John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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– Nos llevaremos doscientas balas para las cuarenta y cinco, y tres cargadores de treinta para la Steyr -dijo Louis al acabar-. Los machetes nos los dejará gratis.

Most estuvo de acuerdo en el precio por las armas de fuego, si bien su satisfacción con la venta se vio algo empañada por las aptitudes negociadoras de Louis. Nos marchamos con las armas. Most nos regaló incluso las fundas, aunque lo cierto es que estaban un poco gastadas. El Mercedes seguía aparcado enfrente, pero había otro hombre sentado al volante.

– Mi primo -explicó Most. Me dio una palmada en el brazo-. ¿Seguro que no quiere quedarse y divertirse un rato?

Yo no veía una concordancia natural entre las palabras «diversión» y «Deseo de Cupido».

– Tengo novia -dije.

– Podría tener otra -contestó Most.

– No lo creo. No me va demasiado bien con la que tengo.

Most no ofreció chicas a Ángel y Louis. Se lo comenté a ellos en el camino de regreso al hotel.

– Quizá tú seas el único de los tres que parece descarriado -sugirió Ángel.

– Sí, será eso, llevando vosotros esa vida tan sana y tal.

– Ya tendríamos que estar allí -comentó Louis.

Se refería a Sedlec.

– No son tontos -repliqué-. Llevan mucho tiempo esperando este momento. Querrán examinar el lugar antes de actuar. Necesitarán equipo, transporte, hombres, y no intentarán llevarse la estatua antes de oscurecer. Estaremos esperándolos cuando lleguen.

Fuimos a Sedlec al día siguiente, para ello tomamos la autopista hacia Polonia porque se llegaba antes que por la ruta más directa, a través de pueblos y ciudades. Pasamos entre maizales y campos de remolacha, recuperándose aún después de la cosecha, y cruzamos espesos bosques con pequeñas cabañas en los lindes para los cazadores. Según la guía que yo había leído en el avión, más al sur, en los bosques bohemios, había osos y lobos, pero allí la fauna se reducía básicamente a mamíferos de pequeño tamaño y aves de caza. A lo lejos, vi aldeas de tejados rojos, elevándose los campanarios de sus iglesias por encima de las casas. Tras abandonar la autopista atravesamos la ciudad industrial de Kolin y los pasos a nivel de las líneas de ferrocarril que conducían en dirección este hacia Moscú, y en dirección sur, hacia Austria. Había casas en ruinas y otras en vías de restauración. Anuncios de cerveza colgaban de las ventanas, y ante las puertas había menús escritos con tiza.

Sedlec casi se había convertido en un barrio de Kutná Hora. Un enorme monte se alzó ante nosotros: el Kank, según el mapa, la primera gran mina que se excavó en la ciudad tras descubrirse plata en los terrenos de la Iglesia católica. Yo había visto en la guía fotos de las minas. Me recordaron a las representaciones del infierno del Bosco, con hombres que descendían bajo tierra vestidos con túnicas blancas para ser vistos a la tenue luz de sus lámparas, y con la espalda cubierta de cuero para poder deslizarse rápidamente por los pozos de la mina sin hacerse daño. Llevaban pan para seis días, porque se requerían cinco horas para volver a subir a la superficie, de modo que los mineros permanecían bajo tierra casi toda la semana, saliendo sólo el séptimo día para ir a misa, pasar el rato con sus familias y re-abastecerse de víveres antes de regresar al mundo subterráneo. La mayoría llevaba encima una imagen de santa Bárbara, la santa patrona de los mineros, ya que quienes morían en las minas no disponían de sacerdotes ni de los últimos sacramentos, y sus cuerpos permanecerían probablemente bajo tierra aun cuando se los encontrara entre los escombros después de un hundimiento. Con santa Bárbara cerca de ellos, creían que de todos modos hallarían el camino del cielo.

Y por tanto la ciudad de Kutná Hora descansaba aún sobre los restos de las minas. Bajo sus edificios y calles se extendían kilómetros y kilómetros de túneles, y la tierra se mezclaba con los restos de aquellos que habían muerto para llevar la plata a la superficie. Ése, pensé, era un lugar adecuado para el enterramiento de El á ngel negro: un antiguo puesto de avanzada de un infierno oculto en el este de Europa, un pequeño rincón de la colmena que era el mundo.

24

Doblamos a la derecha después de un gran supermercado Kaufland y llegamos al cruce de las calles Cechova y Starosedlecka. El osario se encontraba en esta última, justo delante de nosotros, rodeado de altas tapias y un cementerio. Enfrente había un restaurante y una tienda llamada U Balanu, y a la vuelta de la esquina, a la derecha, un hotel. Pedimos que nos enseñaran las habitaciones, y al final encontramos dos que ofrecían una buena vista del osario. Luego fuimos a echar un vistazo al propio osario.

En Sedlec nunca habían escaseado los cadáveres para llenar sus tumbas: los que no salieron de las minas, la peste o los conflictos, acabaron allí atraídos por la Tierra Santa. Según las Cr ó nicas de Zbraslav, en un solo año se dio sepultura en el cementerio a treinta mil personas, muchas de ellas llevadas allí específicamente por el privilegio de ser inhumadas en esa pequeña porción de Tierra Santa, pues se creía que el cementerio tenía propiedades milagrosas y que los difuntos enterrados allí se descomponían en un solo día y dejaban tras de sí tan sólo huesos blancos en perfecto estado de conservación. Cuando esos huesos empezaron a acumularse inevitablemente, los sepultureros del cementerio construyeron un depósito de dos plantas que contenía un osario en el que podían exhibirse los restos. Si el osario cumplía una finalidad práctica, ya que permitía vaciar las tumbas de restos óseos y dejar sitio para aquellos más necesitados de un espacio oscuro donde despojarse de su carga mortal, también cumplía con igual eficacia una finalidad espiritual: los huesos se convertían en recordatorios de la fugacidad de la existencia humana y el carácter temporal de todas las cosas terrenales. En Sedlec, la frontera entre este mundo y el otro estaba marcada con huesos.

Incluso allí, en ese lugar extranjero, percibía ecos de mi propio pasado. Recordé una habitación de hotel de Nueva Orleans, y fuera el aire quieto y saturado de humedad. Estábamos cercando al hombre que me había arrebatado a mi mujer y mi hija, y comprendiendo por fin en cierta medida la esencia de su «arte». También él creía en la fugacidad de todo lo humano, y dejó atrás su propio memento mori mientras recorría el país, separando la piel de la carne y la carne del hueso, para mostrarnos que la vida no era más que algo efímero e intrascendente, que alguien tan insignificante como él podía arrebatar a su antojo.

Sólo que se equivocaba, ya que no todos nuestros empeños carecían de valor, y muchos aspectos de nuestras vidas eran dignos de celebración y recuerdo. Con cada vida que truncó, el mundo pasó a ser un lugar más pobre, su índice de posibilidades se redujo para siempre, privado del potencial para el arte, la ciencia, la pasión, la inteligencia, la esperanza y el pesar que las existencias no vividas de generaciones posteriores habrían traído.

Pero ¿y las vidas que había truncado yo? ¿No era yo igualmente culpable, y no era por eso por lo que ahora había tantos nombres, de hombres buenos y malos, grabados en ese palimpsesto que llevaba encima, y por lo que por cada uno de los cuales se me pedirían cuentas con razón? Podía aducir que, causando un mal menor, había evitado uno mayor; aun así, seguiría cargando con la marca de ese pecado y quizá sería condenado por él. Sin embargo, en último extremo, no podía quedarme al margen. Había cometido pecados por ira, movido por la cólera, y por ésos no me cabía duda de que al final sería acusado y declarado culpable. Pero ¿y los demás? Actué libremente, convencido de que el mayor mal residía en la pasividad. He buscado una reparación, a mi manera.

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