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Arnaldur Indriðason: Las Marismas

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Arnaldur Indriðason Las Marismas

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Un hombre aparece asesinado en su casa en el barrio Las Marismas de Nordurmyri. La policía encuentra escondida en su escritorio una vieja foto de la tumba de una niña de cuatro años. Y es precisamente esa foto la que conduce a los investigadores hacia el pasado tenebroso de aquel hombre, a sus antiguas relaciones y a un drama familiar. Esta historia coincide con la desaparición de una joven de su propio banquete de boda. Los inspectores, Erlendur y Sigurdur Óli, se enfrentan en los dos casos a enredados y complicados pasados de familias aparentemente corrientes. «Verosímil, bien construida, conmovedora e inteligente.» Times Literary Supplement «Fascinante, original y desconcertante.» Val McDermid

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Erlendur no dejó que le pusiera nervioso.

– ¿Has estado embarazada alguna vez?

– No -dijo Eva Lind, y apartó la vista.

– ¿Quién es el padre?

A Eva Lind le faltaron las palabras y miró fijamente a su padre.

– ¡Eh! -le chilló finalmente-, ¿es que tengo aspecto de haber salido de la jodida suite nupcial del Hotel Saga?

Antes de que a Erlendur le diera tiempo a reaccionar, Eva Lind salió corriendo del piso y bajó las escaleras hasta la calle, donde desapareció entre la fría lluvia otoñal.

Erlendur cerró la puerta con suavidad pensando si se había comportado adecuadamente con ella. Al parecer, eran incapaces de tener una conversación sin acabar enfadados y hablar a gritos el uno con el otro. Eso le entristecía.

Había perdido el apetito, así que volvió a sentarse en el sillón del salón, donde se quedó preocupado pensando en lo que sería de su hija. Al fin cogió un libro que había estado leyendo y que tenía abierto sobre la mesa, a su lado. Se titulaba Muertes en la meseta de Mosfell y era una narración que trataba de infortunios y vidas malogradas durante travesías de alta montaña. Uno de sus temas favoritos.

Siguió leyendo desde donde lo había dejado y enseguida estuvo absorto y sumergido en medio de una gran tormenta de nieve, en la que varios hombres jóvenes perdieron la vida congelados.

Capítulo 3

La lluvia caía a chorros cuando Erlendur y Sigurdur Óli salieron del coche, subieron corriendo las escaleras de un bloque de viviendas en la calle Stigahlíd y llamaron al timbre. Habían pensado esperar en el coche hasta que dejara de llover, pero a Erlendur le faltó paciencia y salió disparado. Sigurdur Óli no quería quedarse solo. Se empaparon al momento. A Sigurdur Óli el agua se le deslizaba por el pelo y el cuello, hasta mojarle la espalda. Miraba malhumorado a Erlendur mientras esperaban a que les abrieran la puerta.

En una reunión celebrada aquella misma mañana, los policías que se ocupaban de la investigación habían estudiado las posibilidades del caso. Una de las teorías era que Holberg había sido asesinado sin ningún motivo y que el asesino había estado vagando por el barrio durante algún tiempo, quizás incluso algunos días. Un delincuente al acecho, en busca de un lugar para robar. Seguramente había llamado a la puerta de Holberg para averiguar si había alguien en casa y había perdido los nervios cuando su propietario le abrió la puerta. El mensaje que dejó sería sólo para despistar a la policía. No se les ocurría otra explicación.

El mismo día que se descubrió el cadáver de Holberg, la policía recibió un comunicado de los inquilinos de un piso de Stigahlíd en el que denunciaban que un hombre joven, vestido con una chaqueta militar verde, había atacado a dos mujeres, dos hermanas gemelas. Entró en el rellano y llamó a su puerta. Cuando le abrieron, se metió dentro del piso a la fuerza, cerró la puerta de golpe y les exigió dinero. Las hermanas se negaron, y entonces le pegó un puñetazo en la cara a una de ellas y tiró a la otra al suelo de un empujón. Antes de salir corriendo le dio una patada.

Una voz les hablaba por el interfono. Sigurdur Óli se presentó. Se oyó un zumbido y abrieron la puerta. La escalera estaba mal iluminada y olía a sucio. Cuando llegaron al segundo piso, una de las mujeres les esperaba en la puerta.

– ¿Lo habéis atrapado? -les preguntó.

– Me temo que no -respondio Sigurdur Óli sacudiendo la cabeza-, pero queríamos hablar contigo acerca de…

– ¿Lo han atrapado? -se oyó decir a alguien desde dentro de la vivienda.

Al momento apareció una réplica exacta de la mujer que estaba hablando con ellos. Tendrían aproximadamente unos setenta años, pelo gris, entrada en carnes; ambas vestían falda negra y jersey rojo. En sus caras redondas era evidente la expectación.

– No -dijo Erlendur-, aún no.

– Era un desgraciado, el pobre -dijo la primera mujer.

Se llamaba Fjóla. Los invitó a entrar.

– No le tengas compasión -repuso la segunda mujer, y cerró la puerta. Se llamaba Birna-. Era un bruto con cara de pocos amigos y te pegó en la cara. Vaya inútil, ¡uf!

Se sentaron en el salón con las dos mujeres, observaron a una y a otra, y luego intercambiaron miradas entre ellos. El piso era pequeño. Sigurdur Óli se fijó en que había dos dormitorios, uno al lado del otro, y una pequeña cocina contigua al salón.

– Hemos leído vuestra declaración -dijo Sigurdur Óli, que la había ojeado en el coche de camino al piso de las hermanas-. La cuestión es si nos podéis dar más información sobre el hombre que os atacó.

– ¿Hombre? -dijo Fjóla-. Más bien era un chico.

– Lo bastante mayor para atacarnos a nosotras -aclaró Birna-. Lo bastante mayor para eso. Me tiró al suelo y me dio una patada.

– No tenemos dinero -añadio Fjóla.

– No guardamos dinero aquí -insistió Birna-, se lo dijimos.

– Pero no nos creyó.

– Y nos atacó.

– Estaba excitado.

– Y tan malhablado. Lo que nos llegó a llamar…

– Y esa horrible chaqueta. Como un soldado.

– También las botas, altas y negras, de las que se atan por delante.

– De todas maneras no estropeó nada.

– No, salió corriendo.

– ¿Y no se llevó nada? -preguntó Erlendur.

– Parecía estar fuera de sí -dijo Fjóla intentando por todos los medios encontrar algo positivo en el comportamiento de su atacante-. No estropeó nada ni se llevó nada. Sólo nos atacó cuando supo que no teníamos dinero. Pobrecillo.

– Drogado perdido -dijo Birna con desprecio, y se dirigió a su hermana-: ¿Pobrecillo? A veces parece que estás mal de la cabeza. Estaba drogado perdido. Lo vi en sus ojos, duros y brillantes. Y además estaba sudando.

– ¿Sudando? -preguntó Erlendur.

– El sudor le goteaba por la cara.

– Era la lluvia -dijo Fjóla.

– No. Y también temblaba.

– La lluvia -repitió Fjóla, y Birna la miró con reproche.

– Te golpeó en la cara, querida Fjóla, eso no es nada bueno.

– ¿Todavía te duele donde te dio la patada? -preguntó Fjóla.

A Erlendur le pareció ver una mirada de triunfo en sus ojos.

Aún era temprano cuando Erlendur y Sigurdur Óli llegaron a la casa de Holberg, en la calle Nordurmyri. Los vecinos del primero y el segundo piso estaban esperándolos. La policía había tomado declaración al matrimonio del primer piso, padres de los dos niños, pero Erlendur quería hablar personalmente con ellos. Arriba vivía un piloto de aviación que dijo haber llegado de Boston al mediodía, el día que mataron a Holberg, y que se había echado a dormir por la tarde y no se había despertado hasta que la policía llamó a su puerta.

Empezaron por el piloto. Tenía unos cuarenta años, vivía solo y su vivienda era como un contenedor de basuras. Ropa por todas partes, dos maletas sobre un sofá de cuero, bolsas de plástico de las tiendas duty free del aeropuerto por el suelo, botellas de vino sobre las mesas y latas de cerveza vacías por todos los rincones. El piloto los recibió sin afeitar y en camiseta de tirantes y pantalón corto. Los miró fijamente un momento antes de darse la vuelta, sin mediar palabra, e ir andando delante de ellos hasta el salón, donde se sentó en un sillón. Ellos se quedaron de pie ya que no encontraron dónde sentarse. Erlendur miró a su alrededor y pensó que con este piloto ni siquiera entraría en un simulador de vuelo.

Por alguna razón el hombre empezó a explicar que estaba en medio de una separación matrimonial que tal vez podría convertirse en un asunto policial. La muy zorra le había engañado mientras él estaba de viaje. Un día llegó de Oslo, esa deprimente ciudad, añadió, donde había estado con un antiguo compañero de colegio. Erlendur y Sigurdur Óli se preguntaban qué había sido más deprimente, que su mujer lo engañara o tener que pasar una noche en Oslo.

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