John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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– Una mujer me habló de un libro, una parte de los textos apócrifos bíblicos -dije-. Lo leí. Hablaba de la corporeidad de los ángeles, de la posibilidad de que puedan adoptar forma humana y morar en ella, ocultos e invisibles.

Epstein permanecía tan callado e inmóvil que ya no lo oía respirar, y el movimiento de su pecho parecía haber cesado por completo.

– El Libro de Enoc -dijo al cabo de un rato-. Ha de saber que el gran rabino Simeón ben Jochai, en los años posteriores a la crucifixión de Cristo, maldijo a quienes creían en lo que había escrito en él. Se consideraba que era una interpretación errónea del Génesis por las correspondencias entre ambos textos, aunque algunos estudiosos han afirmado que en realidad Enoc es la obra más antigua, y por tanto la versión más concluyente. Pero es cierto que las obras apócrifas, tanto los libros deuterocanónicos, como Judit, Tobías y Baruc, que siguen al Antiguo Testamento, y los evangelios posteriores suprimidos, como los de Tomás y Bartolomé, son un campo de minas para los estudiosos. Puede que Enoc sea más difícil que la mayoría. Se trata de un texto realmente perturbador, con profundas implicaciones sobre la naturaleza del mal en el mundo. No es de extrañar que tanto a los cristianos como a los judíos les fuera más fácil suprimirlo que intentar examinar su contenido a la luz de lo que ya creían y, de ese modo, intentar conciliar las dos visiones. ¿Tan difícil les habría sido ver la rebelión de los ángeles como algo relacionado con la creación del hombre? ¿Que el orgullo de los ángeles quedó herido al verse obligados a reconocer el prodigio de ese nuevo ser? ¿Que tal vez ellos también envidiaban su corporeidad y el placer que podía obtener con sus apetitos, sobre todo en el gozo que encontraba uniendo su cuerpo al de otro? Se entregaron a la lujuria, se rebelaron y cayeron. Algunos cayeron en el abismo, y otros encontraron un lugar aquí, y al final adoptaron la forma que durante tanto tiempo habían deseado. Una especulación interesante, ¿no le parece?

– Pero ¿qué pasa si algunos lo creen, si algunos están convencidos de que son esas criaturas?

– ¿Por eso quiere ver otra vez a Kittim?

– Creo que me he convertido en un polo de atracción para seres siniestros -expliqué lentamente-, y los peores de ellos están ahora más cerca que nunca. Mi vida se está desmoronando. En otro tiempo habría podido apartarme, y quizás ellos habrían pasado de largo, pero ahora ya es demasiado tarde para eso. Quiero ver al ser que usted tiene, confirmarme a mí mismo que no estoy loco y que semejantes seres pueden existir y existen.

– Es posible que existan -dijo Epstein-, y tal vez Kittim sea la prueba, pero hemos topado con cierta resistencia por su parte. Enseguida toleró los fármacos. Incluso el pentotal sódico ha dejado de tener un efecto significativo. Bajo su influencia no hace más que despotricar, pero le hemos administrado una dosis fuerte en previsión de su visita, y es posible que le procure unos minutos de lucidez.

– ¿Tenemos que ir muy lejos? -pregunté.

– ¿Ir? -dijo Epstein-. ¿Ir adónde? Tardé un momento en entender. -¿Es que está aquí?

Era poco más que una celda con pretensiones, a la que se accedía por un armario trastero en el sótano. El armario estaba revestido de metal, y la pared del fondo hacía las veces de puerta, provista de una cerradura y una combinación electrónica. Se abría hacia dentro y daba a un espacio insonorizado, dividido en dos por una tela metálica de acero. Unas cámaras vigilaban continuamente la zona delimitada por la tela metálica, amueblada con una cama, un sofá, una mesa pequeña y una silla. No se veía ningún libro. Había un televisor atornillado a la pared en el rincón opuesto, al otro lado de la tela metálica y lo más lejos posible de la celda. En el suelo, junto al sofá, estaba el mando a distancia.

Una figura yacía en la cama, vestida sólo con un pantalón corto gris. Sus extremidades parecían ramas desnudas, sobre las que se dibujaban claramente todos los músculos. Se lo veía demacrado, yo jamás había visto a un hombre tan delgado. Tenía el rostro vuelto hacia la pared y las rodillas encogidas contra el pecho. Casi estaba calvo, aparte de unos cuantos mechones sueltos pegados al cráneo amoratado y escamoso. La textura de su piel me recordaba a la de Brightwell y la hinchazón que lo aquejaba. Ambos eran seres sometidos a una lenta descomposición.

– Dios mío -exclamé-, ¿qué le ha pasado?

– Se ha negado a comer -respondió Epstein-. Intentamos alimentarlo a la fuerza, pero era demasiado difícil. Al final llegamos a la conclusión de que pretendía quitarse la vida y, bueno, no teníamos inconveniente en verlo morir. Pero no ha muerto; simplemente se debilita un poco más cada semana que pasa. A veces bebe agua, pero eso es todo. Más que nada, duerme.

– ¿Cuánto tiempo lleva así?

– Meses.

El hombre que estaba en la cama se movió y luego se volvió de cara a nosotros. Tenía la piel del rostro contraída, de modo que los huecos de los huesos se le veían claramente. Me recordó a los prisioneros de los campos de concentración, salvo por el hecho de que sus ojos felinos no revelaban el menor indicio de debilidad o decadencia interior. Más bien emitían un resplandor vacío, como joyas baratas.

Kittim.

Había aparecido en Carolina del Sur como sicario de un racista llamado Roger Bowen, y como enlace entre el predicador Faulkner y los hombres que lo habrían liberado si hubiesen podido, pero Bowen había subestimado a su subordinado, sin entender el verdadero equilibrio de fuerzas en su relación. Bowen era poco más que el títere de Kittim, y Kittim era más viejo y corrupto de lo que Bowen habría podido imaginar. Su nombre daba una idea de su naturaleza, ya que los kittim eran una hueste de ángeles siniestros que habían declarado la guerra a la especie humana y a Dios. Algo moraba dentro de Kittim, sin duda algo antiguo y hostil, al servicio de sus propios objetivos.

Kittim cogió un vaso de plástico con agua y bebió derramándola en la almohada y las sábanas. Se incorporó hasta quedar sentado en el borde de la cama. Permaneció así por un momento, como si hiciera acopio de fuerzas, y a continuación se levantó. Se tambaleó un poco y pareció a punto de caerse, pero, arrastrando los pies, atravesó la celda hacia la tela metálica. Tendió los dedos huesudos y se agarró al alambre de la tela a la vez que apretaba la cara contra ella. Estaba tan delgado que, por un instante, casi pensé que intentaría pasar el rostro entre los huecos. Primero miró a Louis y después a mí.

– ¿Han venido a regodearse? -preguntó. Hablaba casi en un susurro, pero su voz no delataba el lento deterioro de su cuerpo.

– No tiene usted muy buen aspecto -comentó Louis-. Aunque, la verdad, nunca lo ha tenido.

– Veo que aún va a todas partes acompañado de su mono. Quizá podría adiestrarlo para que camine detrás de usted sosteniéndole una sombrilla.

– Tan bromista como siempre -dije-. Así nunca hará amigos, ¿sabe? Por eso está aquí, apartado de los demás niños.

– Me sorprende verlo vivo -repuso-. Me sorprende, pero me alegro.

– ¿Se alegra? ¿Por qué habría de alegrarse?

– Tenía la esperanza de que me matase -contestó Kittim.

– ¿Por qué? -dije-. ¿Para poder… vagar?

Kittim ladeó un poco la cabeza y me miró con renovado interés. A mi lado, Epstein nos observaba con atención.

– Tal vez -respondió-. ¿Y usted qué sabe de eso?

– Sé un poco. Esperaba averiguar algo más con su ayuda.

Kittim negó con la cabeza.

– Lo veo difícil.

Me encogí de hombros.

– En ese caso no tenemos nada más de que hablar. Aunque pensaba que le complacería tener un poco de estímulo. Aquí debe de sentirse solo y aburrido. Bueno, al menos tiene un televisor. Pronto van a dar Ricki, y después podrá ver sus propias historias.

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