Lo preocupante no eran aquellas opiniones. Chorradas siempre se habían leído en Internet. Pero la búsqueda «Liga de los Trece» no sólo ofrecía como resultado entradas de foros, blogs o debates de redes sociales. También había noticias de verdad.
«Tiroteo en la frontera entre Kansas y Missouri. Un grupo de hombres armados, autodenominados Patriotas de la Liga de los Trece, ha cortado la carretera 54 entre Port Scott y Deerfield y ha obligado a dar la vuelta a todos los conductores que venían del oeste. Cuando la policía del condado intervino, fue repelida por los disparos de los alborotadores, que causaron seis bajas entre los agentes».
Ése había sido el primer incidente. Después se habían producido más, hasta que llegado un momento las agencias ya ni informaban.
«Censura oficial», clamaba un usuario. «El país se está viniendo abajo y nos lo quieren ocultar».
En ese momento, el móvil emitió el tema de Jerry Goldsmith para Star Trek, y en la pantalla apareció una animación de su madre diciendo: «Joey, cómete las espinacas. Joey cómete las espi…».
Joey se apresuró a aceptar la llamada. Jamás se había sentido tan contento de hablar con su madre.
– ¡Hola, mamá! ¿Qué tal están?
– Estamos bien, Joey. Ya hemos entrado en México. Tengo poca batería, así que si se corta…
– ¡Qué coño vamos a estar bien! -exclamó su padre, quitándole el teléfono a su madre-. Mira cómo nos tienen, hijo.
Su padre giró en redondo con el móvil. Se hallaban en una tienda de campaña que era poco más que una lona tendida sobre dos palos y un enrejado de madera a modo de suelo. El interior estaba oscuro y abarrotado de gente.
Después salió de la tienda. Aunque era de día, no se veía mucho más que en el interior. Había muchísimos más pabellones, tan pegados unos a otros que apenas quedaba espacio entre ellos. Parecía que estaba nevando, pero cuando su padre dio una patada en el suelo y se levantó una nube de polvo, Joey comprendió que era ceniza.
– Pero ¿dónde les tienen, papá?
– Nos han dejado cruzar la frontera, pero luego nos han llevado a un descampado fuera de Tijuana y nos han plantado aquí. ¡En un cochino campo de refugiados, como si fuéramos bestias!
– ¿No les dejan seguir hacia el sur para alejarse del volcán? ¡Eso no es justo!
– Pues claro que no lo es. Pero dicen que somos unos yanquis no más, y que bastante con que nos dejaron pasar la frontera. Nos dan una garrafa de cuatro litros de agua al día para toda la familia y cuando les…
La comunicación se interrumpió de golpe. Su madre ya le había avisado de que el móvil andaba corto de batería. Mucho se temía Joey que ya no podrían recargarlo.
Y él tampoco si no volvía la luz. En la pantalla ya había aparecido un aviso: Te quedan diez minutos de batería.
Joey se resignó a aburrirse aún más y apagó el móvil. Tal como estaban las cosas, podría necesitar esos diez minutos más adelante.
Madrid, La Latina.
Tras salir de casa de Celeste y deliberar un rato, decidieron ir al piso de Herman. En el momento en que salieron de la M 30 para tomar la calle de Toledo, Kiru volvió a perder la memoria y sufrió de nuevo aquel enamoramiento por Gabriel que provocaba a su alrededor una especie de estallido primaveral comprimido en segundos.
– Estoy harto de esos reseteos mentales -masculló Herman, mirando a la presunta joven por el espejo interior-. ¿Por qué no te acuestas con ella para que deje de calentarnos a todos?
– No seas bruto. No serviría de nada. Se volvería a olvidar de que lo he hecho y empezaría de nuevo.
Gabriel viajaba detrás para no alejarse mucho de Kiru, pero procuraba no rozarla. Al verla desorientada, le explicó:
– Tranquila, Kiru. Yo soy Gabriel y él es Herman. No te acuerdas ahora, pero somos amigos tuyos.
Ella le sonrió. Gabriel no sabía cómo comportarse ante aquella sonrisa. Era el gesto de una niña de doce años dibujado sobre un rostro que aparentaba poco más de veinte y que, según las pruebas genéticas, debía tener como poco treinta y cinco siglos. Gabriel intentaba resistirse a aquella ambigua atracción, pues se sentía al mismo tiempo un pederasta y un saqueador de tumbas.
– Tú eres amigo de Kiru, Gabriel -dijo Kiru, extendiendo la mano entre ambos sobre el asiento trasero.
Gabriel dudó un momento. Tocar a Kiru suponía entrar en contacto con su mente, lo que le provocaba jaqueca sobre jaqueca. Pero quería averiguar qué había ocurrido cuando ella e Isashara-Sybil se miraron y cómo terminaba el siniestro ritual que había presenciado bajo la cúpula dorada.
Por otra parte, aunque temía el dolor que le producían las visiones, casi se estaba convirtiendo en un adicto a ellas. Los recuerdos eran tan vividos, los sentidos de Kiru tan aguzados y la luz del sol sobre el Egeo tan diáfana que cuando visitaba Creta-Widina o la Atlántida llegaba a creerse en un mundo más real que el suyo propio.
– Sí, Kiru. Tu amigo -dijo Gabriel, entrelazando sus dedos con los de ella.
Fue sólo un instante. Algo hizo que ambos se soltaran. Durante una fracción de segundo Gabriel no supo qué había ocurrido, pero al notar el tirón del cinturón de seguridad en el pecho se dio cuenta de que Herman había dado un frenazo.
– ¡Tío, no hagas eso sin avisarme!
– ¿A qué te refieres?
– Cuando entras en trance se te ponen los ojos en blanco. Y tienes las venas tan hinchadas como si te fueran a reventar. ¡Me has dado un susto de muerte!
Gabriel miró a Kiru. Ella lo estaba mirando con preocupación.
– ¿Te duele la cabeza? -le preguntó.
– ¿Cómo lo sabes?
Kiru volvió a estirar el brazo para tocarle la frente, pero Gabriel se apartó.
– Ahora no. Por favor.
Kiru retiró la mano sin llegar a rozarlo, aunque lo hizo con gesto dolido.
Ya estaban en la zona centro. Se había hecho de noche y apenas había gente en la calle. Gabriel fingió que miraba por la ventanilla y aprovechó para masajearse el puente de La nariz. Dentro de la burbuja de dolor que ya tenía antes se había formado otra que, paradójicamente, era más grande que la burbuja que la contenía. En ella seguían centelleando las visiones, aunque no había conseguido lo que quería. La vivencia evocada por Kiru no pertenecía a su época de la Atlántida, sino a la de Creta, cuando danzaba y hacía cabriolas ante los toros.
Gabriel ya lo había intentado un par de veces en casa de Celeste, pero en vano. Fuera por casualidad o porque Kiru tenía un bloqueo mental, no había conseguido traspasar el momento en que Sybil y ella se miraban a la cara.
Gabriel empezaba a concebir una teoría sobre la memoria de Kiru. No parecía sufrir un auténtico Korsakov. Los afectados por aquel síndrome perdían tanto los recuerdos antiguos como la capacidad de generar otros nuevos. En el caso de Kiru, resultaba innegable que sufría amnesia anterograda: era incapaz de trasvasar información de la memoria de corto plazo a la de largo plazo, de modo que su cerebro, como bien había expresado Herman, se «reseteaba» cada poco tiempo.
Pero también era obvio que conservaba recuerdos antiguos y muy vividos. Sin ser psiquiatra ni psicólogo, Gabriel sospechaba que Kiru se había quedado anclada en las vivencias de hacía tres mil quinientos años porque o bien había sufrido una experiencia traumática que la había dejado mentalmente clavada en aquella época o bien, después de tanto tiempo, sus conexiones neuronales estaban saturadas de información. Tal vez el cerebro humano, aunque fuese mutante como el de Kiru, no estaba preparado para la eternidad. Quizá las únicas respuestas de la mente que el largo paso de los siglos y los milenios fuesen el olvido, la locura o ambos a la vez.
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