John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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Kittim se apartó de la tela metálica y volvió a sentarse en la cama.

– Quiero salir de aquí -dijo.

– Eso no sucederá.

– Quiero morir.

– ¿Por qué no ha intentado quitarse la vida?

– Me vigilan.

– Eso no contesta a la pregunta.

Kittim tendió los brazos y volvió las manos con las palmas hacia arriba. Se miró las muñecas durante un largo rato, como si contemplase las heridas que se habría abierto de habérsele permitido.

– No creo que pueda quitarse la vida -dije-. No creo que tenga usted esa opción. No puede acabar con su existencia, ni siquiera temporalmente. ¿No es eso lo que cree?

Kittim no contestó.

– Puedo contarle algunas cosas -insistí.

– ¿Qué cosas?

– Puedo hablarle de una estatua de plata, oculta en un sótano. Puedo hablarle de ángeles gemelos, uno perdido, otro en su busca. ¿No quiere oírlo?

– Sí -susurró Kittim sin alzar la vista-. Cuéntemelo.

– Un intercambio -propuse-. Primero, ¿quién es Brightwell?

Kittim pensó por un momento.

– Brightwell… no es como yo. Es más viejo, más cauto, más paciente. El quiere.

– ¿Qué quiere?

– Venganza.

– ¿Contra quién?

– Contra todo el mundo, contra todo.

– ¿Está solo?

– No. Sirve a una instancia superior, que está incompleta y busca a su otra mitad. Usted eso ya lo sabe.

– ¿Dónde está?

– Oculta. Había olvidado lo que era, pero Brightwell la encontró y despertó lo que se escondía dentro de ella. Ahora, como todos nosotros, se camufla y busca.

– ¿Y qué ocurrirá cuando esa instancia encuentre a su gemelo?

– Cazará y matará.

– ¿Y qué recibirá Brightwell a cambio de su ayuda?

– Poder. Víctimas. -Kittim alzó la vista y me miró sin parpadear-. Y a usted.

– ¿Eso cómo lo sabe?

– Conozco a Brightwell. Cree que usted es como nosotros, pero que se alejó. Sólo uno no siguió al resto. Brightwell cree que ha encontrado a ese ser en usted.

– ¿Y usted qué cree?

– Me da igual. Yo sólo quería explorarlo.

Levantó la mano derecha, estiró los dedos y los contrajo en el aire como si desgarrara lentamente carne y sangre con las uñas.

– Y ahora dígame, ¿qué sabe de esos seres? -preguntó.

– Se hacen llamar Creyentes. Algunos sólo son hombres ambiciosos, y otros están convencidos de que son más que eso. Buscan la estatua y no tardarán en encontrarla. Están reuniendo fragmentos de un mapa, y pronto tendrán toda la información que necesitan. Incluso construyeron un santuario aquí en Nueva York, todo estaba listo para colocarla.

Kittim bebió otro sorbo de agua.

– Así que están cerca -comentó-. Después de tanto tiempo.

La noticia no pareció entusiasmarle. Mientras lo observaba, vi con mayor claridad la verdad de las palabras de Reid: la maldad es egoísta y, en último extremo, carece de unidad. Fuera cual fuese su auténtica naturaleza, Kittim no deseaba compartir sus placeres con otros. Era un renegado.

– Tengo una pregunta más-dije.

– Una más.

– ¿Qué hace Brightwell con los moribundos?

– Acerca la boca a sus labios.

– ¿Para qué?

Me pareció detectar cierto tono, acaso de envidia, en la voz de Kittim cuando contestó:

– Almas. Brightwell es un depósito de almas.

Bajó la cabeza y se tendió de nuevo en la cama. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared.

El Woodrow era un edificio sin nada especial. No había un conserje con librea verde y guantes blancos para proteger la intimidad de los inquilinos, y el mobiliario de la portería se reducía a esas sólidas butacas verdes de vinilo que tanto gustaba a los afanosos dentistas de todas partes. Las puertas exteriores estaban abiertas, pero las interiores permanecían cerradas con llave. A la derecha había un portero automático y tres hileras de timbres, cada uno con una deslucida placa al lado. El nombre de Philip Bosworth no constaba entre ellas, aunque había varias en blanco.

– Tal vez la información de Ross era incorrecta -dijo Louis.

– Es el FBI, no la CIA -respondí-. Además, de Ross pueden decirse muchas cosas, pero desde luego no se anda con tonterías en cuestiones de información. Bosworth vive aquí, en algún sitio.

Probé con los timbres anónimos uno por uno. En el primero contestó una mujer que parecía muy vieja, muy malhumorada y muy, muy sorda. En el segundo respondió alguien que habría podido ser su hermano mayor, más sordo e incluso más cascarrabias. El tercer timbre sonó en el apartamento de una joven que tal vez fuese una fulana, a juzgar por la confusión sobre una «cita» que tuvo lugar.

– Ross dijo que el apartamento era de los padres de Bosworth -recordó Louis-. A lo mejor tienen apellidos distintos.

– Puede que sí -concedí. Pasé el dedo por las hileras de timbres y lo detuve en medio de la tercera fila-. Y puede que no.

El nombre que constaba junto al timbre era Rint, como el del artista encargado de la reconstrucción del osario de Sedlec en el siglo XIX. Era la clase de broma que sólo podía ocurrírsele a alguien que había intentado excavar el suelo de un monasterio francés.

Toqué el timbre. Al cabo de unos segundos, una voz cauta contestó por el interfono:

– ¿Sí?

– Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Busco a Philip Bosworth.

– Aquí no hay nadie con ese nombre.

– El subjefe Ross me dijo cómo encontrarlo. Si quiere, llámelo antes de abrir.

Oí lo que quizá fuese una risa de sorna, y se cortó la comunicación.

– Todo un éxito -comentó Louis.

– Al menos sabemos dónde está.

Nos quedamos frente a la puerta cerrada. No entró ni salió nadie. Tras unos diez minutos volví a probar el timbre de Rint, y contestó la misma voz.

– Sigo aquí -dije.

– ¿Qué quiere?

– Hablar de Sedlec. Hablar de los Creyentes.

Esperé. Sonó el zumbido de la puerta.

– Suba.

Entramos en el vestíbulo. Un plafón azul semicircular en el techo ocultaba las cámaras que vigilaban la entrada y el vestíbulo. Dos ascensores, con las puertas de color gris plomo, aguardaban ante nosotros. En la pared que se encontraba entre los dos había una cerradura, de modo que sólo los vecinos podían acceder a ellos. Al acercarnos se abrieron las puertas del ascensor de la izquierda. Dentro, la mitad superior estaba revestida de espejos con borde dorado; la mitad inferior, tapizada de terciopelo rojo, viejo pero bien conservado. Entramos. Las puertas se cerraron y el ascensor subió sin que tocásemos ningún botón. Obviamente, el Woodrow era una residencia más sofisticada de lo que parecía por fuera.

El ascensor se detuvo en el último piso, y las puertas, al abrirse, nos dieron paso a un pequeño espacio enmoquetado y sin ventanas. Vimos ante nosotros una puerta de madera de dos hojas que conducía a un ático. Había otra cámara de vigilancia azul montada en el techo.

Las puertas del apartamento se abrieron. El hombre que apareció ante nosotros era mayor de lo que yo esperaba. Llevaba chinos azules, camisa celeste de Ralph Lauren y mocasines de color tostado con borlas. Sin embargo, tenía la camisa mal abrochada y el pantalón perfectamente planchado, señal inequívoca de que se había vestido aprisa y corriendo con lo primero que había encontrado en el armario.

– ¿Señor Bosworth?

Asintió. Le calculé unos cuarenta años, pero empezaba a encanecer y su rostro presentaba las arrugas propias del dolor; uno de sus ojos azules era más claro que el otro. Cuando se apartó para dejarnos pasar, arrastró un poco los pies, como si los tuviera dormidos. Sujetaba el picaporte con la mano izquierda y mantenía la derecha hundida en el bolsillo del pantalón. No nos tendió la mano ni a Louis ni a mí. Se limitó a cerrar la puerta y se encaminó lentamente hasta una butaca, donde se sentó apoyando la mano izquierda en el brazo, sin sacar la derecha del bolsillo.

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