La fecha coincidía.
La información parecía alentadora. Posiblemente estaba relacionada con el caso del parque, o con el de Wen. O tal vez con los dos.
– Buen trabajo, director general Gu. ¿Cómo se llama el restaurante?
– No lo sé. Vende una clase especial de rollitos de Fuzhou. Yanpi. Está cerca de la Librería de Lenguas Extranjeras -Gu añadió-: Y por favor, llámeme Gu, inspector jefe Chen.
– Gracias, Gu. No hay muchos Acuras plateados en la ciudad. Será fácil comprobarlo a través de la Oficina de Control de Tráfico. Le agradezco de veras la información.
– No tiene importancia. Meiling, su secretaria, me ha llamado esta mañana. Puede que venga a echar un vistazo al Dynasty. Ha dicho que para un club como el nuestro sería esencial tener aparcamiento.
– Me alegro de que piense así.
– También me ha hablado mucho de usted, inspector jefe Chen.
– ¿De veras?
– Todo el mundo sabe que pronto será el director de la Oficina de Control de Tráfico. En realidad, con las relaciones al más alto nivel que tiene usted, ese puesto no significa nada.
Chen frunció el entrecejo aunque comprendía por qué Meiling había dicho esas cosas a Gu. Había funcionado. Y Gu había hecho varias llamadas para obtener información para él. Gu terminó la conversación invitándole con calidez.
– Tiene que venir otra vez, inspector jefe Chen. Ayer estuvo muy poco rato. Tenemos que brindar por nuestra amistad.
– Lo haré -prometió él.
Su madre debió notar algo.
– ¿Todo va bien?
– Todo va bien, madre. Sólo tengo que hacer otra llamada.
Llamó a Meiling y le pidió que examinara el registro de Acuras plateados. Ella le prometió que lo haría de inmediato. Luego habló con él del tema del aparcamiento. Resultaba que era un caso dudoso. Si el terreno no era calificado como zona de aparcamiento para el club, la ciudad podría obtener unos considerables ingresos extra. Tenía que investigar un poco más. Hacia el final de la conversación oyó toser a la madre de Chen e insistió en saludar a «tía Chen».
Cuando acabaron de hablar, una sonrisa de resignación apareció en el rostro de su madre. Empezó a recalentar los platos. El pequeño desván estaba impregnado de un fuerte olor a gas procedente de la cocina de briqueta de carbón; pesaba demasiado para entrarla y sacarla. Cuando él no tenía apartamento propio, era tarea suya llevar la cocina al rellano de la escalera y volver a entrarla por la noche. La escalera era tan estrecha que en la oscuridad los niños siempre chocaban con la cocina. Su madre no quería meterla en su apartamento de un solo dormitorio, aunque él se lo había pedido.
Su padre, con su ancha frente arrugada por las preocupaciones, parecía mirarle con expresión melancólica desde el cuadro enmarcado en negro que colgaba en la pared.
Atacó un platillo de tofu sazonado con aceite de sésamo y cebollas verdes y se terminó un cuenco de arroz acuoso con aire distraído.
Para su desaliento, el teléfono móvil empezó a sonar de nuevo cuando se disponía a marcharse. Cuando lo encendió, oyó una señal de fax. La señal se repitió. Apagó el teléfono con frustración.
– Sé que te van bien las cosas, hijo, con tu teléfono móvil, coche del departamento, secretaria y un director general que te llama a la hora del almuerzo -dijo su madre bajando con él la escalera para acompañarle hasta la puerta-. Ahora formas parte del sistema, entiendo yo.
– No, no me considero parte de él. Pero es necesario que la gente trabaje dentro del sistema.
– Entonces, haz algo bueno -dijo ella-. Como dicen los escritos budistas: «Algo tan pequeño como el pico de un ave está predestinado y tiene consecuencias».
– Lo tendré en cuenta, madre -dijo él.
Pensó que comprendía por qué su madre no había parado de hablar de hacer cosas buenas siguiendo el espíritu budista. Preocupada por su prolongada soltería, había quemado incienso a Guanyin cada día, rogando por que el justo castigo por cualquier acción mala cometida por la familia recayera en ella.
– ¡Oh, tía Chen! -Pequeño Zhou bajó del coche de un salto con medio bollo hervido en la mano-. Siempre que necesite utilizar un coche, llámeme; soy el hombre del inspector jefe Chen.
Su madre meneó la cabeza levemente cuando el coche se alejó, reparando en las expresiones de envidia de los vecinos.
– Pequeño Zhou puso un CD de La Internacional en versión roquera. Aquellas heroicas palabras no lograron levantarle el ánimo. Le dijo a Pequeño Zhou que aparcara en la esquina de las calles Fuzhou y Shandong.
– Quiero entrar a mirar en una librería. No me espere. Regresaré a pie.
Allí había varias librerías, tanto estatales como privadas. Se sintió tentado a entrar en la que había comprado el libro de su padre. Había olvidado los argumentos del libro, excepto la fábula sobre cómo una cabra mimada de palacio había contribuido al derrocamiento de la dinastía Jing. También recordaba el vistoso cartel de la muchacha en biquini que le había ofrecido y que él no había aceptado. En verdad era un hijo poco filial; se había alejado mucho de las expectativas de su padre.
En lugar de entrar en la librería se dirigió al bar donde vendían rollitos al otro lado de la calle. Igual que aquella librería privada, el pequeño bar era una residencia reconvertida. Un sencillo cartel anunciaba en letras en negrita: sopa de rollitos yanpi. En la parte delantera, un hombre de edad madura echaba los rollitos en un gran wok. Sólo había tres mesas en el bar. Ante una cortina de tela que había al fondo, una joven estaba amasando la masa de color crema, mezclando en ella el vino de arroz y la carne de anguila picada.
En la pared había un cartel rojo en el que se explicaba el origen del Yanpi, el rollito hecho con harina de trigo, huevos y pescado. Chen pidió un tazón: la sopa tenía un sabor delicioso aunque también un singular olor a pescado. Se hizo aceptable después de añadirle vinagre y cebolla verde picada. Se preguntó qué opinarían de ella los otros clientes que no eran de Fujian. Cuando terminó, de pronto se dio cuenta de otra cosa.
El restaurante se hallaba cerca de la residencia de Wen Lihua, el hogar en el que había crecido Wen, la mujer desaparecida. Se encontraba a menos de cinco minutos a pie.
Abordó al propietario, que estaba ocupado sacando rollitos del wok.
– ¿Recuerda a alguien que vino a su establecimiento hace unos días en un coche lujoso?
– Este es el único lugar donde se vende el auténtico Yanpi en toda la ciudad. No es infrecuente que venga gente en coche desde la otra punta de Shanghai para tomar un tazón de Yanpi. Lo siento, pero no recuerdo a ningún cliente debido a ese coche.
Chen le entregó entonces una tarjeta junto con una fotografía de la víctima hallada en el parque.
– ¿Recuerda a este hombre?
El propietario negó con la cabeza con perplejidad. La joven se acercó, echó un vistazo a la fotografía y dijo que recordaba haber visto a un cliente con una larga cicatriz en el rostro, pero no estaba segura de si era el mismo hombre.
Chen le dio las gracias. Decidió regresar a pie al departamento. A veces pensaba con más claridad mientras caminaba, pero aquella tarde no. Al contrario, cuando llegó al departamento se sentía más confuso que nunca.
En su despacho sólo tenía un mensaje; era de la agencia de empleo estatal y le daban los nombres y números de varias agencias de empleo privadas. Después de pasar una hora llamando por teléfono sin parar, llegó a la conclusión de que la información del sector privado era prácticamente la misma. No había ni que pensar en que una mujer embarazada, de edad madura como Wen, encontrara empleo en Shanghai.
La metáfora de Gu acudió a su cabeza como un zumbido, mientras los papeles se amontonaban en su escritorio, el teléfono sonaba sin cesar y la presión a que estaba sometido aumentaba. Se puso en pie para practicar tai chi en su cubículo. El esfuerzo no le alivió la tensión; en realidad, le recordó de modo inconsciente el caso no resuelto del parque. Quizá debería haber practicado tai chi todos aquellos años, como el anciano ex contable, que al menos disfrutaba de paz interior, moviéndose en armonía con el qi del mundo.
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