Arnaldur Indriðason - La voz

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Gulli, el viejo portero de uno de los más conocidos hoteles de Reykjavik, aparece desnudo y acuchillado hasta morir en su miserable habitación en el sótano. Pero Gulli es mucho más que un simple portero que se disfrazaba de Papa Noel todas las navidades, es un completo misterio. Veinte años en el hotel y nadie le conoce realmente. Erlendur Sveinsson decide alojarse en el mismo hotel en busca de la asesina, que, también de eso cree estar convencido, aún debe permanecer muy cerca, pese a que las vacaciones de Navidad están ya encima y el hotel completo. Mientras que al director tan sólo le importa que el asesinato permanezca oculto y su reputación intacta. Erlendur, sin embargo, recibe la visita de su hija, que de nuevo se adentra entre las brumas de la droga y el alcohol, dejando al inspector al borde de la desesperación y la impotencia.

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– Es bastante posible -dijo Erlendur.

– ¿Ese inglés sigue en el país ahora? -preguntó ella.

– Lo tenemos bajo custodia, en prisión -dijo Erlendur-. Es posible que sepa más sobre la muerte de tu hermano de lo que nos ha contado.

– ¿Creéis que fue él quien lo mató?

– ¿No has oído las noticias?

– No.

– Es un sospechoso, eso es todo.

– ¿Qué clase de persona es?

Erlendur estuvo a punto de hablarle de los informes de la policía británica, así como de la pornografía infantil encontrada en la habitación de Wapshott, pero se contuvo. Repitió sus palabras de que era un coleccionista de discos interesado en los niños de coro, que se alojaba en el hotel y tenía relación con Gudlaugur, y que era lo bastante sospechoso como para que lo hubieran detenido.

Se despidieron como buenos amigos y Erlendur la miró mientras recorría el comedor y el vestíbulo. En ese momento empezó a sonar su móvil en el bolsillo. Lo cogió y respondió. Para su gran sorpresa, quien llamaba era Valgerdur.

– ¿Podría verte esta tarde? -preguntó sin más preámbulo-. ¿Estarás en el hotel?

– Es posible -dijo Erlendur, sin poder ocultar el asombro en su voz-. Creo que…

– ¿Digamos que a las ocho? ¿En el bar?

– Perfecto -dijo Erlendur-. Digamos que sí. ¿Qué…?

Se disponía a preguntarle qué era lo que la preocupaba cuando ella colgó y lo único que pudo oír fue el silencio en su oído. Apagó el móvil y se preguntó por qué querría verlo. Había descartado ya la posibilidad de conocer mejor a aquella mujer, y había llegado a la conclusión de que seguramente no tenía ninguna posibilidad de ligar con alguna mujer. Pero entonces llegó aquella llamada telefónica, y no acababa de saber cómo debía tomarla.

Era ya por la tarde y Erlendur estaba muerto de hambre, pero en lugar de comer en el restaurante del hotel, subió a su cuarto e hizo que le subieran un almuerzo decente. Todavía tenía que ver algunas cintas, de modo que puso una en el vídeo y la hizo avanzar mientras esperaba su comida.

Perdió la concentración enseguida, su mente se apartaba constantemente de la pantalla y empezó a darle vueltas a las palabras de Stefanía. ¿Por qué iba Gudlaugur a su casa por las noches? A su hermana le había dicho que echaba de menos su casa. «A veces echo de menos mi casa.» ¿Qué había detrás de aquellas palabras? ¿Lo sabía su hermana? ¿Qué significaba la casa en la mente de Gudlaugur? ¿Qué echaba de menos? Él ya no era parte de la familia y quien más cerca había estado de él, su madre, había muerto muchos años atrás. No molestaba a su padre o a su hermana cuando los visitaba. No iba durante el día, como haría cualquier persona normal, si es que existen las personas normales, ni iba para arreglar las cosas entre ellos, para apaciguar la enemistad, la furia e incluso el odio que se había creado entre él y su familia. Iba al amparo de la oscuridad de la noche y tenía la máxima precaución en no despertar a nadie, y luego se marchaba sin que se percataran de su presencia. No parecía buscar h reconciliación ni el perdón, sino algo más importante, algo que solo él sabía y que nunca sería desvelado, algo que estaba oculto en esa palabra.

Su casa.

¿Qué era?

Quizá sensaciones de la infancia en la casa de sus padres, antes de que la vida arrojara contra él la desgracia y un destino incomprensible que solo acarrearon desastres y sufrimientos. Tal vez recuerdos de cuando correteaba por aquella casa, consciente de la presencia de su padre, su madre y su hermana, que entonces aún eran sus compañeros y sus amigos. Probablemente fuera a la casa en busca de recuerdos que no quería perder y que lo mantenían en pie cuando más desdichado se sentía.

Tal vez iba a la casa para enfrentarse al destino que le había tocado vivir. Las exigencias intransigentes de su padre, las burlas de quienes lo consideraban diferente, el amor de su madre, que para él era la persona más querida, y su hermana mayor, que también se ocupaba de él; la decepción, cuando regresaron después del concierto en el Cine Municipal, y su mundo se derrumbó sobre él y las esperanzas de su padre se convirtieron en nada. ¿Qué podía ser peor para un niño como él que no haber podido estar a la altura de las expectativas de su padre? Después de los esfuerzos que había hecho él mismo, de todo lo que había hecho su padre y de todo lo que había hecho su familia. Había sacrificado su infancia para llegar a ser algo que no acababa de entender y sobre lo que no tenía poder alguno… y no sucedió nada. Su padre había jugado con su infancia, en realidad se la había robado.

Erlendur suspiró.

– ¿Quién no echa de menos su casa de vez en cuando?

Estaba tumbado en la cama cuando de pronto oyó ruido en la habitación. Al principio no supo de dónde procedía. Pensó que el tocadiscos se había puesto en marcha y la aguja había entrado en un surco del disco.

Se levantó, miró el tocadiscos y comprobó que estaba apagado. Volvió a oír el mismo sonido y miró a su alrededor. La habitación estaba a oscuras y no veía bien. Algo de claridad llegaba de la farola del otro lado de la calle. Iba a encender la luz de la mesilla de noche cuando volvió a oír el sonido, más fuerte que antes. No se atrevía a moverse. De pronto recordó dónde lo había oído antes.

Se sentó en la cama y miró la puerta. En la débil claridad vio una pequeña figura humana acurrucada en un rincón junto a la puerta; lo miraba, con el rostro morado de frío y temblando como la hoja de un árbol, y sorbía por la nariz.

Aquel era el sonido que Erlendur había reconocido.

Se quedó mirando a aquella figura, que también lo miraba e intentaba sonreír, pero sin conseguirlo por culpa del frío.

– ¿Eres tú? -preguntó Erlendur.

En ese mismo instante, la figura desapareció del rincón y Erlendur se despertó sobresaltado, casi cayéndose de la cama, y miró fijamente la puerta.

– ¿Eras tú? -suspiró, y vio ante sí jirones de su sueño, los guantecillos de lana, el gorro, el anorak y la bufanda. La ropa que llevaban al salir de casa.

La ropa de su hermano.

Que temblaba de frío en aquella habitación tan fría.

26

Estuvo un largo rato en silencio junto a la ventana, mirando la nieve caer sobre la tierra.

Finalmente se puso de nuevo a mirar las cintas. La hermana de Gudlaugur no volvió a aparecer en la pantalla, ni nadie más que conociera, con la excepción de algunos empleados que había conocido en el hotel y que caminaban apresurados para entrar o salir del trabajo.

Sonó el teléfono del hotel, y Erlendur respondió.

– Me parece que Wapshott dice la verdad -comenzó Elínborg-. Le conocen bien en las tiendas de coleccionistas y en el rastro.

– ¿Estuvo por allí a la hora que afirmaba?

– Les enseñé fotos suyas y pregunté sobre las horas, y lo recordaban con bastante precisión. Lo suficiente para que podamos descartar su presencia en el hotel cuando se produjo la agresión a Gudlaugur.

– Tampoco es que tenga pinta de asesino, me parece.

– Es un pedófilo pero quizá no un asesino. ¿Qué piensas hacer con él?

– Supongo que lo enviaremos al Reino Unido.

Terminaron la conversación y Erlendur estuvo dándole vueltas al asesinato de Gudlaugur sin llegar a ninguna conclusión. Pensó en Elínborg y su mente se desplazó de nuevo al caso del niño maltratado por su padre, a quien Elínborg odiaba.

– Tú no eres el único que hace estas cosas -le había dicho Elínborg al padre. No intentaba darle ánimos. El tono era acusador, como si quisiera que supiera que no era más que uno de los muchos sádicos que arremetían contra sus hijos. Quería hacerle conocer el mundo del que formaba parte. Y las cifras de ese mundo.

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