– Alguien lo recordaba, entonces. No fue olvidado por completo.
– Siempre hay alguien que recuerda.
– ¿En esa revista no hablaba de las burlas en el colegio, de las exigencias de vuestro padre, de la muerte de vuestra madre, ni de cómo las esperanzas que había albergado su padre se quedaron en nada, ni del hecho de que tuviera que abandonar su hogar?
– ¿Qué sabes tú de las burlas en el colegio?
– Sabemos que se metían con él porque le consideraban diferente. ¿No es cierto?
– Yo creo que mi padre no tenía unas expectativas irrazonables. Es un hombre con los pies en el suelo, muy realista. No sé por qué utilizas esos términos. En aquella época, parecía que mi hermano llegaría muy lejos con su voz, iba a cantar en el extranjero y despertaba un interés poco habitual en esta sociedad nuestra tan pequeña. Mi padre se lo hizo ver con claridad. Creo que le dijo también que para conseguirlo era imprescindible trabajar muy duro y con mucha dedicación y aplicación, y que no tenía que hacerse demasiadas ilusiones. Mi padre no es idiota. No se te ocurra pensar semejante cosa.
– No pienso semejante cosa -dijo Erlendur.
– Bien.
– ¿Gudlaugur no intentó nunca ponerse en contacto con vosotros? ¿O vosotros con él? ¿En tanto tiempo?
– No. Creo que he respondido ya a esa pregunta. Lo único que pasó fue que de vez en cuando venía a nuestra casa sin que nosotros nos diéramos cuenta. Me dijo que llevaba años haciéndolo.
– ¿Tu padre y tú no lo buscasteis?
– No, nunca.
– ¿Quería mucho a vuestra madre? -preguntó Erlendur.
– La idolatraba -dijo Stefanía.
– Su muerte debió de causarle un enorme dolor.
– A todos nos causó un enorme dolor.
Stefanía dejó escapar un profundo suspiro.
– Imagino que algo debió de morir dentro de todos nosotros cuando falleció. Algo que nos convertía en una familia. Creo que no me di verdadera cuenta hasta mucho después, de que era ella la que nos mantenía unidos, la que garantizaba el equilibrio. Ella y mi padre no estaban de acuerdo sobre Gudlaugur, y discutían sobre su educación, si se puede llamar discusión a eso. Ella quería dejarle ser como él quisiera, y aunque cantara tan bien, aquello no tenía por qué convertirse en algo tan importante.
Miró a Erlendur.
– Creo que nuestro padre nunca lo vio como un niño, sino más bien como un proyecto. Algo a lo que él y solo él tenía que dar forma.
– ¿Y tú? ¿Cuál era tu posición?
– ¿Mi postura? Nunca me la preguntó nadie.
Callaron, escucharon el murmullo de la sala y miraron a los extranjeros charlar y reír. Erlendur miró a Stefanía, que parecía haber desaparecido en su propio interior y en los recuerdos de su familia rota.
– ¿Tuviste algo que ver con la muerte de tu hermano? -preguntó Erlendur con precaución.
Fue como si ella no oyese lo que le decía, así que repitió la pregunta. Ella levantó la vista.
– Nada en absoluto -dijo-. Ojalá siguiera con vida y pudiera…
Stefanía calló.
– ¿Que pudiera qué?
– No lo sé, quizá reparar…
Volvió a callar.
– Fue todo tan horrible. Todo. Empieza con insignificancias y luego va aumentando y empeorando hasta que se vuelve insoportable. No quiero minimizar el hecho de que tirase a nuestro padre por la escalera. Pero uno adopta una posición y no hace nada para modificarla. Porque no deseamos hacerlo, supongo. Y va pasando el tiempo, y con los años uno acaba por olvidar los sentimientos, la razón por la que lo comenzó todo. De manera voluntaria o involuntaria, vamos dejando pasar las oportunidades de reparar lo que se torció, y de repente es ya demasiado tarde para intentar arreglar las cosas. Han transcurrido todos estos años y…
Exhaló un profundo suspiro.
– ¿Qué sucedió después de que te lo encontraras en la cocina?
– Hablé con papá. No quería saber nada de Gudlaugur y ahí se acabó todo. No le mencioné las visitas nocturnas. Intenté hablar con él de reconciliación. Le conté que me había encontrado casualmente a Gulli en la calle, y que quería ver a su padre, pero papá se mostró absolutamente inflexible.
– ¿Tu hermano no volvió más a casa?
– No que yo sepa.
Miró a Erlendur.
– Aquello fue hace dos años, y esa fue la última vez que le vi.
Stefanía se puso en pie y se dispuso a marcharse. Como si ya hubiese dicho todo lo que tenía que decir. Erlendur tuvo la sensación de que había optado por explicarle solamente lo que quería que él supiese, y que se había guardado lo demás. Él se puso también en pie y estuvo pensando si darse por satisfecho con eso por el momento o continuar el interrogatorio. Decidió dejar que se marchara si quería. Estaba mucho más dispuesta a colaborar que antes, y eso le resultaba suficiente por el momento. Pero no pudo dejar de preguntarle por un misterio que no conseguía solucionar y que ella no le había aclarado.
– Puedo comprender que tu padre estuviera furioso toda la vida aunque fuera un accidente -dijo Erlendur-. Porque se quedó inválido, atado para siempre a una silla de ruedas. Pero no acabo de comprender tu postura. Por qué reaccionaste del mismo modo. Por qué te pusiste del lado de tu padre. Por qué te revolviste contra tu hermano y pasaste tantos años sin tratar de ponerte en contacto con él.
– Creo que ya he colaborado suficientemente -dijo Stefanía-. Su muerte no es asunto de mi padre ni mío. Está relacionada con la otra vida que llevaba mi hermano, y que ni mi padre ni yo conocemos. Espero que sabrás apreciar mi sinceridad y mi espíritu de colaboración, y que no volverás a molestarnos más, ni a aparecer por mi casa para ponerme las esposas.
Extendió la mano como si quisiera sellar así una especie de pacto entre los dos, de que a partir de entonces los dejarían en paz a ella y a su padre. Erlendur le tomó la mano e intentó sonreír. Sabía que aquel pacto tendría que romperse más tarde o más temprano. Demasiadas preguntas, pensó, y muy pocas respuestas creíbles. No estaba dispuesto a soltarla tan pronto. Creía que seguía mintiéndole o que, por lo menos, estaba dando rodeos en torno a la verdad.
– ¿Así que no viniste al hotel a ver a tu hermano unos días antes de su muerte? -preguntó.
– No, tenía una cita con una amiga en este mismo salón. Tomamos un café. Puedes ponerte en contacto con ella y preguntarle si es mentira. Ya había olvidado incluso que él trabajaba aquí, y mientras estuve en el hotel ni siquiera lo vi.
– Quizá lo compruebe -dijo Erlendur, tomando nota del nombre de la mujer-. Otra cosa: ¿conoces a un hombre llamado Henry Wapshott? Es inglés y estaba en contacto con tu hermano.
– ¿Wapshott?
– Es un coleccionista de discos. Está interesado en los discos de tu hermano. Resulta que colecciona discos de coros y está especializado en niños de coro.
– Nunca había oído ese nombre -dijo Stefanía-. ¿Especialista en niños de coro?
– Ciertamente existen coleccionistas más raros que él -dijo Erlendur, aunque prefirió no contarle lo de las bolsas de vomitar de las líneas aéreas-. Cree que los discos de tu hermano son auténticos tesoros hoy día, ¿sabes algo sobre eso?
– No, ni idea -dijo Stefanía-. ¿A qué se refería? ¿Qué significa eso?
– No sabría decir cuánto -dijo Erlendur-. Pero son lo suficientemente valiosos como para que Wapshott viniera a Islandia a ver a tu hermano. ¿Conservaba Gudlaugur sus discos?
– No creo.
– ¿Sabes qué fue de las copias de sus discos que no se vendieron?
– Supongo que se venderían -dijo Stefanía-. ¿Tendrían algún valor si aún existieran?
Erlendur percibió cierta excitación en su voz y pensó si no estaría jugando con él, si sabía todo eso mucho mejor que él y estaba intentando averiguar hasta dónde sabía él.
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