John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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– ¿De verdad? -preguntó.

– Sí.

– ¿Dónde estaba? Me gustaría saberlo.

– Sedlec -contestó Brightwell-. Nunca abandonó el recinto del osario.

Neddo se quitó las gafas. Sonreía.

– Tanto buscar, y allí estaba.

Su sonrisa se volvió triste.

– Me habría gustado verlo -dijo-, echarle una mirada después de todo lo que he oído y leído.

La mujer encontró un trapo. Lo mojó en el agua de una jarra, se colocó detrás de Neddo y le introdujo la tela en la boca. Él forcejeó tirándole de las manos y del pelo, pero ella era muy fuerte. Brightwell se sumó a ella, obligando a Neddo a bajar las manos hasta la butaca, inmovilizando con su peso y su fuerza al hombre de menor tamaño. La fría hoja del escalpelo tocó la frente de Neddo y la mujer empezó a cortar.

23

Llegamos a Praga a última hora de la tarde tras una escala en Londres. Stuckler había muerto. Después de nuestra conversación con Bosworth habíamos alquilado un coche en Nueva York y nos habíamos dirigido a su casa, pero cuando llegamos, la policía ya estaba allí y un par de llamadas nos confirmaron que el coleccionista y sus hombres habían sido asesinados y que la gran escultura de huesos de su tesoro tenía un orificio en el pecho. Ángel se reunió con nosotros en Boston poco después, y esa noche partimos hacia Europa.

Estuvimos tentados de seguir hasta Sedlec, que se hallaba a unos sesenta kilómetros de la ciudad, pero antes se requerían ciertos preparativos. Además, estábamos cansados y teníamos hambre. Tomamos habitación en un hotel pequeño y confortable de un barrio conocido como Mala Strana, que al parecer significaba «Ciudad Menor», según la joven de recepción. Cerca de allí, una pequeña vía de funicular subía por el monte Petrin desde una calle llamada Ujezd, los tranvías traqueteaban por encima de ella y a veces saltaban chispas de sus conexiones a las catenarias y dejaban en el aire un intenso olor a quemado. Las calles estaban adoquinadas, y los graffiti cubrían por completo algunas paredes. Quedaban restos de nieve en las esquinas que se encontraban a la sombra y en el río Moldava había hielo.

Mientras Louis hacía unas llamadas, telefoneé a Rachel y le dije dónde estaba. Era tarde, y temí despertarla, pero quería informarla de que había abandonado el país. Al parecer, su mayor preocupación seguía siendo el perro, pero yo lo había dejado en buenas manos en casa de un vecino. Sam estaba bien, y tenían planeado ir a ver a la hermana de Rachel al día siguiente. Noté a Rachel menos locuaz, pero empezaba a ser la misma de antes.

– Siempre he querido conocer Praga -dijo al cabo de un rato.

– Lo sé. Quizás en otra ocasión.

– Quizás. ¿Cuánto tiempo estarás allí?

– Un par de días.

– ¿Estás con Ángel y Louis?

– Sí.

– Tiene gracia que vayas a un sitio como Praga con ellos y no conmigo, ¿no?

Por el tono de su voz, no daba la impresión de verle la menor gracia.

– No es nada personal -dije-. Y tenemos habitaciones separadas.

– Eso debería tranquilizarme, supongo. Cuando vuelvas, si vienes aquí, podemos hablar.

Advertí que no dijo cuándo volvería ella a casa, ni si volvería, y no se lo pregunté. Yo iría a Vermont a mi regreso y hablaríamos, y quizá me marchara a Scarborough solo.

– Me parece buena idea -comenté.

– No has dicho que te gustaría hacerlo.

– Siempre que alguien me ha dicho que teníamos que hablar, al acabar la conversación nunca me he sentido mejor que antes de empezarla.

– No tiene por qué ser así, ¿verdad?

– Eso espero.

– Te quiero -dijo ella-. Eso lo sabes, ¿no?

– Lo sé.

– Por eso todo es tan difícil, ¿verdad? Pero tú debes elegir la vida que quieres llevar. Los dos debemos elegir, supongo.

Se le apagó la voz.

– Tengo que colgar -dije-. Te veré a la vuelta.

– Bien.

– Adiós, Rachel.

– Adiós.

El hotel nos reservó una mesa en un restaurante llamado U Modre Kachnicky, o el Patito Azul, situado en una discreta calle secundaria adyacente a Ujezd. El restaurante tenía una decoración muy recargada, con cortinas y alfombras y grabados antiguos, y espejos que le daban una impresión de espacio al piso inferior, algo más pequeño. La carta incluía mucha caza, la especialidad de la casa, así que pedimos pechuga de pato y venado, las distintas carnes iban acompañadas de salsas a base de arándano, enebro y ron de Madeira. Compartimos un tinto frankovka y comimos en relativo silencio.

Cuando todavía no habíamos acabado los segundos, un hombre entró en el restaurante y la jefa de camareras lo condujo hacia nuestra mesa. Parecía la clase de hombre que vendía teléfonos móviles robados en Broadway: cazadora de cuero, vaqueros, camisa de color sospechoso y una barba que no se sabía muy bien si es que se había olvidado de afeitarse o si era un vagabundo. Pero no iba a ser yo quien sacase el tema a colación. En su cazadora habrían cabido fácilmente dos como yo, siempre y cuando alguien hubiese encontrado la manera de extraer a su actual ocupante sin romperla, ya que el cuero parecía apretarle un poco. Me pregunté si tendría algún parentesco con los Fulci, tal vez de los tiempos en que el hombre descubrió el fuego.

Se llamaba Most, según Louis, que por lo visto ya había tratado con él. Most era un papka, o padre, de una de las brigadas criminales de Praga, relacionado por matrimonio con el Vor v Zakone, el «ladrón de ley» responsable de todo el crimen organizado local. En la República Checa, las organizaciones criminales se estructuraban principalmente en torno a estas brigadas, de las que había unas diez en todo el país. Se dedicaban al crimen organizado, la trata de blancas desde los países del antiguo bloque del Este, proxenetismo, robo de automóviles, tráfico de drogas y armas, pero las líneas de demarcación entre las bandas criminales se desdibujaban cada vez más a medida que aumentaba el número de inmigrantes. Ucranianos, rusos y chechenos se encontraban en ese momento entre los principales elementos del crimen organizado del país, y ninguno de ellos se andaba con contemplaciones a la hora de utilizar la violencia y la brutalidad contra sus víctimas o, inevitablemente, entre sí. Cada grupo tenía su propia especialidad. Los rusos se interesaban más por los delitos económicos, en tanto que los agresivos ucranianos preferían los atracos a bancos y los robos en serie. Los búlgaros, que antes se concentraban en los clubes eróticos, ahora se diversificaban en el robo de automóviles, el tráfico de drogas y el suministro de prostitutas búlgaras a los burdeles; los italianos, menos numerosos, se centraban en la compraventa de inmuebles. Los chinos optaban por los casinos y los burdeles, así como el transporte ilegal de inmigrantes y los secuestros, aunque tendían a mantener estas actividades dentro de sus grupos étnicos; y los albaneses intervenían un poco en todo, desde drogas a la recaudación de deudas y el comercio de cuero y oro. Los lugareños se veían obligados a luchar por su territorio contra una nueva generación de criminales inmigrantes que no se atenían a las antiguas reglas. En comparación con los recién llegados, Most era un especialista de la vieja guardia. Le gustaban las armas y las mujeres, posiblemente las dos juntas.

– Hola -saludó-. ¿Está bueno?

Señaló los medallones de ciervo en salsa de arándanos en el plato de Ángel, rodeados de tallarines de espinacas.

– Sí -contestó Ángel-. Buenísimo.

Cogió uno de los medallones que quedaban en el plato de Ángel con dos de sus enormes dedos y se lo dejó caer en la boca, tan grande como el túnel Holland.

– Oye -exclamó Ángel-, que yo no…

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