Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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El abad Andrew asintió.

– Estas runas son la causa de nuestra inquietud; porque especifican exactamente el lugar y el momento en que la Hermandad de las Runas desencadenará las fuerzas de la espada real.

– En el momento del eclipse de luna en el círculo de piedras.

– Así es. Pero hasta ahora les falta lo más importante.

– La espada de Robert Bruce.

– Exactamente, sir Walter. Sabemos que la hermandad la está buscando. Y naturalmente ellos saben que también nosotros la buscamos. La incursión en la biblioteca respondía a este objetivo, y ese fue el motivo de que los sectarios incendiaran el edificio.

– Para eliminar indicios.

– Exacto.

– Por eso tuvo que morir el pobre Jonathan, a causa de una antigua superstición. Y no faltó mucho para que también perdiera a mi sobrino.

– No creo que al principio los sectarios tuvieran la intención de implicarles a usted y a su familia en este asunto, sir Walter. Pero debido a sus persistentes intentos de llegar al fondo del caso y descubrir la verdad, usted mismo se ha colocado en esta situación.

– ¿De modo que soy culpable de todo lo que ha ocurrido? ¿Es eso lo que quiere decirme?

– En estos casos nadie es culpable, sir Walter. Sencillamente suceden, y todo lo que podemos hacer al respecto es ocupar el lugar que nos ha asignado la historia en ellas.

Sir Walter asintió, pensativo.

– Si sabía todo esto, abad Andrew, si en todo momento ha estado informado de la identidad de estos criminales, ¿por qué no me contó lo que ocurría? ¿Por qué me ha dejado dar palos de ciego en la oscuridad?

– Para protegerle, sir Walter. Cuanto menos supiera, mejor sería para usted. Al principio esperé que en algún momento se desanimara y abandonara el asunto, pero infravaloré su determinación. Desde entonces mis hermanos y yo les hemos apoyado tanto como hemos podido.

– ¿Usted? ¿Que me ha apoyado?

– Desde luego. ¿De dónde cree que procedía la llave de la cámara prohibida de la biblioteca?

– Bien, Quentin supuso que los sectarios nos la habían hecho llegar.

– Su sobrino se equivocó, sir Walter. No eran los conspiradores sino mi orden la que se encontraba en posesión de la llave. Nosotros fuimos los que se la enviamos. Y la visita que nos hizo su sobrino en Kelso… ¿Cree que no habíamos adivinado que aquel día tenía el encargo de espiar en nuestra biblioteca? Habría sido fácil para nosotros echarlo, si hubiéramos querido. ¿Y recuerda la noche en que cayó en manos de los sin nombre, señor Quentin? Fueron mis hermanos los que le salvaron la vida.

– ¿Fueron ellos? -preguntó Quentin sorprendido-. Entonces ¿también debieron de ser ellos los que se enzarzaron en una pelea con los encapuchados cerca de la biblioteca?

El abad asintió.

– Aquella noche los adeptos de la Hermandad de las Runas intentaron penetrar en la biblioteca para investigar el paradero de la espada. Logramos expulsarlos, pero esta situación no puede durar. Solo venceremos definitivamente a los sectarios cuando consigamos hacernos con la espada de Bruce y liberarla del hechizo que pesa sobre ella.

– Hechizos, magia negra, conjuras siniestras; no creo en este tipo de cosas -insistió sir Walter-. Y como hombre de Iglesia tampoco usted debería hacerlo, apreciado abad.

– Estas cosas, sir Walter -replicó el abad con dureza-, son más antiguas que la orden a la que sirvo. Son incluso más antiguas que la Iglesia. Más antiguas de lo que alcanza el recuerdo de la historia. La maldición que pesa sobre la espada de la runa es una reliquia de los inicios, de un tiempo que se sitúa antes de la historia. Algo que ha permanecido hasta nuestros días, aunque su época hace tiempo que llegó a su fin. Los que aspiran a poseerla quieren utilizarla para sembrar el caos y la destrucción. Ansían derribar el orden existente y hacer que vuelvan los dioses antiguos, los horrores de los tiempos primitivos. Reinarán la guerra y la barbarie si no los detenemos.

– Grandes palabras -admitió sir Walter-. Tal vez debería probar alguna vez como novelista, estimado abad. Pero dígame una cosa: ¿cómo un puñado de sectarios puede ejecutar, con una reliquia con siglos de antigüedad, estos espantosos hechos?

– Usted ya conoce la respuesta -dijo solo el abad.

Sir Walter iba a replicar algo, cuando de pronto palideció.

– El rey -susurró.

– La hermandad está informada de su prevista visita a Edimburgo -confirmó el abad-. Dentro de pocos días se reunirá para conferir a la espada poderes mortíferos y aniquiladores en una ceremonia pagana, como ya ocurrió en otro tiempo. Con sangre inocente se renovará el hechizo que pesa sobre ella. Luego querrán dirigir la espada contra el corazón del hombre al que consideran la encarnación del nuevo espíritu, el representante del nuevo orden.

– El rey Jorge -susurró sir Walter-. De eso se trata, entonces. Estos hombres planean un atentado contra el rey.

– Ya sabe qué sucedería si el rey, en su primera visita oficial a Edimburgo, cayera víctima de un atentado.

– Desde luego. Las tropas entrarían en Escocia, como la última vez bajo Cumberland. La consecuencia sería una guerra civil más terrible que cualquiera de las anteriores. Ingleses y escoceses lucharían los unos contra los otros y correría de nuevo la sangre, el antiguo odio volvería a surgir… He consagrado mi vida a la reconciliación entre ingleses y escoceses, a la convivencia entre nuestras culturas. Todo esto quedaría destruido de golpe por un acto sangriento como ese.

– Incluso aunque no crea en todo lo que le he contado sobre la espada y la Hermandad de las Runas, sir Walter, ¿no piensa que es su deber, como patriota y como ciudadano del Imperio británico, hacer todo lo humanamente posible para evitar una catástrofe como esa?

– Efectivamente -dijo sir Walter sin parpadear.

Quentin se colocó a su lado. A pesar de sus reparos, estaba firmemente decidido a apoyar a su tío en la lucha contra los sectarios; con la diferencia de que él concedía todo el crédito al abad Andrew.

Con cada palabra que había pronunciado el abad, Quentin había palidecido un poco más. Los oscuros secretos que se tejían en torno a la espada de la runa le habían alarmado, pero no lo dejó ver; por un lado, porque su sentido del honor no le permitía dejar en la estacada a su tío en esta hora decisiva, pero por otro, también, porque Quentin había oído que el joven miembro de un clan escocés que había traicionado a Robert Bruce llevaba el nombre de Ruthven. ¿Y no tenía que unirse en matrimonio Mary de Egton precisamente con un descendiente de esa familia? Aquello inquietaba a Quentin, aunque no supiera decir muy bien por qué. Tal vez fuera porque en secreto esperaba encontrar una mancha en la estirpe de los Ruthven para consolarse un poco y aliviar sus celos…

Sir Walter no parecía haberse percatado de la coincidencia, y Quentin se guardó su descubrimiento para sí. Su tío tenía ahora cosas más importantes en que pensar, y había demasiado en juego para que pudieran perder el tiempo con sus infantiles suposiciones.

– Sabía que podía contar con su ayuda, sir Walter -dijo el abad Andrew, y un atisbo de esperanza iluminó su rostro enjuto-. Aunque lo cierto es que no nos queda mucho tiempo. Nuestro único consuelo es que tampoco la parte contraria parece saber dónde se encuentra la espada. Dan palos de ciego, como nosotros.

– ¿Sabe quiénes son esos individuos?

– No. La mayoría de los miembros de la Hermandad de las Runas ni siquiera se conocen entre sí. Durante sus asambleas llevan máscaras que no les permiten identificarse los unos a los otros. Solo su jefe los conoce a todos. Así era también en los tiempos antiguos.

– Esa era, pues, la razón de que nos pisaran los talones continuamente -resopló sir Walter-. Aunque siempre se han mantenido un paso por detrás de nosotros.

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