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Michael Peinkofer: La llama de Alejandría

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Michael Peinkofer La llama de Alejandría

La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Miró ansiosa a su alrededor, buscando un camino de huida que prometiera salvarlos de aquella marca que no dejaba de crecer, y la encontró. En la balaustrada que bordeaba la sala había un pequeño paso. Ni Sarah ni los demás sabían adonde conducía, pero de momento les serviría para escapar del agua…

– ¡Allá arriba, vamos! -gritó.

El agua ya les llegaba a las caderas. Tambaleándose y bogando con los brazos, pugnaron por alcanzar la escalera, lo cual no resultó nada fácil puesto que la corriente los arrastraba. Para aliviar a Laydon, Sarah le cogió la antorcha, que era la única fuente de luz que les quedaba. Si se apagaba, estarían perdidos…

Hingis fue el primero en ganar la escalera. Apretando los dientes, se arrastró por los peldaños hasta pisar suelo seco y alargó el brazo ileso para ayudar a Sarah. Juntos remolcaron a Mortimer Laydon escalones arriba, y Du Gard fue el último en salir del agua encrespada que seguía subiendo.

La única explicación que se le ocurría a Sarah era que las bombas hubieran destruido una esclusa que daba a mar abierto y por eso el agua seguía entrando en cantidades casi inagotables. El Museion se hundiría, se perdería para siempre; pero antes ya era un paraje muerto, una ruina que únicamente albergaba envolturas vacías. No serían los desbordamientos lo que en verdad arrasaría la biblioteca, sino la indiferencia de la humanidad hacia su pasado.

Sarah echó un último vistazo desde la balaustrada a la bóveda, que ya estaba inmersa en la oscuridad y del fondo de la cual llegaba un gorgoteo siniestro. Así pues, aquello había sido el sueño por el que su padre había sacrificado la vida…

Se volvió estremecida y fue la primera en cruzar la salida. La galería que había al otro lado ascendía y sus compañeros lo advirtieron con alivio, pero el ruido infernal de las bombas aumentaba a cada paso que daban. Uno de los proyectiles pareció detonar justo por encima de ellos. El estruendo fue ensordecedor. Los cuatro fueron arrojados al suelo como si les hubieran propinado un fuerte puñetazo; entonces creyeron que había llegado su final.

Pero el techo de la galería, del que se desprendieron fragmentos de piedra y arena, resistió y, para asombro de Sarah y sus compañeros, no hubo más impactos.

Reinó la calma.

Durante segundos.

Solo se oía el rumor de la profundidad. -Pa… parece que el fuego ha cesado -balbuceó Hingis poniéndose en pie torpemente.

– No nos alegremos antes de tiempo -musitó Laydon-. Podría ser un simple alto el fuego. -Adelante -dijo Sarah.

Siguieron el corredor hasta una puerta de madera, que estaba tan podrida y carcomida que una patada bastó para hacerla saltar de los goznes. Detrás había una escalera que ascendía empinada y que, a la luz de la antorcha, no podía verse dónde acababa.

A pesar del dolor y el cansancio, Sarah y sus compañeros no se dieron tregua. El agua les pisaba los talones y en los estrechos pasadizos subiría mucho más deprisa que en la espaciosa bóveda. Si no querían dejarse atrapar y morir ahogados, tenían que apurarse…

Tan deprisa como podían se arrastraron por los escalones altos. Du Gard, que tenía la cara hinchadísima pero ninguna otra herida, ayudaba a Laydon, y Sarah y Hingis se apoyaban el uno en el otro.

Peldaño a peldaño subieron la escalera mientras el agua bramaba y gorgoteaba cada vez más fuerte detrás de ellos.

Vite, vite -acució Du Gard-. El agua se acerca…

Sarah miró atrás angustiada, pero no pudo distinguir nada en la oscuridad. Apretar los dientes, continuar avanzando y desear que eso bastara era lo único que podían hacer.

Paso a paso.

Peldaño a peldaño.

Nadie decía nada. La respiración ronca y jadeante de los cuatro compañeros de viaje llenaba el aire húmedo, acompañada por el inquietante rumor de la marea que se acercaba imparable. Una mirada atrás angustiada mostró a Sarah una marea marrón espumosa que reptaba por la escalera con mucho menos esfuerzo que los fugitivos…

– ¡Más deprisa! -apremió-. ¡Más deprisa, maldita sea, o nos ahogaremos!

Nadie respondió. Los hombres prefirieron ahorrar aliento y exprimir los músculos maltratados, pero fue en vano.

Tras ellos sonó un bufido que parecía salido de las fauces de una bestia feroz. Y el agua los atrapó.

Gritaron de espanto, terror y furia desvalida cuando la avenida fangosa los alcanzó. El agua les pasó por encima a gran velocidad y les empapó la ropa. Sus pies perdieron el contacto con el suelo y dejó de tener sentido trepar por la escalera.

– ¡Nadad! -bramó Sarah con todas sus fuerzas-. ¡Nadad por vuestras vidas…!

– No sé… -quiso recordarles Hingis, pero el resto de la frase se ahogó en una especie de gárgaras lastimosas.

Sarah lo agarró por el cuello de la chaqueta y lo levantó, pero entonces perdió la antorcha.

– No -gimió horrorizada, aunque ya era demasiado tarde: la llama se hundió en el agua y se apagó, y una negrura abismal los rodeó al instante.

La ola los aprisionó y los empujó con violencia por el hueco de la escalera, más deprisa de lo que ellos la habrían podido subir. Hingis gritaba aterrorizado, Du Gard maldecía en francés y Sarah supo a ciencia cierta que aquello era el final.

¿Qué sentido tenía seguir luchando si todo estaba perdido? Las fuerzas les flaquearían y se ahogarían, uno tras otro morirían miserablemente. La esperanza se extinguió como la antorcha y durante un angustioso instante solo existieron la negrura, el rumor infernal y la desesperación…

Sarah chocó de repente contra un obstáculo.

Era una pared maciza que cerraba el hueco de la escalera por donde subía el agua. Aquello sellaba el final. En unos segundos la galería estaría inundada hasta el techo, y entonces…

Sarah oyó los gritos desesperados de sus compañeros. Agitaban las piernas para intentar mantenerse a flote y apurar la vida hasta el último instante. Sarah fue súbitamente consciente de que había vuelto a fracasar. No había conseguido salvar a su padre ni retornar a casa a sus compañeros. La embargó una profunda resignación y se preparó para presentarse ante el Creador, y entonces ocurrió lo inesperado.

La creciente presión del agua hizo ceder la pared y por allí entró una luz clara y deslumbrante.

Antes de que Sarah y sus compañeros hubieran comprendido qué pasaba, la marea los expulsó a una galería corta que discurría horizontal, y después a un pozo sustentado por paredes de tablas que ascendía vertical, un pozo por encima del cual se extendía un cielo crepuscular teñido de rojo.

Ni a Sarah ni a sus compañeros se les ocurrió preguntarse dónde estaban. Ya tenían bastante con agitar las piernas y los brazos para mantenerse a flote en el agua, que siguió empujándolos pozo arriba hasta una fosa ancha. El chorro espumoso que escupió a Sarah la volteó varias veces antes de dejarla tendida boca abajo en el fango. Agotada, se puso en pie y miró a su alrededor. En medio de la fosa, no muy lejos del agujero por donde el agua no cesaba de brotar, se alzaba una estatua. Los compañeros de Sarah estaban esparcidos a su alrededor, exhaustos y llenos de magulladuras, pero con vida.

– En pie, vamos -apremió Sarah, y señaló la escalerilla de mano que llevaba al exterior-. Arriba, deprisa…

Después no logró explicarse cómo había llegado a la escalerilla ni cómo la había subido impulsándose con las manos, pero sí recordaría el momento en que se asomó por el borde de la fosa. Porque en aquel instante se dio cuenta de dónde se encontraban.

A la luz del sol del atardecer se levantaba un monumento solitario que parecía perforar como una aguja el cielo anaranjado.

¡La columna de Pompeyo!

Habían ido a parar justo al lugar donde había empezado su dramática aventura.

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