Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Sé que nunca tendré respuesta a esas preguntas y también he comprendido que he sido una necia egoísta. Mi padre dedicó su último aliento a pedirme perdón, pero tendría que haber sido al revés. Me arrepiento de todos los reproches que le hice y deseo reencontrarme algún día con él para poder decirle lo que siento. Pero es evidente que eso no ocurrirá.

He cometido errores y este es mi castigo.

Han ganado los del otro bando, sean quienes sean. ¿Trabajaba realmente Caronte para individuos que anhelan destruir los conocimientos del pasado? ¿O era un solitario que dio con el rastro de un antiguo secreto por casualidad y quedó atrapado en él? Me inclino por lo último, sobre todo porque el tío Mortimer cree que el cíclope era un monstruo, un capricho de la naturaleza como los que dejan boquiabierto al público en las ferias, y que de ningún modo existe una progenie de carontes. Probablemente nunca daremos con una explicación definitiva puesto que el asesino está muerto, y no voy a ocultar que eso me hace sentir una enorme satisfacción…

Mediterráneo sur oriental

14 de julio de 1882

Sarah dejó la pluma y, mientras pensaba qué más debería añadir, llamaron a su camarote.

– ¿Sí?

– Hingis -fue la respuesta.

Sarah cerró el diario y lo guardó en la taquilla. Luego se acercó a la puerta y abrió.

Friedrich Hingis ofrecía un aspecto lastimoso. Llevaba en cabestrillo el brazo amputado, su semblante apenas había recuperado el color desde que habían partido y las gafas se le habían roto en el transcurso de los acontecimientos. Había encontrado opio en la farmacia de la nave y el doctor Laydon se lo había suministrado, con lo que al menos ya no sufría dolores. Sin embargo, el hecho de que hubiera perdido una mano era irreparable y lo acompañaría el resto de su vida.

– Du Gard me ha dicho que quería hablar conmigo.

– En efecto -asintió Sarah-. Quería darle las gracias, doctor, por todo lo que hizo por mi padre, por la expedición y, sobre todo, por mí.

Hingis rió quedamente, pero en su risa no hubo ningún deje de ironía o burla.

– Para serle sincero, no creía que las cosas llegarían a ese extremo. Siempre pensé que las personas que se arriesgaban por los demás y sufrían daños por ello eran unos idiotas.

– Probablemente lo son -reconoció Sarah con una sonrisa apagada-. Con más motivo le agradezco que me salvara la vida… Estoy en deuda con usted. Cualquier cosa que desee, y esté en mi mano dársela, le pertenece.

– ¿Está segura? -preguntó con interés.

– Totalmente.

– Hace unos días -contestó el suizo con serenidad-, seguramente le habría detallado una lista entera de cosas. Dinero, privilegios, libros de la biblioteca de su padre. En toda mi vida nunca he hecho un favor sin exigir una recompensa a cambio.

– ¿Y ahora? -preguntó Sarah.

– No quiero nada.

– ¿No? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Por qué?

– Porque, lady Kincaid, por muy duro que sea perder una mano, no es nada comparado con lo que usted ha sufrido. Aún no he tenido ocasión de expresarle mis condolencias por la muerte de su padre, y lo hago ahora con todo el respeto. Siempre consideré a Gardiner Kincaid un competidor, un enemigo al que creía que debía combatir. Fue un error, ahora lo sé. Su padre era un hombre de honor, lady Kincaid, y me salvó la vida, igual que yo salvé la suya. Por lo tanto, no me debe nada.

– Yo… se lo agradezco.

– Allí abajo, en las profundidades, perdí algo, eso es cierto, pero también recuperé algo que creía perdido desde hace mucho tiempo: autoestima y orgullo. ¿Sabe qué papel desempeñé en el descubrimiento de Troya de Schliemann?

– ¿Cuál?-inquirió Sarah.

– Ninguno. Estábamos en contacto y me mantenía al corriente de los progresos de la excavación; pero en el momento decisivo yo no estaba allí.

– Pero yo creía que usted era su ayudante…

– Un favor que el bueno de Heinrich me debía -explicó Hingis abochornado-. No me enorgulleció, pero a partir de aquel día se me abrieron puertas que, de lo contrario, habrían permanecido cerradas para mí. De la noche a la mañana me convertí en un miembro respetado de la comunidad científica y se me permitió entrar en los círculos más encumbrados. Quizá esa fue la razón por la que la traté con tanta hostilidad en La Sorbona…

– Bueno -conjeturó Sarah-, también podría deberse principalmente al hecho de que soy mujer…

– En absoluto. -Elingis meneó la cabeza-. La aborrecía porque me recordaba lo que yo había sido: alguien que no tenía nada de lo que hacer gala, pero quería que lo respetaran y lo escucharan…

– Comprendo -dijo Sarah.

– Con la diferencia de que usted posee algo que yo seguramente nunca he tenido -prosiguió Hingis-: aquella mezcla de sagacidad y espíritu intrépido que es imprescindible en nuestra ciencia. Pero pienso acabar con esa lamentable circunstancia.

– ¿Qué circunstancia?

– En el futuro, usted, también será un miembro respetado de la comunidad científica, lady Kincaid. A mi regreso a París, solicitaré que la nombren miembro de honor del Círculo de Investigaciones Arqueológicas. Algunos profesores del gremio me deben favores y estoy seguro de que…

– No, gracias -dijo Sarah con determinación.

– ¿Perdón?

– Aprecio sus esfuerzos, doctor, y le honra querer ayudarme, sobre todo cuando usted ha hecho por mí más de lo que jamás podré compensarle. Pero ya no me interesa participar en simposios ni ser reconocida por supuestos expertos que lo único que hacen es sentarse ante sus escritorios y cubrirse lentamente de polvo.

– Pero…

– Regresaré a Yorkshire -anunció-. En cuanto informe al gobierno y me ocupe de que a mi padre se le dispense un funeral con todos los honores, aunque sea en ausencia de sus restos mortales, me retiraré a Kincaid Manor. Después de lo sucedido, tengo que aclarar muchas cosas y espero encontrar la tranquilidad para ello en la soledad de Yorkshire.

– La… la comprendo -dijo Hingis titubeando-, aunque lo lamento profundamente. Habría sido un placer introducirla en La Sorbona; los dos tendríamos muchas cosas que explicar allí.

– Lo dudo. -Sarah frunció los labios-. No olvide, doctor, que volvemos con las manos vacías. De la expedición no conservamos más que nuestros recuerdos, ¿y cuánto cree que tardarían en acusarnos de mentir y de falsear los hechos? Aparecerían doctorandos ambiciosos que nos desafiarían a un debate científico y, puesto que no tenemos pruebas, desterrarían nuestras crónicas al reino de las leyendas y nos pondrían en evidencia públicamente.

– Lo sé; al fin y al cabo, yo fui uno de esos doctorandos ambiciosos. -Hingis esbozó una sonrisa-. Pero al menos podríamos intentarlo, ¿no?

– No. Informaré al gobierno británico solo porque se lo debo a mi padre. Después no volveré a malgastar una palabra explicando lo que ha ocurrido en Alejandría.

– ¿Hay alguna posibilidad de hacerla cambiar de opinión? No ahora, pero quizá dentro de una semana. O de un mes. O…

Se interrumpió al ver que Sarah meneaba la cabeza, dándole a entender que había abandonado el sueño de emular a su padre y ser arqueóloga. ¿Se debía al dolor que sentía por la terrible pérdida que soportaba? ¿O detrás se escondían otras razones? ¿Acaso los sucesos de Alejandría habían tocado algo que Sarah Kincaid habría preferido sepultar en lo más hondo de su alma?

Friedrich Hingis no lo sabía y el brillo húmedo que vio en los ojos de la joven le reveló que habría sido una falta de tacto preguntárselo.

– Respeto su decisión, lady Kincaid -aseguró entonces-, pero desearía que hubiera tomado otra.

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