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Arnaldur Indriðason: Silencio Sepulcral

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Arnaldur Indriðason Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida. Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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– ¿Por qué no vas al hospital? ¿Por qué no te marchas y tienes allí el niño?

– No me lo permitiría -dijo ella-. Vendría a buscarme otra vez y me obligaría a tener al niño en casa. No quiere que nadie sepa nada. Diremos que nos lo hemos encontrado. Lo pondremos en manos de buenas personas. Eso es lo que él quiere. Todo irá bien.

– Pero dice que lo piensa matar.

– No lo hará.

– Tengo mucho miedo -dijo Símon-. ¿Por qué tiene que ser todo así? No sé lo que tengo que hacer. No sé lo que tengo que hacer -repitió.

Ella notó que estaba destrozado por la preocupación.

Y ahora observaba a su madre en la cocina, tumbada sobre los colchones, porque era la única estancia suficientemente grande, aparte del dormitorio de matrimonio; ella empezó a empujar sin hacer el más mínimo ruido. Tómas estaba con Grímur. Símon había ido hasta allí sin que le vieran y había cerrado la puerta.

Mikkelína estaba tumbada al lado de su madre, que procuraba hacer el mínimo ruido posible. La puerta del dormitorio de matrimonio se abrió de pronto y en el pasillo apareció Tómas, que entró en la cocina. Grímur estaba sentado en el borde de la cama, gimiendo. Había mandado a Tómas que le llevara un plato de gachas de avena que había en la cocina, y que él también comiera.

Tómas pasó por delante de su madre, de Símon y Mikkelína; miró hacia el suelo y vio que la cabeza del bebé ya había salido, y que la madre tiraba de él con todas sus fuerzas hasta que aparecieron los hombros.

Tómas cogió el cuenco de gachas y una cuchara, y se la llevó a la boca.

Su madre se dio cuenta.

– ¡Tómas! ¡Por el amor de Dios, no toques esas gachas! -le gritó desesperada.

Un silencio mortal se adueñó de la casa, y los niños clavaron los ojos en su madre, que se incorporó con el niño recién nacido en las manos, mirando fijamente a Tómas, que se había asustado de tal manera que se le cayó al suelo el cuenco de gachas y se hizo pedazos.

Se oyó un crujido en la cama.

Grímur salió al pasillo y entró en la cocina. Miró a la madre, que tenía el niño recién nacido en las manos, y una expresión de repulsión se dibujó en su rostro. Miró a Tómas y las gachas esparcidas por el suelo.

– ¿Es posible? -dijo en voz baja, asombrado, como si por fin hubiera hallado la respuesta al enigma en el que llevaba debatiéndose tanto tiempo. Volvió a mirar a la madre, en el suelo-. ¿Me estás envenenando? -bramó.

La madre le miró. Mikkelína y Símon no se atrevían a alzar la vista. Tómas estaba inmóvil junto a las gachas del suelo.

– ¡Maldita sea si no había sospechado ya algo así! Esta debilidad. Estos dolores. La flojera…

Recorrió con los ojos la cocina de un lado a otro. Fue hasta los armarios y sacó los cajones. Estaba invadido por la furia. Arrojó al suelo el contenido de los armarios. Sacó una vieja bolsa de harina y la arrojó contra la pared, donde se rompió, y entonces se oyó caer al suelo un frasco de cristal.

– ¿Es esto? -gritó levantando el frasco.

Se inclinó de nuevo hacia la madre.

– ¿Desde cuándo me haces esto? -bramó, babeante de furia.

La madre le miró fijamente a los ojos. Una vela ardía en el suelo a su lado, y a toda prisa cogió unas tijeras grandes, las calentó a la llama de la vela, cortó el cordón umbilical y lo ató con manos temblorosas, mientras él buscaba el veneno.

– ¡Respóndeme! -gritó Grímur.

Ella no necesitaba responder. Él vio la respuesta en sus ojos. En su gesto. En su orgullo. De qué manera siempre, en lo más profundo, le había desafiado, indoblegable; daban igual las palizas, lo fuertes que fueran los golpes; lo vio en su callada protesta, en la mirada de desafío que le lanzaba sin apartar los ojos con el bastardo del soldado en los brazos.

Lo vio en el niño que tenía en sus brazos.

– Deja a mamá en paz -dijo Símon en voz baja.

– ¡Dámelo! -gritó Grímur-. ¡Dame ese niño, maldita víbora!

La madre sacudió la cabeza.

– No te lo daré -respondió en voz baja.

– Deja a mamá -dijo Símon en voz más alta.

– ¡Dámelo -gritó Grímur- u os mato a los dos! ¡Os mataré a todos! ¡Os mataré! ¡A todos! -Babeaba de rabia-. ¡Puta de mierda! ¡Querías matarme! ¡Te crees que podrías matarme a mí!

– ¡Basta ya! -gritó Símon.

La madre apretaba al niño contra su pecho con una mano, y con la otra buscaba las tijeras grandes, pero no las encontraba. Apartó los ojos de Grímur y miró a su alrededor, despavorida, ampliando su búsqueda, pero ya no estaban.

Erlendur miró a Mikkelína.

– ¿Quién cogió las tijeras?

Mikkelína se había puesto en pie y estaba delante de la ventana del salón. Erlendur y Elinborg intercambiaron miradas. Los dos pensaban lo mismo.

– ¿Eres tú la única que puede contar lo que sucedió? -preguntó Erlendur.

– Sí -dijo Mikkelína-. No hay nadie más.

– ¿Quién cogió las tijeras? -preguntó Elinborg.

Capítulo 28

– ¿No os apetece conocer a Símon? -preguntó Mikkelína. Sus ojos estaban empañados de lágrimas.

– ¿A Símon? -dijo Erlendur, que no sabía de qué les estaba hablando. Entonces se acordó. Recordó al hombre que había ido a recogerla a la colina-. ¿Te refieres a tu hijo?

– No, a mi hijo no, a mi hermano -precisó Mikkelína-. A mi hermano Símon.

– ¿Vive?

– Sí. Vive.

– Entonces tendremos que hablar con él -dijo Erlendur.

– No servirá de mucho -dijo Mikkelína con una sonrisa-. Pero iremos a verle. Le gustan las visitas.

– Pero ¿no piensas seguir con lo que nos estabas contando? -preguntó Elinborg-. ¿Qué clase de bestia era ese hombre? No puedo creer que alguien sea capaz de comportarse así.

Erlendur la miró

Mikkelína se levantó.

– Os lo contaré por el camino. Vamos a ver a Símon.

– ¡Símon! -gritó la madre.

– Deja a mamá en paz -chilló Símon con voz temblorosa, y antes de que pudieran darse cuenta le había clavado la tijera hasta el fondo a Grímur en el pecho.

Símon retiró la mano. El mango de las tijeras sobresalía del pecho. Grímur miró a su hijo con ojos de asombro, como si no acabara de entender lo que había sucedido. Se fijó en las tijeras y pareció incapaz de moverse. Miró de nuevo a Símon.

– ¿Me matas tú? -gimió, cayendo de rodillas.

La sangre empezó a salir por la herida y alcanzó el suelo, y él fue cayendo poco a poco hacia atrás hasta quedar tendido.

La madre apretaba al niño contra su pecho llena de silencioso espanto. Mikkelína estaba inmóvil a su lado. Tómas seguía quieto en el mismo sitio en que se le había caído el plato. Símon empezó a temblar, en pie al lado de su madre. Grímur no se movía.

Un silencio sepulcral se adueñó de la casa.

Hasta que la madre dejó escapar un lacerante grito de agonía.

Mikkelína calló.

– No sé si el niño nació muerto o si mamá lo había apretado con tanta fuerza que se asfixió en sus brazos. Lo parió mucho antes de que hubiera llegado a término. Lo esperaba para la primavera pero era todavía invierno. No le oímos hacer ruido alguno. Mamá no llegó a limpiarle la boca y la nariz y le enterró el rostro en su ropa manteniéndole abrazado, por miedo a que se lo quitara.

Erlendur torció hacia la entrada de una casa unifamiliar normal y corriente, siguiendo las indicaciones de Mikkelína.

– ¿No habría sobrevivido al invierno? -preguntó Erlendur-. Me refiero a su marido. ¿Ésos eran los planes que se había hecho ella?

– Quizá -dijo Mikkelína-. Llevaba tres meses envenenándole. No era suficiente.

Erlendur se detuvo en la entrada de la casa y apagó el motor.

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