, igual que los chinos van a Estados Unidos. Lu está muy orgulloso de eso.

Ella hundió la cuchara en el mousse.

– Necesito pedirle un favor… como novia norteamericana suya, lo que su amigo imagina que soy.

– Haré lo que pueda por usted, inspectora Rohn -se dio cuenta de que se había operado un sutil cambio en ella. Su tono carecía del matiz del día anterior-. He oído hablar de una calle «de imitaciones» en Shanghai. Me gustaría pedirle que me acompañara.

– ¿Una calle de imitaciones?

– La calle Huating, así se llama. Venden toda clase de marcas falsas. Como Louis Vuitton, Gucci o Rolex.

– La calle Huating… Nunca he estado allí.

– Puedo ir sola, con un plano de Shanghai en la mano. Sólo que los vendedores me pedirán un precio mucho más elevado. No creo que mi chino sea lo bastante bueno para regatear.

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