Una embarcación esperaba a cierta distancia de la orilla, anclada en silencio, pendiente de la señal para acercarse si era necesario, y un Mercedes azul permanecía en una arboleda, su único ocupante pálido y corpulento, sus ojos verdes libres de lentes artificiales. Brightwell no las necesitaba: sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad hacía mucho tiempo.
Los asaltantes bajaron al jardín y se dispersaron. Dos se dirigieron hacia la casa, los demás hacia la verja, pero a una señal convenida se detuvieron todos y observaron la casa. Pasaron los segundos, pero seguían inmóviles. Eran cuatro centinelas negros, como los restos calcinados de árboles muertos contemplando con envidia la lenta llegada de la primavera.
Dentro de la casa, Murnos estaba sentado delante de una serie de monitores de televisión. Leía un libro, y a las figuras de fuera acaso les habría interesado saber que aquello concordaba con Enoc. El contenido del libro alimentaba las creencias de aquellos que amenazaban al jefe de Murnos, y éste se sintió obligado a conocerlos mejor a fin de comprender a su enemigo.
« Ser á n convocados en la tierra esp í ritus malignos y en la tierra morar á n. »
A Murnos le inquietaba cada vez más la gran obsesión de Stuckler, y los últimos sucesos no habían logrado precisamente atenuar su intranquilidad. La adquisición del último fragmento en la subasta fue un error: atraería la atención sobre lo que Stuckler tenía ya en su poder, y Murnos no estaba ni mucho menos tan convencido como su jefe de que podía alcanzarse un acuerdo con quienes también buscaban la estatua de plata.
« Llegar á n a la tierra esp í ritus malignos, y los esp í ritus de los perversos ser á n invocados. »
A su lado, otro hombre observaba los monitores, mirándolos de uno en uno con cuidado. En la sala sólo había una ventana, que daba al jardín. Murnos ya había advertido a Stuckler al respecto en el pasado. En su opinión, la sala no era adecuada para su principal objetivo. Creía que una sala de seguridad debía ser prácticamente inexpugnable, apta para utilizarse como refugio en caso necesario, pero Stuckler era un hombre con muchas contradicciones. Quería tener hombres alrededor, y deseaba la sensación de seguridad, pero Murnos no creía que Stuckler se considerase realmente en peligro. Era digno hijo de su madre en todos los sentidos, y le habían sido inculcados desde edad muy temprana la idea de la fuerza de su padre y del carácter de su sacrificio, de modo que para él ceder al miedo, la duda, o incluso la preocupación por los demás rayaba en sacrilegio. Murnos detestaba las esporádicas visitas de la anciana. Stuckler mandaba una limusina a buscarla, y ella llegaba con su enfermera privada, envuelta en mantas incluso en pleno verano, los ojos ocultos tras gafas de sol todo el año, una vieja decrépita que insistía en vivir a la vez que no sentía satisfacción alguna con nada de este mundo, ni siquiera con la compañía de su hijo, ya que Murnos advertía su desprecio hacia Stuckler, lo percibía en cada uno de sus comentarios cuando observaba a ese hombrecillo remilgado, reblandecido por los caprichos; y la debilidad de éste sólo se redimía por su voluntad de complacerla y una veneración a su difunto padre tan intensa que de vez en cuando asomaban a borbotones el odio y la envidia que la sostenían, y él se contraía de rabia y se transformaba por completo.
« Nada comer á n, y estar á n sedientos; vivir á n ocultos, y se alzar á n contra los hijos de los hombres… »
Miró a Burke, su compañero. Burke hacía bien su trabajo. Stuckler al principio se había mostrado reacio a pagar lo que pedía, pero Murnos había insistido en que Burke lo merecía. Los demás también habían recibido la aprobación de Murnos, si bien no estaban a la altura de Burke.
Y aun así, Murnos consideraba que no bastaban.
Una luz empezó a parpadear rítmicamente en un panel de la pared, acompañada de un insistente pitido.
– ¡La verja! -exclamó Burke-. Alguien está abriendo la verja.
No era posible. La verja sólo podía abrirse desde dentro, o mediante uno de los tres mandos incorporados a los coches, y todos los vehículos estaban en la finca. Murnos miró los monitores y le pareció ver por un instante a una figura junto a la verja y a otra que salía de entre unos árboles.
« …ya que vendr á n en tiempos de matanza y destrucci ó n. »
Y de pronto las pantallas se apagaron.
Murnos ya estaba de pie cuando la ventana a su lado se hizo añicos. Burke recibió el pleno impacto de la primera ráfaga de disparos, protegiendo a Murnos durante preciados segundos y permitiéndole llegar a la puerta. Salió atropelladamente mientras las balas rebotaban en el metal y se incrustaban en el yeso de las paredes. Stuckler estaba arriba, en su habitación, pero el ruido lo había despertado. Murnos ya lo oía gritar cuando accedió al pasillo principal. En algún lugar de la casa, otra ventana estalló en pedazos. Un hombre de corta estatura con un arma salió de la cocina, poco más que una sombra en la oscuridad, y Murnos abrió fuego obligándolo a retroceder. Siguió disparando mientras se dirigía hacia la escalera. Había una ventana de estilo gótico en el rellano, y Murnos vio deslizarse una silueta al otro lado del cristal, trepando por la pared exterior hacia el segundo piso. Intentó lanzar un grito de advertencia cuando oyó más disparos, pero se tambaleó en la escalera y sus palabras se perdieron en un momento de conmoción. Murnos se agarró a la barandilla para sujetarse, y las manos le resbalaron en la madera húmeda. Tenía sangre en los dedos. Se miró el pecho y vio extenderse la mancha por la camisa al mismo tiempo que lo traspasaba un intenso dolor. Alzó la pistola, buscando un blanco, y lo alcanzó un segundo impacto en el muslo; al sentir la punzada arqueó la espalda. Se desplomó, la cabeza golpeó contra el suelo y cerró los ojos brevemente esforzándose por controlar el dolor. Cuando volvió a abrirlos, una mujer lo miraba desde arriba, sus contornos se recortaban incluso debajo de su ropa oscura, los ojos azules llenos de odio. Empuñaba una pistola.
Instintivamente, Murnos volvió a cerrar los ojos al acercarse la muerte.
Brightwell se acercó en el coche a la casa y entró en la finca. Siguiendo los pasos de la señorita Zahn, bajó al sótano, avanzó entre los botelleros y penetró en la cámara del tesoro, ya abierta. Ante él se alzaba la gran estatua negra de huesos. Stuckler se hallaba de rodillas frente a ella, vestido con un pijama de seda azul. Tenía el pelo manchado de sangre, pero por lo demás estaba ileso.
Le entregaron a Brightwell tres trozos de vitela, extraídos por los asaltantes de la vitrina hecha añicos. Sin apartar la vista de la escultura, se los dio a la señorita Zahn. La cabeza le llegaba casi a la altura de la caja torácica de la estatua, que tenía los omóplatos soldados al esternón por delante y entre sí por detrás, como una coraza. Brightwell echó la mano atrás y asestó un puñetazo a la masa de huesos. El esternón se resquebrajó.
– ¡No! -exclamó Stuckler-. ¿Qué hace?
Brightwell dio otro puñetazo. Stuckler intentó levantarse, pero la señorita Zahn lo obligó a seguir arrodillado.
– ¡Va a destruirla! -protestó Stuckler-. Es hermosa. ¡Pare!
El esternón se partió por la fuerza de los golpes de Brightwell. Se le habían despellejado los nudillos y el dorso de la mano por el contacto con el afilado hueso, pero no parecía darse cuenta. Metió la mano en el hueco que había creado y lo exploró, enterrando el brazo en la escultura casi hasta el codo, con el rostro tenso por el esfuerzo, hasta que de pronto relajó las facciones y retiró la mano. Sostenía una pequeña caja de plata en el puño, ésta sin adorno alguno. Abrió la mano y le enseñó la caja a Stuckler. A continuación, levantó la tapa con cuidado. Contenía un único trozo de vitela, perfectamente conservado. Se lo entregó a la señorita Zahn para que lo desplegara.
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