– Es usted muy amable, doctor, y, por favor, llámeme por mi nombre de pila: Sarah.
– Friedrich -replicó él.
Hingis hizo una leve reverencia, sonrió y se marchó. Sarah se dispuso a cerrar la puerta para volver a quedarse a solas con sus pensamientos. Pero no pudo, porque Maurice du Gard se plantó de repente en la entrada del camarote.
– Chérie , ¿puedo hablar contigo un momento?
– Naturalmente -replicó suspirando, y lo dejó entrar.
A diferencia de lo que solía corresponder a su desparpajo, Du Gard no se sentó, sino que se quedó de pie. Su semblante revelaba que algo le oprimía el corazón.
– Me evitas -constató a bocajarro.
– ¿Cómo dices?
– Sabes a qué me refiero. No te veo en la sala de control ni en el comedor. El capitán Hulot me ha dicho eme te traen la comida al camarote.
– Es verdad.
– Pourquoi ? ¿Para no encontrarte conmigo? Sarah sonrió cansada.
– Maurice, sigues convencido de que todo gira a tu alrededor. No te evito solo a ti, también lo hago con las demás personas que hay a bordo.
– Pourquoi ? -volvió a preguntar.
– Ya lo sabes. Porque necesito tiempo y tranquilidad.
– ¿Para olvidar?
– Para asimilar -corrigió Sarah-. Ocurrieron muchas cosas en Alejandría…
– Te haces reproches, ¿verdad? Te culpas de la muerte de tu padre.
– Bueno, yo…
– No tienes que hacerlo -le aseguró rápidamente-. Lo pasado pasado está, Sarah. No mires atrás, solo conseguirás destruirte.
– ¿Y por eso tengo que seguir como hasta ahora? -preguntó-. ¿Simplemente olvidar lo que ha ocurrido?
– Es lo que querría tu padre.
– Por favor, Maurice. -Sarah meneó la cabeza-. No quiero hablar de ello. Quizá algún día, pero no ahora. Perdona si te he estado evitando, pero no sabía qué pensar ni qué sentir. ¿Puedes entenderlo?
– Oui.
– Me siento sola -replicó, y luchó contra las lágrimas que querían volver a asomar a sus ojos-. Y siento frío. Un frío infinito…
Du Gard se le acercó y la estrechó entre sus brazos para consolarla, pero no lo hizo como un amante ni como un amigo. Sarah notó que Du Gard se tensaba al tocarla y se apartó de él.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Sarah, chérie … -dijo mirando avergonzado al suelo-. Tengo que decirte algo. Algo que sin duda te herirá, pero quiero que sepas la verdad.
– ¿La verdad? ¿Sobre qué?
– Seguramente ya lo has notado, pero por si no lo has hecho, quería asegurarme de que sepas que…
– Maurice, ¿qué verdad? -insistió Sarah enérgicamente.
– La verdad sobre nosotros -declaró-. En nuestra primera noche en Orleans…
– ¿Sí?
– … te engañé -continuó con voz oprimida.
– ¿En qué sentido?
– Te hipnoticé -confesó en voz baja.
– ¿Que hiciste qué?
– Te hipnoticé -repitió-. Utilicé mis habilidades para que te sometieras a mi voluntad, para obtener… -Levantó la vista y paseó una mirada de deseo por el cuerpo esbelto de la joven antes de añadir-: lo que ansiaba desde la primera vez que te vi.
– ¿Quieres decir que…? -Sarah notó que se le hacía un nudo en la garganta-. ¿Me estás dando a entender que solo me has utilizado?
Du Gard asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.
– ¿Que todo lo que ha habido entre nosotros era una mentira? -siguió preguntando incrédula-. ¿Una farsa como las de tu maldito teatro de variedades?
– Chérie. -En su rostro, aún un poco lesionado, se dibujó una sonrisa fugaz que probablemente pretendía desarmarla, pero que solo pareció desvergonzada-. Te dije que no te enamoraras de mí, n'est-ce pas?
– Sí -aceptó Sarah.
– Por lo que respecta a mis intenciones, siempre he jugado con las cartas encima de la mesa. No te he prometido nada y nunca he ocultado que pienso apurar las noches tanto como los días. Yo soy así, Sarah. Así es mi vida.
– Eso también es verdad.
Sarah asintió mientras, por segunda vez en muy poco tiempo, tenía la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies. Nunca antes se había sentido tan abandonada, tan decepcionada ni tan humillada, y a la pena por la pérdida de su padre se sumó el dolor de un corazón roto.
– Alors, yo…
– Vete -dijo Sarah escuetamente.
Du Gard dudó un momento, luego asintió prudente y dio media vuelta para irse.
– Au revoir -murmuró, abrió la puerta y se dispuso a salir. Pero, estando aún en el umbral, pareció reflexionar, porque se volvió con una expresión de claro pesar en el rostro.
– Chérie , yo…
– No vuelvas a llamarme así jamás -le advirtió con voz temblorosa por la decepción y una ira apenas contenida-. Y ahora vete, ¡y no vuelvas nunca más!
Du Gard la miró consternado y se despidió de ella con una mirada ininteligible. Luego salió del camarote.
Sarah lo vio marchar sin sospechar que sus caminos pronto volverían a cruzarse.
Montmartre, París
Tres semanas después
Maurice du Gard estaba desnudo, sentado en el borde de la cama y ocultando el rostro entre las manos. Apenas percibía el ruido que entraba por la ventana abierta y que hablaba del ajetreo nocturno que reinaba en las calles. A su lado, sobre las sábanas revueltas, se desperezaba una joven cuya larga melena pelirroja ondeaba en grandes mechones sobre la almohada. También estaba desnuda y no parecía avergonzarse lo más mínimo.
– ¿Otra vez? -preguntó.
– No. -Du Gard meneó la cabeza.
– ¿Quieres que me quede?
– No. Has hecho tu trabajo y ya tienes tu dinero. Ahora, lárgate.
– Como quieras. -Se levantó de la cama y se vistió con las ropas que estaban esparcidas por el suelo-. Pero un caballero elegante no le habla así a una dama, ¡que lo sepas!
– Yo no soy un caballero elegante -replicó con la voz ronca por el alcohol- y tú seguro que no eres una dama, o sea, que ahórrame las hipocresías y vete de una vez.
– Como quieras -repitió la joven.
Du Gard oyó que se alejaba con pasos cortos sobre sus tacones y que cerraba la puerta al salir. Entonces se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre.
Suspiró y se pasó las manos por el pelo largo, que ya empezaba a clarearle en la frente. Cuántas noches como aquella había pasado últimamente, buscando distracción…
En vano.
Había visto demasiadas cosas que lo inquietaban y que ni la absenta ni los encantos de una prostituta podían hacerle olvidar. Las imágenes de las visiones que había tenido, primero en la lejana isla de Fifia y después en la tumba de Alejandro Magno, le habían proporcionado profundos conocimientos.
Conocimientos que él nunca había pedido y que, aun así, le habían sido concedidos. Conocimientos de un futuro que era magnífico e inquietante a la vez y en el que Sarah Kincaid tenía el papel protagonista. Du Gard había descubierto conexiones turbadoras, conocía el destino de Sarah y tenía muy claro que ese saber era peligroso. Le habría encantando desprenderse de él, quitárselo como un sombrero que se compra y luego resulta incómodo de llevar. Pero su madre le había enseñado que el camino del conocimiento conducía solo en una dirección.
Su madre…
Una sonrisa melancólica se deslizó por el semblante de Du Gard mientras se levantaba, se acercaba al tocador y cogía una botella llena de un líquido con visos verdes. No se tomó la molestia de escanciar la absenta en un vaso, sino que bebió a morro con la esperanza de que el hada verde le ofreciera un poco de consuelo. Lo que vio en el espejo le repugnó: un hombre joven que parecía un anciano y que intentaba ahogar sus miedos en alcohol.
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