Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– ¿Por qué iban a sacarme fotos?

– Para tenerte controlado.

– Qué tontería. ¿Qué podrían hacer con una foto mía?

– Hay cientos de bases de datos ilegales, si no miles. No tienen más que usar un software de reconocimiento facial para saber dónde vives, cuántas multas le debes al Ayuntamiento y cada cuántos días ves porno en la Red.

– No me lo creo, tío -dijo Herman, cada vez menos convencido.

Mientras dejaba que Herman se cociese un poco más en la salsa de su propia paranoia, Gabriel volvió a llamar a Celeste.

Nada.

Era posible que Celeste hubiese silenciado tanto el móvil como el fijo para acostarse. Pero Gabriel estaba cada vez más preocupado.

– Vamos a pensar en dónde podemos ir. Algún lugar donde no nos tengan localizados. Un hostal de carretera… -Gabriel miró a Herman-. ¿Cuánto dinero llevas encima?

– ¿Por qué?

– Porque no podemos pagar con tarjeta.

– Vamos, tío. Me vas a hacer salir de casa a estas horas, y encima me toca pagar. De puta y poniendo la cama.

– Si Enrique y tú no os hubierais ido de la lengua, ahora no tendríamos que huir como forajidos en la noche.

Durante el camino en coche, Gabriel le había sacado a Herman toda la verdad.

– ¿Cómo? -se defendió Herman-. ¿Que encima la culpa la tengo yo?

– Enrique y tú, sí. Por meteros en camisa de once varas y hablar con Sybil Kosmos.

– ¡Ah, disculpa! Ahora resulta que hacerle un favor a un amigo es un delito.

– ¿Qué favor pretendíais hacerme?

– ¡Ayudarte a salir adelante! Pensamos que ese rollo de la Atlántida podía ser una buena ocasión profesional para ti.

– Lo mismo pensaba yo. Y por eso lo estaba haciendo a mi manera.

– Tu manera de hacer las cosas no suele ser la más adecuada.

Aquello disparó a Gabriel.

– ¿Por qué coño os metéis en mi vida? Yo sé llevar mi carrera.

– ¿Tu carrera? ¿Tu carrera? ¿De qué carrera estás hablando? No es que últimamente saltes de éxito en éxito.

– Dímelo tú, que vas presumiendo del piso de tus padres y de que trabajas en un instituto.

– ¿Y es que no trabajo en un instituto?

– Sí, pero eres conserje, y te das tantos aires como si fueras el puto director. Herman soltó un bufido.

– Pues con lo poco que tengo me basta para prestarte dinero y llevarte a todas partes como si fuera tu puñetero chófer.

Gabriel se dio cuenta de que estaba pisando un campo de minas. Pero estaba tan cansado y le dolían tanto la cabeza y la espalda que no controlaba del todo sus reacciones y se le escapaban comentarios que habría preferido callar.

– Si tanto te molesta llevarme en tu lujosa flota de vehículos, puedes quedarte en tu casa. Kiru y yo nos apañaremos solos.

Gabriel se levantó. Herman lo miró con incredulidad.

– ¿Que os apañaréis solos? Vamos, no jodas.

– Llevo cuarenta y cinco años arreglándomelas sin que nadie me ayude.

– ¿Sin que nadie te ayude? Venga, hombre, siempre estás tirando de la gente, y sobre todo de mí. Me extraña que no me pidas que te la sacuda después de mear.

– Si es así como lo ves, te aseguro que desde ahora mismo se va a acabar.

Gabriel se dirigió a la puerta de la cocina con una dignidad que, en el fondo, a él mismo se le antojaba ridícula.

– ¿Se puede saber adonde vas?

– A mi casa, a hacer la bolsa. Si no te importa que abuse de tu hospitalidad un poco más, voy a dejar que Kiru duerma hasta que termine. Luego la recogeré y me la llevaré de aquí. No quiero meterte en más líos.

Sin mirar atrás, Gabriel cruzó el pasillo y abrió la puerta de entrada. Justo antes de cerrarla con cierta contundencia, oyó a sus espaldas un chasquido familiar. Herman había abierto otra lata de cerveza.

«Arréglalo todo bebiendo, capullo», pensó.

Pero en un nivel más profundo se dijo: «Aquí el único capullo eres tú, Gabriel Espada».

OCTAVA PARTE

MADRUGADA DEL JUEVES AL VIERNES

Capítulo 46

Madrid, La Latina.

Tras subir las empinadas escaleras de su apartamento, Gabriel se encontró aún peor. Entró al servicio corriendo y llegó justo a tiempo de vomitar en la la/a la media pizza que había cenado. Al ver un par de gambas casi enteras sobre la porcelana blanca volvió a sentir bascas, pero el estomago se le había vaciado y sólo consiguió arrugarse de dolor.

Se lavó la cara ante el espejo y comprobó que tenía los ojos rojos y algo vidriosos, como si llevara días sin dormir. No era extraño que le costara enfocar la vista. Las venas de las sienes estaban hinchadas y al latir parecían lombrices vivas, y con cada palpitación una oleada de dolor le recorría la cabeza.

Se preguntó si mantener el contacto mental con Kiru le ponía en peligro de sufrir un derrame cerebral. Quería saber más sobre su pasado, quería descubrir cuál era el secreto del poder de la Atlántida. Pero temía que, por culpa de aquel esfuerzo casi sobrenatural, se estuviera formando un trombo dentro de su cráneo.

Pasó a la cocina, abrió el cajón donde guardaba las medicinas y se tomó dos nolotiles con un trago de agua. Después se dirigió al dormitorio, lo que en aquel cuchitril suponía cuatro zancadas. Pero al pasar delante de la televisión recordó las últimas noticias que había visto en casa de Celeste y la encendió.

En todos los canales de noticias hablaban de lo que estaba ocurriendo en el golfo de Nápoles. Las imágenes eran lejanas, y mostraban un enorme penacho de humo, una especie de hongo oscuro cuya textura rugosa se asemejaba a la de un brécol monstruoso.

Según la información, se trataba de una erupción pliniana, no de un supervolcán. Magro consuelo para los habitantes de la zona, pensó Gabriel, pues bastaba con un volcán sin prefijo aumentativo para destruir la ciudad de Nápoles y sus aledaños.

Por el momento, todavía se recibían imágenes de la región afectada. Un plano mostró una autopista sobre la que caía una nevada grisácea: cenizas volcánicas. Salvo un carril señalado con balizas luminosas por el que entraban ambulancias y coches de bomberos, todos los demás se habían convertido en vías de salida. Pese a aquella medida, los coches estaban parados. Muchos conductores habían apagado el contacto, pero otros mantenían encendidos los pilotos traseros. Las mortecinas luces rojas le recordaron a Gabriel una fantasmal procesión nocturna.

«Todas las carreteras de la zona están colapsadas», informaba la locutora de Televisión Española. «Debido a la lluvia de cenizas se han suspendido casi todos los vuelos, por lo que la evacuación está siendo más difícil todavía. Si la situación sigue así, se prevé una catástrofe humanitaria de consecuencias…».

Gabriel, que ya echaba en falta el latiguillo de la «catástrofe humanitaria», cambió de canal. En la NNC, sobre imágenes de Italia, desfilaban rótulos que informaban sobre el desarrollo de la erupción de Long Valley. «Corn Belt affected by the ashfall». Las cenizas ya habían llegado al cinturón cerealístico, las fértiles llanuras del Medio Oeste. Según la información, amenazaban con arruinar las cosechas de trigo y maíz, pero Gabriel entendió que el verbo «amenazar» era un eufemismo: esas cosechas ya estaban destruidas. ¿Qué ocurriría en invierno cuando el principal granero del mundo se encontrara desabastecido?

«Paso a paso», se dijo Gabriel, como si estuviera en su mano solucionar aquel desastre más adelante. Entró de nuevo en el dormitorio. La ropa que llevaba puesta tenía manchas de sangre y de suelas de zapato, así que se la quitó y la dejó sobre la cama. Ya la lavaría al volver. «Si es que vuelvo», pensó en tono lúgubre. Pese al presagio del atardecer ensangrentado, la gente en España aún no parecía consciente de que lo que estaba ocurriendo en Italia y California acabaría afectándola más temprano que tarde. En una novela había leído que hasta la civilización más avanzada se hallaba tan sólo a dos comidas de una revolución. Pronto lo comprobarían.

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