Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Gabriel se decantaba más por la hipótesis del trauma, porque Kiru parecía haber asimilado algunos recuerdos nuevos después de la Atlántida. No se trataba de vivencias ni hechos, lo que los psicólogos denominaban «memoria declarativa», sino de habilidades prácticas o «memoria procedimental». Así, aunque fuese con un acento peculiar, Kiru hablaba español, y cuando Gabriel se dirigía a ella en inglés o en francés también le contestaba correctamente.

Se preguntó qué lugares habría visitado Kiru a lo largo de los siglos. Si en el Madrid del siglo XXI le habían quemado el rostro con ácido, ¿qué otras brutalidades habría sufrido de las que ni su cuerpo ni, por suerte, su mente guardaban registro?

– ¿Has visto cómo está el cielo?

Acababan de pasar el Viaducto y se habían detenido delante de un semáforo. Gabriel miró a su derecha. Allí había una terraza en la que solían tomar raciones cuando hacía buen tiempo y que ofrecía una vista espléndida del noroeste de Madrid.

Ahora los clientes del restaurante estaban señalando a lo lejos y hacían comentarios entre ellos. Algunos se habían levantado para acercarse hasta el borde de la cuesta que delimitaba la terraza, de modo que los árboles no les estorbaran el panorama.

Gabriel había visto atardeceres espectaculares, pero ninguno como ése. Bajó la ventanilla y asomó la cabeza para contemplarlo mejor. En la zona cercana al horizonte, el cielo parecía oro líquido. Más arriba el amarillo se transformaba en un naranja que daba paso a un intenso carmesí, y éste se extendía pasado el primer cuadrante de firmamento, convirtiéndose poco a poco en un tono cárdeno que por fin, ya casi en el cénit, se diluía con el añil de la noche inminente.

Era como si medio cielo estuviera ensangrentado, o como si al otro lado del horizonte se hubiera desatado un incendio incontenible.

– Son los aerosoles del volcán -dijo Gabriel-. Desvían los rayos del sol por todo el cielo.

– ¿Cómo pueden haber llegado hasta aquí tan pronto? -preguntó Herman-. California está muy lejos.

Gabriel se encogió de hombros. Cuando Enrique se estaba sacando el carnet de piloto, recordaba haberle oído hablar del jet stream, la corriente en chorro que soplaba de oeste a este casi en la estratosfera y que alcanzaba más de doscientos kilómetros por hora.

Fuera por la corriente en chorro o por otra razón, lo cierto era que las cenizas habían llegado. Un hermoso atardecer como heraldo de las plagas que traería el volcán: cenizas grises, frío, hambruna. La ilusión de que aquella catástrofe era algo que sólo afectaba a los americanos empezaba a desvanecerse.

* * * * *

Ya en casa de Herman, cenaron tres pizzas en la cocina. Gabriel se dejó la suya a medias, pues el dolor de cabeza le quitaba el apetito. Pensaba que Herman daría cuenta del resto, como era habitual. Pero, para su sorpresa, los dedos que se abalanzaron sobre las porciones de pizza fueron los de Kiru.

– Está muy rica. A Kiru le gusta la pizza -dijo con la boca llena.

No había hecho falta que le dijeran que se trataba de pizza. Evidentemente, aquél era uno de sus recuerdos procedimentales».

Cuando terminaron de cenar, Kiru empezó a bostezar, y su extraño poder provocó que Herman empezara a dar cabezadas por contagio. Gabriel se levantó y se apartó para huir del halo de sopor que rodeaba a la mujer. Pero, aunque la cocina de los padres de Herman era lo bastante espaciosa para albergar una isla central y una mesa en la que podían comer seis personas, incluso desde la puerta sentía una leve modorra que no colaboraba a aliviar su dolor de cabeza.

– ¿Por qué no le acuestas, Kiru?

– Kiru no tiene sueno.

Gabriel insistió, pero Kiru se empecinaba en seguir levantada. Puesto que delante de ella no podían discutir tranquilos sobre lo que debían hacer a continuación, Gabriel decidió recurrir al Morpheus. Cuando se lo enseñó a Kiru y le dijo que se lo iba a poner a modo de diadema, ella se apartó como si aquel aparato de aspecto arácnido fuera una tarántula de verdad.

– ¿Qué es eso?

– Sirve para tener sueños hermosos, Kiru.

Ella miró a un lado, como si rastreara en el baúl de sus recuerdos perdidos.

– A Kiru le gusta soñar. Pero algunos sueños hacen daño.

– Con esta diadema no te ocurrirá. Confía en mí.

No era necesario que Gabriel insistiera, pues saltaba a la vista que Kiru se fiaba en él. Se sintió un poco miserable, ya que no podía garantizarle que no sufriera pesadillas. Por eso, cuando le colocó el casco en la cabeza y le pegó los microelectrodos, programó el Morpheus en ondas delta para que durmiera profundamente, sin sueños.

Apenas habían pasado treinta segundos cuando Kiru cerró los ojos, tumbada sobre el sofá de la sala de juegos.

– ¿Para cuánto tiempo has programado este cacharro? -preguntó Herman, mientras tapaba con una manta a Kiru.

– Sueño indefinido. Ya la despertaremos.

Gabriel le hizo un gesto para que salieran de la habitación. Volvieron a la cocina, donde él mismo abrió el frigorífico y sacó una lata de cerveza. «No tomes más que una», se recordó a sí mismo. Aunque lo que más le apetecía era repantigarse en un sofá y beber hasta olvidarlo todo, incluidos el dolor de cabeza y de costillas, sospechaba que la jornada todavía no había terminado. No quería que el alcohol lo embotara.

– ¿Es que bebes como los indios cabreados? -preguntó Herman.

– No te entiendo.

– Que sólo has sacado birra para ti.

– Es mejor que tú no bebas. Ya te has tomado una cerveza cenando.

– ¿Desde cuándo te has convertido en mi madre?

– No pretendo ser tu madre. Pero creo que deberíamos irnos de aquí.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó Herman. Pero Cuando ya tenía el dedo metido en la anilla de la lata, comprendió-. Ya. Quieres que conduzca. ¿Por qué no coges el coche tú esta vez?

Gabriel se encogió de hombros.

– Por mí, de acuerdo. Pero luego no me critiques si voy demasiado rápido.

– ¿Y adonde piensas ir?

– Aún no lo sé.

– ¿Pretendes montarte en mi coche y conducir a la aventura?

Gabriel se clavó los dedos sobre el puente de la nariz. La cerveza no le estaba ayudando a mitigar el dolor de cabeza. Apartó la lata al otro lado de la mesa, aunque le quedaba más de la mitad.

– Ya te he dicho que no lo sé. Déjame pensar.

– ¿Por qué tenemos que irnos?

– No estoy tranquilo ni aquí ni en ningún sitio.

– Entonces, razón de más para no ir a ninguna parte.

En vez de contestar, Gabriel sacó el móvil y llamó a Celeste. La conversación en que le había contado su entrevista con la experta en genética no había hecho más que avivar sus temores. Para Gabriel, Kiru representaba el secreto de la Atlántida, el misterio de un antiguo poder que quería comprender. Pero para otros podía significar la eterna juventud, el sueño más ansiado de la humanidad. Por un premio como aquél muchas personas serían capaces de matar o torturar.

Celeste no contestó al móvil. Tras pensárselo unos segundos, Gabriel decidió llamar al teléfono de su casa aunque despertara a los niños.

Tampoco recibió respuesta.

– Esto no me gusta -dijo, guardándose el teléfono en el bolsillo del vaquero-. Es mejor que nos vayamos cuanto antes.

– No te pongas tan nervioso. Ya sé que esos tipos te han metido el miedo en el cuerpo…

– Más bien me han metido en el cuerpo las punteras de sus zapatos.

– … pero no saben que vivo aquí.

– Eso es lo que tú crees.

– ¿Cómo van a saberlo?

– Vamos, Herman. Estamos hablando de Sybil Kosmos. Tiene todo el dinero del mundo a su disposición. ¿Crees que no te sacaron fotos en la clínica?

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