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Arnaldur Indriðason: Silencio Sepulcral

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Arnaldur Indriðason Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida. Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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– Porque ella no dijo nada -dijo Erlendur.

– Sí, porque no dijo nada -convino Elsa-. Se negó a decir quién era el padre. Él no sabía nada de la violación. Creo que eso está claro.

– ¿Podría haber utilizado a alguien para ayudarle? -preguntó Erlendur-. Alguien que hiciera el trabajo por él.

– No te comprendo.

– Alquiló su casa de Grafarholt a un ladrón que además era un hombre muy violento. Eso no quiere decir nada de por sí, pero es un dato.

– No sé de qué me hablas. ¿Un hombre violento?

– Bueno, no, de momento parece que no podemos ir más allá. A lo mejor nos hemos apresurado en exceso, Elsa. Seguramente, lo mejor será esperar el informe del forense. Perdona si hemos…

– No, faltaría más, qué va, gracias por informarme de cómo marchan las cosas. Lo aprecio de verdad.

– Te comunicaremos cómo sigue el caso -dijo Sigurdur Óli.

– Y el mechón de pelo -dijo Elsa- lo confirma.

– Sí -repitió Erlendur-. El mechón de pelo.

Elinborg se levantó. Había sido un día muy largo y quería llegar a casa. Dio las gracias a Bára y le pidió que la perdonara por las molestias que le había ocasionado con su visita a esas horas de la tarde. Bára le dijo que no se preocupara. Acompañó a Elmborg a la puerta y cerró tras de sí. Un instante después sonó el timbre y Bára abrió de nuevo.

– ¿Era alta? -preguntó Elinborg.

– ¿Quién? -dijo Bára.

– Tu hermana -respondió Elinborg-. ¿Era especialmente alta, de estatura media, o baja? ¿Qué estatura tenía?

– No, no era alta -dijo Bára con una débil sonrisa-. Todo lo contrario. Siempre comentaban lo bajita que era. Se la consideraba una mujer pequeña y frágil. Casi como Pulgarcita, decía mi madre. Y era de lo más divertido verla con Benjamín de la mano, porque él era muy alto y destacaba a su lado como una torre.

A medianoche, el médico de distrito llamó a Erlendur, que estaba junto a la cama de su hija en el hospital.

– Estoy en el tanatorio -dijo el médico-, he separado los esqueletos y confío en no haber estropeado nada. No estoy especializado en medicina forense. La mesa y el suelo están llenos de tierra, todo está hecho una pena.

– ¿Y? -preguntó Erlendur.

– Ya, perdona, bueno, tenemos los huesos del feto, que en realidad tenía seis u ocho o los nueve meses, por lo menos.

– Sí -dijo Erlendur impaciente.

– Pero en eso no hay nada raro. Aunque…

– Sí.

– Podría haber nacido ya cuando murió, o a lo mejor nació muerto. Es imposible decirlo. Pero quien está debajo no es su madre.

– Espera, ¿cómo…? ¿Por qué dices eso?

– La persona que está debajo, o la que enterraron debajo, como quieras decirlo, no puede ser la madre del niño.

– ¿Que no es la madre? ¿Qué quieres decir? ¿Quién es, entonces?

– No es la madre del niño. Totalmente excluido.

– ¿Por qué?

– No cabe la menor duda -dijo el médico de distrito-. Nos lo dice la pelvis.

– ¿La pelvis?

– El esqueleto grande es de un hombre. Lo que hay debajo del niño es un varón.

Capítulo 27

El invierno fue largo y difícil en la colina.

La madre siguió trabajando en la granja de Gufunes y los chicos cogían el autobús del colegio todas las mañanas. Grímur empezó a trabajar de nuevo en el transporte de carbón. El ejército no quiso volver a contratarle después del robo. El campamento de intendencia se había cerrado y transportaron los barracones enteros al campamento de Hálogaland, más cerca de Reykjavik. Sólo quedaron las vallas y los postes, y una pequeña explanada asfaltada que había delante de los barracones. El gran cañón había sido retirado de la casamata. La gente decía que se acercaba el fin de la guerra. Los alemanes se batían en retirada en Rusia, y se decía que pronto habría una gran ofensiva en el frente occidental.

Ella hacía todo lo posible por mejorar un poco su situación. Grímur la amenazaba frecuentemente. Decía que no la dejaría conservar al niño, que lo mataría nada más nacer. Sería un idiota igual que Mikkelína y lo mejor era matarlo enseguida. Maldita puta de yanquis, la llamaba. Pero aquel invierno no la agredió. Estaba tranquilo, aunque daba vueltas alrededor de ella en silencio, como un depredador preparando el ataque a su presa.

La mujer intentó hablar de divorcio, pero Grímur se rió.

Ella ocultó el embarazo en Gufunes. Quizá pensaba que en el último momento Grímur se contendría, que sus amenazas eran palabras vacías, que cuando llegara el momento no mantendría sus atrocidades y que aceptaría al niño.

Finalmente, ella tomó una decisión desesperada. No para vengarse de Grímur, aunque tenía motivos de sobra para ello, sino para defenderse a sí misma y al hijo que llevaba en el vientre.

Mikkelína percibía una tensión creciente entre su madre y Grímur aquel difícil invierno, y también notó un cambio en Símon, lo que le produjo una angustia igual de grande. El muchacho siempre había estado muy unido a su madre y ahora apenas se separaba de ella cuando él volvía del colegio y ella de su trabajo. Estaba más nervioso que nunca desde que Grímur había vuelto de la prisión aquella fría mañana de otoño. Evitaba a su padre cuanto podía, y la preocupación por su madre iba haciéndose mayor y más acuciante con cada día que pasaba. Mikkelína le oía hablar consigo mismo y a veces le parecía oírle hablar con alguien a quien no podía ver y que no estaba presente: con alguien que no existía. Símon comentaba en alto lo que tenía que hacer para salvar a su madre y al niño que llevaba en su seno, que era de su amigo Dave. Era el responsable de proteger a su madre frente a Grímur, era su obligación garantizar que el niño pudiera vivir, pues no había nadie más a quien recurrir. Su amigo Dave no volvería. Símon se tomaba muy en serio las amenazas de Grímur. Estaba firmemente convencido de que no dejaría que el niño viviera. Grímur se lo llevaría y no volverían a verle. Se lo llevaría a la montaña y volvería sin él.

Tómas seguía siendo taciturno como antes, pero Mikkelína notó también un cambio en él a medida que transcurría el invierno. Grímur se lo llevaba a su cuarto por la noche, después de haberle prohibido a la madre la entrada al cuarto matrimonial y de obligarla a dormir en la cama de Tómas, demasiado pequeña e incómoda para ella. A partir de entonces Mikkelína no supo qué le pasaba a Tómas, pero empezó a mostrar una actitud muy distinta. No quería tener trato alguno con ella y se alejó también de Símon, aunque la relación entre los dos hermanos siempre había sido muy buena. La madre intentaba hablar con él pero Tómas le daba la espalda, huraño, silencioso y solitario.

– Símon se está volviendo un tanto raro -oyó que le decía una vez Grímur a Tómas-. Se está volviendo raro igual que tu mamá. Ten cuidado con él. Ten cuidado de no ser como él. Porque entonces tú también serás raro.

Mikkelína oyó una vez a su madre hablando con Grímur sobre el bebé; fue la única vez que le permitió dar su opinión. Ella había engordado ya bastante y él le prohibió que siguiera trabajando en la granja de Gufunes. Le decía:

– Lo dejas y dices que tienes que ocuparte de tu familia.

– Podrías decir que es tuyo -repuso su madre.

Grímur se rió de ella.

– Podrías hacerlo.

– Cállate.

Símon también estaba escondido, espiándoles.

– Podrías decir que el niño es tuyo -insistió la madre, conciliadora.

– Ni lo intentes -dijo Grímur.

– Nadie tiene por qué saber nada. Nadie tiene por qué enterarse de nada.

– Es demasiado tarde para tratar de arreglarlo. Deberías haber pensado en ello cuando te estabas revolcando en el brezal con aquel cabrón de yanqui.

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