Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Sybil estaba a menos de un metro. Extendió el brazo, pellizcó entre el índice y el pulgar la hoja del cuchillo que empuñaba Gabriel y tiró de él hasta apoyar la punta en su escote.

– Clávamelo, Gabriel. Venga la muerte de tu amiga. Lo estás deseando.

Si Kiru poseía un talento natural para manipular emociones primarias, Sybil parecía ser una auténtica virtuosa en el uso de aquel don. De repente, Gabriel experimentó un odio visceral por SyKa, a la que imaginó quemada, violada y empalada. Más al mismo tiempo la amó como si fuera la última mujer del universo y deseó poner a sus pies una guirnalda de estrellas. Y no encontró contradicción entre ambas pasiones.

– ¿No eres capaz de clavármelo?

– No -reconoció él.

– Pues entonces pon el cuchillo en tu propio pecho -le ordenó Sybil con voz gutural.

Gabriel no pudo sino obedecer. En su interior aún quedaba una parte racional, tal vez la capa más evolucionada de su cerebro humano, que era consciente de lo que estaba pasando. Sin embargo, lo único que pudo hacer fue contemplarse a sí mismo como espectador pasivo de lo que hacía su cuerpo, dirigido por sus cerebros reptiliano y mamífero.

Siguiendo las instrucciones de Sybil, Gabriel se rajó la camiseta con un corte en forma de L, y tiró de la ventanilla recién abierta para descubrirse el pecho. Después se clavó la punta del cuchillo junto a la tetilla izquierda y trazó una línea hasta la derecha. Sybil se inclinó sobre él y sacó la lengua. La tenía fina y con la punta triangular, y a Gabriel le hizo pensar en una serpiente. Con suavidad, casi con ternura, recorrió el sendero rojo que había abierto la punta del cuchillo.

Gabriel sintió un fogonazo en el cráneo, y oyó los pensamientos de Sybil dentro de su cabeza.

{¿Sabes que el mito de los vampiros [los aztecas y los mayas empezaron a hacer sacrificios humanos incitados por nuestro ejemplo] proviene de nosotros?}

Sybil se apartó de él y se relamió la sangre. Sonreía con sinceridad, como si se lo estuviera pasando en grande.

– ¿Por qué me has contado eso?

– Así que me has oído. Tu amiga me contó que podías oír los pensamientos de Kiru al tocarla. Tal vez llevas en tus venas algo de nuestra sangre.

Sybil jugueteó con la lengua dentro de su boca, como si fuera una gourmet saboreando un plato nuevo.

– Sí, es posible. Esto abre nuevas posibilidades.

– ¿Cuáles?

– Gracias a ti, podría prescindir de alguien. Alguien a quien conozco desde hace mucho tiempo y de quien estoy inmortalmente aburrida.

«A lo mejor salgo vivo de ésta», pensó Gabriel, aferrándose a la posibilidad que sugería Sybil.

– No me has contestado.

Sybil se encogió de hombros.

– No suelo hablar de mis pasados. Pero de vez en cuando me gusta rememorar los viejos tiempos. Como comprenderás, no hay peligro alguno en que sepas cosas sobre mí.

– Porque me vas a matar, ¿verdad?

– No te equivoques conmigo, Gabriel Espada. Soy más sutil que eso.

– Así que quieres decir que me mataré yo mismo.

– Todavía no lo he decidido. Es cierto que, si yo fuera tú, considerando la absoluta miseria que es mi vida, tal vez me clavaría ese puñal en la carótida.

– Gracias por retransmitirme por adelantado mi propia muerte. Pero a los condenados se les concede un último deseo.

– Sé en lo que estás pensando. Eres muy sucio, Gabriel Espada -dijo Sybil, pasándose las manos por las caderas.

– Te equivocas -respondió Gabriel-. Estaba pensando más bien en información.

– La curiosidad es un vicio aún peor que la lujuria. Yahvé echó a Adán y Eva del Edén por comer del árbol del Conocimiento, no por fornicar. Pero voy a ser generosa Contigo. ¿Qué deseas ¿preguntarme?

Gabriel tragó saliva. Era cierto que quería saber; pero, sobre todo, intentaba ganar tiempo.

– ¿Cuándo naciste?

– Es una grosería preguntarle la edad a una mujer.

– A una mujer sí, pero a una diosa no.

– Nací en una época en que nadie se molestaba en llevar la cuenta de los años. Los años no tenían número entonces. Si acaso, llevaban nombre.

– Pero seguro que puedes saber cuándo naciste cotejando tus recuerdos con los libros de historia…

– Lo que vosotros llamáis «historia» no es más que una creación de vuestra imaginación y vuestros prejuicios. Cuando leo vuestros libros, apenas reconozco lo que he vivido en mis cientos de vidas.

– Podríamos aprender tanto de vosotros…

– Si tuviéramos el menor interés en enseñaros, sí. Pero ¿te molestarías tú en enseñarle matemáticas a tu perro?

Gabriel miró a la izquierda. Frodo estaba sentado en el suelo, mirándolos con ojos inocentes y la cabeza ligeramente ladeada.

Y fue entonces cuando Sybil le puso las manos en las sienes.

Capítulo 47

El pasado…

Las visiones de Sybil se asemejaban en realismo a las de Kiru, pero SyKa se movía por ellas planeando velozmente en largos saltos y en elipsis manejadas a voluntad. Las propias imágenes mostraban una cualidad diferente, como si las hubieran rodado con una lente más oscura que recortaba con dureza los perfiles de los objetos. Sin duda, Kiru y Sybil veían la realidad con ojos distintos.

Sybil-Isashara había nacido en algún momento entre lo que los humanos denominaban el Neolítico y la Edad de Bronce. Durante un tiempo tan breve que apenas lo recordaba, había conocido un lugar donde el sol no se ponía sobre el mar, sino sobre una montaña. Pero después ella, su padre y sus nueve hermanos habían aparecido como por arte de magia en una isla anónima en el centro del Egeo que muchos siglos después recibiría el nombre de Agios Efstratios.

Cuando mucho tiempo después Isashara y su mellizo Minos comentaron aquel asunto concluyeron que su padre, el Primer Nacido, Atlas el Execrable, los había drogado o hipnotizado para embarcarlos y desterrarlos en aquella diminuta isla. Como fuere, había conseguido borrarles la memoria. Una vez llegados a la isla ni siquiera se acordaban de que existían construcciones de madera que podían surcar las aguas. Para ellos, el mar era el límite de su pequeño universo.

Ya en la isla, los Segundos Nacidos, los hijos de Atlas o Atlantes, se aparearon y engendraron nuevos descendientes. De ellos y de sus luchas nacieron muchos mitos. Entre los griegos, el relato del enfrentamiento entre los Titanes y sus sucesores, los dioses olímpicos. Entre los nórdicos, las sagas de las luchas entre los Vanir y los recién llegados Æsir. Entre los hebreos, la historia de los nefilim inmortales, los hijos de Dios que con el tiempo se unirían con las hijas de los hombres.

Pero todo eso eran avances que destellaban como relámpagos en la visión que Sybil le mostraba a Gabriel. Porque durante aquel tiempo primigenio y eterno, el mundo fue un lugar muy pequeño, y los Atlantes sólo se conocían a sí mismos y a su progenie.

Para ellos, la muerte era algo muy distinto que para el resto de los humanos -si es que a ellos se les podía llamar humanos-. Les resultaba muy difícil o casi imposible perecer por hambre o consunción: sus organismos eran tan resistentes que sobrevivían incluso reducidos a pellejo y huesos, de modo que sólo podían morir de forma violenta.

Con el tiempo, en cuanto los hijos de los hijos de los Segundos Nacidos empezaron a crecer y a exigir más comida, los Atlantes se dieron cuenta de que la diminuta isla sin nombre no podía producir alimentos suficientes para todos ellos.

Por tanto, los padres empezaron a matar a los hijos. Al Igual que el Cronos de la mitología griega, los Atlantes se habían convertido en dioses que de alguna manera devoraban a sus vástagos.

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