Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Joey lo sabía porque, cuando salió de la cúpula y se recuperó del desmayo, Gabriel le había entregado un mensaje de Randall.

– Alguien me ha dado un recado para ti.

– ¿Cuál?

– Que ahora ya puedes estar seguro de que el General Sherman no es el ser vivo más viejo del mundo y de que quedan supervivientes de épocas más remotas.

Joey había sonreído al escucharlo. En efecto, pese a sus dos mil quinientos años de edad, el gran árbol del Parque Nacional de Secuoyas no era la criatura más anciana del mundo. Randall la superaba en muchos siglos. Y no era el único.

* * * * *

Quedaban dos inmortales en el planeta. A uno, Minos, lo habían dejado dentro de una alcoba. Primero lo habían tumbado en una cama, pero él no se tranquilizó un poco hasta que tiraron el colchón en un rincón de la estancia y le colocaron encima una mesa. Acurrucado contra la pared y tapado por el tablero de la mesa, el antiguo rey de la Atlántida se mecía en posición fetal, como si hubiera vuelto al vientre materno.

En cambio su madre, que había olvidado que lo era, parecía encantada con la nueva situación. Kiru había encontrado en una de las salas unas ánforas con vinos especiados y un juego de copas de oro, y sin dudarlo se había dedicado a servir a los demás en una mesa que habían sacado a la azotea. Era como si los estuviera agasajando en su propia casa.

Algo que, por otra parte, tenía su lógica, pensó Gabriel. Kiru pertenecía a este lugar o este lugar pertenecía a Kiru, por múltiples razones.

Para empezar, era la madre del anterior propietario de Nea Thera… y ahora su única familiar viva.

Mientras veía a Kiru llenando las copas, Gabriel caviló sobre las complicaciones legales. Era obvio que el señor Kosmos estaba incapacitado para gobernar su imperio económico. Tal vez seguiría estándolo siempre: era muy posible que el borrado de memoria hubiese producido en su mente daños peores que los que había sufrido Kiru.

Además, ¿quién demostraría que ese varón oligofrénico que no aparentaba más de treinta años era el mismo Spyridon Kosmos al que todo el mundo conocía como un anciano decrépito sentado en una silla de ruedas?

Sospechaba que el Kosmos no iba a tener la iniciativa de solicitar la prueba de ADN. Y, desde luego, no sería Gabriel quien testificara por él.

Lo cual dejaba sólo a Kiru. Si se sometía a esa prueba, podría heredar una inmensa suma, pero al mismo tiempo demostraría que su cuerpo transportaba un dineral aún mayor en genes mutantes.

Dos fortunas que tampoco se hallaba en disposición de manejar, al menos sin la ayuda de un tutor legal.

Kiru le miró y sonrió. No parecía plantearse problemas de herencias ni pruebas genéticas. Había encontrado aceitunas, queso y frutos secos y se dedicaba a ejercer de perfecta anfitriona atlante.

Era evidente que Kiru seguía encaprichada de él. Gabriel se preguntó qué pasaría si se casaban. Como administrador de una fortuna de miles de millones de euros, seguro que le bastaba para llegar a fin de mes y pagarle el alquiler a Luque. Y permitirse algún que otro capricho más.

Después miró a Iris, que seguía hablando con Joey. La islandesa se percató de que Gabriel la estaba observando y también le sonrió. Al hacerlo, se le volvieron a marcar los hoyuelos que le habían encandilado durante la lectura de las cartas.

«Interesante dilema», se dijo. ¿Dinero o amor? Ya lo pensaría mañana.

Con la copa llena, Gabriel se acercó al corrillo que formaban Herman, Enrique y Valbuena.

– Nadie nos va a creer. ¿Qué nos inventamos? -dijo Herman. La terraza del palacio de Minos se abría a los acantilados y al mar. Sin duda, era la mejor ubicación de la isla para mirar el paisaje. También lo era para contemplar la destrucción. O la esperanza.

– Veamos -dijo Gabriel-. ¿Qué tal si le decimos a la prensa: «Vinieron los marcianos y, en vez de traer el fin del mundo, se lo llevaron?»

Después dio un sorbo de vino.

– Hmmm. Exquisito. Ventajas de ser el tipo más rico del mundo:

– Y probablemente el más malvado -apostilló Enrique.

– Lo uno tiene que ver con lo otro -añadió Herman-. Las grandes fortunas siempre nacen de grandes crímenes.

– No siempre -dijo Gabriel, rodeando los hombros de Enrique, que se puso colorado.

– ¿Por qué están ustedes tan seguros de que es menester inventarse una explicación? -preguntó Valbuena, retomando la discusión anterior.

Sus antiguos alumnos se volvieron hacia él como un solo hombre. Estaban perfectamente adiestrados para saber cuándo Valbuena iba a decir algo y no quería que aleteara ni una mosca.

– Un buen misterio puede acarrear menos inconvenientes que una mala mentira. La Humanidad no necesita saber lo que ha ocurrido. Me atrae la idea de que la gente se interrogue sobre el motivo de que esta concatenación de catástrofes haya cesado de forma espontánea. Sin duda, esto generará en el futuro algunos mitos muy interesantes.

Herman no parecía muy de acuerdo. Mientras lo discutía con Valbuena y Enrique, Gabriel se acercó a Alborada, que estaba solo, apoyado en el terrado y mirando los acantilados. O más bien contemplando la nada.

– Oye -le dijo.

Alborada se dio la vuelta. Tenía la copa en la mano, pero aún no la había probado.

– Qué -respondió, sin ninguna entonación. Parecía tan afectado como Joey por lo que le había ocurrido a Randall, o incluso más.

Gabriel le tendió su móvil.

– Ya ha vuelto la cobertura. Llama a Marisa.

Alborada frunció las cejas, sorprendido.

– ¿Cómo?

– Es tu mujer, ¿no? Estaba muy preocupada por ti. Llámala, anda.

«Hacéis muy buena pareja», estuvo a punto de decir, pero pensó que era un comentario demasiado sobrado. Una cosa era que ya considerara a Alborada menos capullo, y otra hacerle reverencias. De modo que regresó al corrillo que seguía discutiendo si presentarse ante los medios de comunicación como salvadores del mundo o seguir en el anonimato.

De momento, Gabriel les dejó hablar. Había una cuestión que lo atormentaba, pero de momento prefería no mencionarla.

Él le había hecho una promesa a la Gran Madre. Llevar su semilla por todo el Sistema Solar y, más tarde, por el resto de la galaxia.

Y cuando se le hace una promesa a una diosa, hay que cumplirla. De lo contrario, las consecuencias son imprevisibles.

* * * * *

Cuando Alborada terminó de hablar, se acercó al grupo y le devolvió el móvil a Gabriel. Después alzó la copa y dijo en voz alta:

– Quiero proponer un brindis.

Todos miraron en su dirección.

– Por Randall. Un hombre bueno. Yo… -Casi se le quebró la voz, pero se sobrepuso y dijo-: Le echaremos de menos.

– ¡Yo también quiero brindar! -exclamó Joey. Kiru le sirvió vino, y ella misma alzó su copa.

«En el fondo quizá sí se acuerda de él», pensó Gabriel.

– ¡Por Randall! -dijo Joey.

– Por Randall -corroboró Gabriel.

Pero nadie bebió, porque se dieron cuenta de que Valbuena todavía quería añadir algo.

– ¡Brindo por Atlas! El auténtico señor de la Atlántida.

Y todos bebieron a la salud del inmortal que se había entregado por salvar al mundo.

Epílogo

Era de noche. Joey había recargado el teléfono, e incluso después de hablar con sus padres el indicador de batería marcaba el noventa por ciento. Aprovechando que todo estaba tranquilo, abrió la carpeta de archivos visuales, encendió el proyector del móvil y lo apuntó hacia el techo.

Allí apareció la primera página del primer libro de los recuerdos de Randall, escrita en aquellos caracteres incomprensibles que habían desafiado a todos los descifradores.

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