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Michael Peinkofer: La llama de Alejandría

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Michael Peinkofer La llama de Alejandría

La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Preocupada, buscó a Du Gard y a Hingis con la mirada. Descubrió al suizo acurrucado al pie de una columna, con el semblante pálido como un cadáver y la camisa manchada de vómito. Escondía el muñón bajo la axila del otro brazo y miraba fijamente al vacío.

Du Gard se estaba recuperando del golpe fulminante que lo había derribado. Tenía una herida en la frente. Laydon se acercó a él arrastrando la pierna para hacerle una cura provisional.

– O sea, que así acaba la expedición -constató Sarah desalentada.

Ignorando como podía el ardiente dolor de la herida, cruzó la sala y se acercó a uno de los nichos. Observada a distancia, la piel de los infolios parecía intacta, pero de cerca podía verse que Caronte tenía razón. La humedad de las profundidades había tenido efectos devastadores.

Sarah alargó la mano con decisión hacia uno de los pequeños volúmenes y quiso sacarlo del estante. La piel porosa cedió y se partió en dos; lo que salió de entre las cubiertas del libro no era más que una masa gris maloliente.

– No -musitó Sarah, y agarró la pasta viscosa como si pudiera conservar algo de ella, pero los restos del tesoro científico, antes tan orgulloso, se le escurrieron entre los dedos. Asqueada se acercó a los códices que se apilaban al otro lado del nicho, pero estos también se encontraban en avanzado estado de descomposición.

Las cubiertas de madera hacía tiempo que se habían podrido, igual que el papiro del interior. Los volúmenes confeccionados con pergamino habían resistido la humedad durante más tiempo, aunque no la tinta con la que habían sido escritos.

La evidencia era deprimente.

Aquello era el Museion , la legendaria Biblioteca de Alejandría que, en contra de las crónicas históricas, había perdurado al incendio de la ciudad y se había conservado hasta el presente a pesar de todas las guerras y catástrofes naturales. Lo que daba valor a una biblioteca y la llenaba de vida, los conocimientos por escrito de generaciones pasadas, hacía mucho que se había malogrado, devorado por las fauces del tiempo, que no habían dejado de roerlo.

Los últimos que habían sabido de la existencia de la biblioteca habían sido los grandes maestres de Malta; al perder su poder, aquella había caído en el olvido y la destrucción había seguido su curso. Los herederos habían protegido el secreto, pero sin conocer su esencia: piezas de un mosaico que no podían sospechar el significado de la totalidad.

Así pues, aquella era la verdad que se escondía en Alejandría.

La realidad del mito.

Sarah se desplomó aturdida y se apartó de la cara los cabellos sucios de arena y de sangre. Por esto, se dijo, ha sacrificado mi padre la vida, por unos puñados de basura que parecen una burla de todo aquello por lo que él luchó.

Gardiner Kincaid no solo no se contaba entre los vivos, sino que también había muerto absurdamente por algo que hacía mucho que había perdido su valor…

Ocultando el rostro entre sus manos sucias, Sarah se acurrucó en el suelo; no sabía si reír o llorar. Todos sus esfuerzos habían sido inútiles; no había conseguido salvar a su padre ni había logrado concluir con éxito la misión que él había iniciado. Aunque había encontrado lo que Kincaid había estado buscando toda la vida, el resultado era desalentador.

A Gardiner Kincaid no se le había concedido la oportunidad de ver la Biblioteca de Alejandría con sus propios ojos, y Sarah casi lo envidiaba por ello.

Un estruendo sordo la hizo regresar al presente. Le cayó algo encima y comprobó que era mortero que se había desprendido del techo alto.

– Deberíamos irnos -le indicó Mortimer Laydon nervioso-. Si la bóveda cede…

Sarah se encogió de hombros, indiferente.

Le daba igual si la sala se derrumbaba en aquel momento y lo sepultaba todo. Ella había perdido casi todo lo que le importaba…

Varios proyectiles impactaron seguidos y se desató un verdadero crescendo de detonaciones, que llegaba hasta las profundidades. El suelo se estremeció y las grietas se agrandaron aún más, el mortero del techo se desprendió y cayó al suelo, donde se rompió en mil pedazos. El polvo llenaba el aire, que vibraba con el retumbar de los impactos.

– ¡La bóveda! ¡Se hunde! -gritó Hingis aterrado.

Se protegieron la cabeza con los brazos, aunque de poco habría servido en caso de existir verdadero peligro. Sin embargo, el bombardeo cesó al cabo de un momento y pensaron que podían volver a respirar tranquilos. Pero entonces oyeron un rumor lejano que cada vez se hacía más intenso…

– ¿Qué es eso? -preguntó Mortimer Laydon.

El médico buscó con la mirada a su alrededor. Sin embargo, no consiguió descubrir la fuente del ruido, que iba en aumento y se estaba convirtiendo en un fragor inquietante. El suelo comenzó a temblar a sus pies, y por la entrada, que quedaba al otro lado de la sala, les llegó un aire húmedo que olía a sal y a algas.

– Agua -gimió Sarah, que acababa de darse cuenta de la causa del rumor, y un instante después un aluvión de agua marrón grisácea se abalanzó por la puerta.

Hingis, que seguía acurrucado en el suelo, aturdido, se levantó espantado de un salto. Arrastrando la arena que se había acumulado a lo largo de siglos, la ola alcanzó en pocos segundos el fondo de la sala. Una parte de la marea se vertió por la salida y desapareció, otra batió en las paredes y anegó el suelo.

Durante un breve instante esperanzador, dio la impresión de que eso era todo. Pero luego se oyó de nuevo un rumor inquietante y en la biblioteca rompió una nueva ola que no parecía tener fin.

– Maldita sea -exclamó Mortimer Laydon, al que, debido a su herida, le costaba horrores mantenerse en pie en medio de aquella corriente-. Las bombas habrán alcanzado una cisterna…

– No -lo contradijo Sarah-, es agua de mar. Estamos cerca de la orilla.

– ¿Cerca de la orilla? Pero ¿cómo es posible?

Irrumpió un nuevo aluvión, con tanta fuerza que desgarró parte de los pilares que flanqueaban la entrada. La abertura se ensanchó y aún entró más líquido marrón en la sala, que pronto quedó anegada bajo dos pies de agua.

– ¡Fuera de aquí, tenemos que irnos! -gritó Du Gard, que se había apresurado a ayudar a Laydon a sostenerse en pie.

– Regresemos a la galería -gritó Sarah, y se dispuso a ir hacia allí, pero el grito de Du Gard la detuvo.

– No -se opuso el francés-, ¡eso sería una locura! En esa dirección no hay escapatoria, eso lo sabemos, y a ninguno de nosotros le quedan fuerzas para retroceder todo el camino…

– Pero yo tengo que volver -insistió Sarah-. Mi padre está allí…

– Tu padre está muerto -gritó Du Gard-, ¡pero nosotros estamos vivos! No lo ayudas en nada tirando tu vida por la borda. El habría querido que vivieras. Que viviéramos…

– ¿Y qué? -gruñó Sarah.

Había fracasado estrepitosamente en su pretensión de salvar a su padre, ¿tenía también que dejar allí sus restos mortales? ¿Tenía que negarle lo último que podía hacer por él, llevarlo a casa y darle sepultura en tierra de su patria?

Le daba la impresión de que con ello moriría por segunda vez y ella cargaría con las culpas. La embargó la desesperación, y estaba a punto de espetarle una negativa obstinada a Du Gard cuando recordó lo que su padre le había dicho: «Tienes dotes de mando, la gente confía en ti…».

Y, de repente, Sarah volvió a sentirse responsable.

Aunque a ella no le importara que el techo se le derrumbara encima, aunque su vida ya no tuviera sentido, había cosas de las que valía la pena responsabilizarse. Hingis, Du Gard y el doctor Laydon la habían acompañado en la búsqueda hasta el final, y estaba en deuda con ellos. Tenía que reprimir el dolor y procurar que sus compañeros regresaran sanos y salvos a la superficie. Esa era, pensó recordando a su padre, la verdadera misión que tenía que cumplir…

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