– Los números, los mapas -dijo a Stuckler-. Eran todos detalles circunstanciales, a su manera. Lo importante era la escultura de huesos, y su contenido.
Stuckler sollozaba. Cogió una esquirla de hueso negro roto y la sostuvo en la mano.
– No entendió sus propias adquisiciones, Herr Stuckler -continuó Brightwell-. Quantum in me est. Los detalles están en los fragmentos, pero la verdad está aquí.
Lanzó la caja vacía a Stuckler, que acarició el interior con los dedos, incrédulo.
– Y durante todo este tiempo… -dijo Stuckler-. La información ha estado al alcance de mi mano durante todo este tiempo.
Brightwell tomó el último fragmento de manos de la señorita Zahn. Examinó el dibujo y el texto escrito encima. Era un dibujo arquitectónico, que mostraba una iglesia y lo que parecía una red de túneles por debajo. Arrugó la frente y se echó a reír.
– Nunca salió de allí -declaró casi con admiración.
– Dígamelo -pidió Stuckler-. Por favor, concédame al menos eso.
Brightwell se acuclilló y le enseñó a Stuckler la ilustración; a continuación se irguió e hizo una señal a la señorita Zahn. Stuckler no alzó la vista cuando el cañón de la pistola le tocó la nuca, acariciándolo casi con ternura.
– Durante todo este tiempo -repitió-. Todo este tiempo.
Y entonces el tiempo, lo que era y lo que aún sería, llegó a su fin, y un nuevo mundo nació para él.
Dos horas más tarde, Reid y Bartek volvían a su coche. Habían parado a comer en un bar al sur de Hartford, la última comida juntos antes de abandonar el país, y Reid se había dado un atracón, como a veces hacía. Ahora se frotaba el vientre y se quejaba de que los nachos con chile le provocaban gases.
– Nadie te ha obligado a comerlos -dijo su compañero.
– No he podido resistirme -contestó Reid-. Me resultan tan extraños…
Bartek tenía aparcado el Chevy en la calle, debajo de un árbol sin hojas que junto con otros formaba una larga hilera que proyectaba sombras afiligranadas sobre los coches, y eran parte de un pequeño bosque que bordeaba campos verdes y, a lo lejos, una urbanización de casas nuevas.
– O sea -prosiguió Reid-, a ninguna sociedad razonable se le ocurrí…
Una silueta se deslizó por un árbol y, en la milésima de segundo entre la percepción y la reacción, Reid habría jurado que había descendido cabeza abajo por el tronco como una lagartija aferrada a la corteza.
– ¡Corre! -gritó. Empujó a Bartek con fuerza obligándolo a adentrarse en el bosque; luego se volvió hacia el enemigo que se acercaba. Oyó que Bartek pronunciaba su nombre y vociferó-; Corre, he dicho. ¡Corre, por lo que más quieras!
Tenía a un hombre ante sí, una figura pequeña, de cara redonda, con una cazadora negra y vaqueros deslucidos. Reid lo reconoció del bar y se preguntó cuánto tiempo hacía que los observaban sus enemigos. Por lo que Reid podía ver, el hombre no iba armado.
– Ven, pues -dijo Reid-. Aquí me tienes.
Levantó los puños y se movió hacia un lado, por si el hombre intentaba esquivarlo para seguir a Bartek, pero se detuvo en el acto al percibir un hedor cercano.
– Sacerdote -dijo una voz susurrante.
Reid sintió que lo abandonaba la energía. Se volvió. Brightwell estaba a pocos centímetros de su cara. Reid abrió la boca para hablar, y la hoja lo traspasó tan deprisa que de su garganta salió sólo un gruñido de dolor. Oyó al hombre menudo adentrarse en la maleza tras los pasos de Bartek. Lo acompañaba una segunda figura: una mujer de larga melena oscura.
– Has fallado -dijo Brightwell.
Atrajo a Reid hacia sí, rodeándolo con el brazo izquierdo mientras seguía empujando hacia arriba el cuchillo. Rozó a Reid con los labios. El sacerdote intentó morderlo, pero Brightwell no lo soltó y besó a Reid en la boca mientras el sacerdote se estremecía y moría en sus brazos.
La señorita Zahn y el hombre menudo regresaron al cabo de media hora. El cadáver de Reid ya estaba oculto entre los matorrales.
– Lo hemos perdido -dijo ella.
– Da igual -contestó Brightwell-. Tenemos asuntos más importantes que zanjar.
Contempló la oscuridad, como si esperase que, pese a sus palabras, existiera aún alguna posibilidad de ocuparse del hombre más joven. A continuación, cuando vio que sus esperanzas carecían de fundamento, regresó con los otros al coche, y se dirigieron hacia el sur. Tenían otra visita que hacer.
Al cabo de un rato, una figura delgada salió del bosque. Bartek siguió la hilera de árboles hasta hallar por fin el cuerpo desmadejado, caído entre piedras y madera podrida, y estrechándolo contra sí pronunció las oraciones por los difuntos para su amigo perdido.
Neddo estaba sentado en su pequeño despacho de la trastienda. Casi amanecía, y fuera el viento agitaba las escaleras de incendios. Encorvado sobre su mesa, quitaba cuidadosamente el polvo de un elaborado broche de hueso mediante un diminuto pincel. La puerta de su lugar de trabajo se abrió, pero él no la oyó a causa del aullido del viento, tan absorto estaba en la delicada tarea que no advirtió los silenciosos pasos en la tienda. Sólo cuando se movió la cortina y una sombra se proyectó sobre él, alzó la vista.
Ahí estaba Brightwell. Detrás de él había una mujer. Tenía el cabello muy oscuro, llevaba una camisa abierta hasta los pechos y su piel parecía viva por los ojos tatuados.
– Ha estado contando historias, señor Neddo -dijo Brightwell-. Ya hemos tenido demasiada paciencia con usted. -Meneó la cabeza con tristeza, y la gran papada tembló.
Neddo dejó el pincel. A fin de ver aumentada la pieza en la que trabajaba, tenía un segundo par de lentes prendido de las gafas mediante una pequeña montura de metal. Las lentes distorsionaron la cara de Brightwell, y los ojos de éste parecían más grandes, sus labios más carnosos y la masa roja y morada de su cuello más hinchada que nunca, como si estuviera al borde de una erupción, preludio de un enorme reventón de sangre y materia que brotaría de lo más hondo de él, abrasando todo aquello que tocase.
– He hecho lo que debía -respondió Neddo-. Aunque fuera por primera vez.
– ¿Qué esperaba? ¿La absolución?
– Tal vez.
– «En la Tierra nunca obtendrán paz ni remisión de los pecados» -recitó Brightwell-. «Pues no se solazarán en su progenie; contemplarán la matanza de sus seres queridos, lamentarán la destrucción de sus hijos y rogarán eternamente, pero no conseguirán misericordia ni paz.»
– Conozco a Enoc tan bien como usted, pero no soy como usted. Yo creo en la comunión de los santos, el perdón de los pecados…
Brightwell se apartó y dejó sitio a la mujer para que entrase. Neddo había oído hablar de ella, pero nunca la había visto. Sin conocimiento previo, le habría podido parecer hermosa. Ahora, por fin ante ella, sólo sintió miedo, y un atroz cansancio que lo disuadió de intentar siquiera la huida.
– … la resurrección del cuerpo -prosiguió Neddo, hablando cada vez más rápido- y la vida eterna. Amén.
– Debería usted haber seguido siendo fiel -dijo Brightwell.
– ¿A usted? Sé lo que es. Acudí a usted movido por la ira, por el dolor. Me equivoqué. -Neddo inició una nueva oración-: Dios mío, me arrepiento de todo corazón de mis pecados, porque te he ofendido…
La mujer examinaba los utensilios de Neddo: los escalpelos, las pequeñas hojas. Neddo la oyó revolverlos, pero no la miró. Prefirió concentrarse en acabar su acto de contrición, hasta que Brightwell habló y las palabras se apagaron en la boca de Neddo.
– Lo hemos encontrado -anunció Brightwell.
Neddo dejó de rezar. Ni siquiera en ese momento, con la muerte tan cerca y las promesas de arrepentimiento todavía recientes en sus labios, pudo disimular el asombro en la voz.
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