Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Kiru. Respóndeme.

Cuando ella intentó hablar no pudo. Seguía teniendo la boca zurcida por gruesos cordeles de cáñamo.

Kiru. ¿En qué momento te cosieron la boca? Recuerda…

Recuerda…

Recuerda…

– ¡ K'mmmmm!

Kiru intentaba hablar.

Kiru. Recuerda cuándo te cosieron. Cuándo te callaron.

Pero si ella estaba drogada cuando se lo hicieron, pensó Gabriel.

Silencio, señor Espada. Los hilos que cierran su boca nos servirán de símbolo para abrir las cadenas que bloquean su mente. Paciencia.

Kiru. Recuerda cuándo te cosieron. Cuándo te callaron.

Kiru sacudía la cabeza a los lados, desesperada por hablar y responder a aquella voz que hacía retemblar las laderas del volcán. Subió los últimos peldaños, se acercó a Isashara, inmóvil como una estatua, y la empujó.

La estatua se hizo añicos contra el suelo. Todo se volvió borroso. Kiru cayó de rodillas sobre la terraza de la pirámide, se clavó los dedos en los labios y tiro con una fuerza sobrehumana de los hilos. El dolor fue tan intenso que Gabriel chilló dentro de ella. Y todo se volvió negro.

Capítulo 53

En vuelo sobre el Atlántico .

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Joey.

Llevaba un rato despierto, viendo a los dos adultos sumidos en un extraño trance. La azafata le miró, sonrió y se llevó un dedo a la cabeza, como diciendo: «Están un poco locos». Después volvió a la cabina, donde llevaba casi todo el viaje.

Randall tenía cogidas las manos de Alborada, y ambos se miraban a los ojos, sin apenas pestañear. Era una de esas extrañas curaciones de su amigo, como cuando había liberado a William Ramírez de su adicción al crack.

¿De qué tenía que curar a Alborada? ¿Se trataba de que recordara algo o de que lo olvidara?

Ambos separaron las manos y parpadearon por fin.

Joey era demasiado joven para sentir auténtica empatía por adultos como Alborada. Sin embargo, se dio cuenta de que el español salía del trance como si le acabaran de quitar de la espalda una mochila cargada de piedras. Los hombros se le veían más rectos, movía el cuello a los lados con soltura y ya no apretaba la mandíbula como si estuviera todo el rato rechinando los dientes.

– Joey…

Joey apartó los ojos de Alborada y miró a Randall. Su amigo estaba palmeando el asiento que tenía al lado.

– Siéntate aquí. Hay una historia que quiero contaros antes de que lleguemos.

– ¡Por fin recuerdas!

– Sí, por fin recuerdo. Pero te lo advierto, Joey. Voy a contar esa historia como se contaban antes las cosas, cuando no había prisas y los relatos se narraban al calor de una hoguera y…

– ¿Es que es una historia muy larga?

– … y los jóvenes no interrumpían a sus mayores.

Joey bajó la mirada y ocupó su asiento.

– Vale. Ya capto la indirecta.

– Así está bien. Tened paciencia, pues, porque voy a narraros mi historia, que es también la historia de la Atlántida.

* * * * *

– No recuerdo cuándo nací. Por dos razones. En primer lugar, fue hace mucho tiempo. En aquella época, la gente no llevaba la cuenta de su edad, ya que no tenía demasiada utilidad. Los años no llevaban número. No había necesidad de fechar los acontecimientos.

»Pero calculo que desperté a la existencia en algún momento entre los años que llamarías 2200 y 1900 antes de Cristo.

– ¡O sea, que tienes más de cuatro mil años!

Alborada se llevó un dedo a los labios para pedir silencio, y Joey pidió perdón con las manos.

– No soy como vosotros, Joey. Debes aceptar desde ahora que pertenezco a una especie emparentada con la vuestra, pero distinta. Llámame Homo immortalis, si quieres. No añadiré más explicaciones sobre eso, porque nos eternizaríamos.

»He dicho "desperté", y ése es el segundo motivo de que ignore cuándo nací. En el momento en que abrí los ojos, no recordaba nada anterior. Pero no era un niño: mi cuerpo era, básicamente, el mismo que veis ante vosotros.

»Estaba desnudo, en un lugar cerrado y cálido, bajo una luz entre dorada y rojiza. Era una estancia circular, una especie de gran iglú de metal. Con el tiempo, ese lugar fue conocido como la cúpula de oricalco. Sus paredes y su suelo emitían un brillo que no deslumbraba, y su superficie mostraba diseños cambiantes, redes y filigranas muy finas que no dejaban de moverse.

»Ami lado, tumbada en el suelo, había una mujer, desnuda como yo.

»Era hermosa, y la deseé. Por un lado era como un recién nacido, pues no tenía recuerdos de mi vida anterior ni de cómo había llegado al interior de la cúpula. Pero sabía hablar, sabía pensar, sabía qué era una mujer y cómo debía comportarme ante ella, sabía que estaba desnudo cuando lo normal habría sido encontrarme vestido.

– O sea, que te habían borrado la memoria… Perdona, Randall.

Randall miró a Joey con fingida severidad y prosiguió.

– Es posible que yo mismo la hubiera borrado. Pero ahora no me interesa contaros lo que ocurrió antes de la cúpula, sino después.

«Desperté a la mujer, y ella me miró.

»Pero al tocarla ocurrió algo muy raro.

»De pronto me encontré hablando con ella, pero por dentro. Estaba en su mente, y ella estaba en la mía. No intentaré explicaros la sensación.

Joey observó que Alborada asentía, como si supiera de qué hablaba Randall. ¿Se habrían fundido mentalmente como dos vulcanianos?

– Lo más extraño fue que, gracias a ella, pude atisbar otra mente. Pero ésta era muy superior a la nuestra, muy diferente. Era una entidad colectiva, una especie de red inmensa, con tantos nudos como estrellas en el Universo, tal vez más.

– La Gran Madre -murmuró Alborada. -Así es. La Gran Madre.

A Joey le daba rabia que Alborada tuviera secretos en común con Randall que él ignoraba, pero no dijo nada.

– Yo no llegué a fundirme con la mente de la Gran Madre. La percibía a través de mi compañera, que me hacía de puente, de médium. Pero gracias a ella podía captar sus pensamientos.

»Eran pensamientos muy distintos a los que los humanos pueden concebir, incluso superiores a los que los Homo immortalis alcanzamos. Había belleza en ellos, una mezcla de poesía y pintura en múltiples dimensiones que me llenaba de gozo, aunque no entendía por qué. Eran pensamientos grandes, ideas que hablaban de mundos que no existen ni existirán. La Gran Madre se contemplaba a sí misma, se hacía crecer, se dividía y se comunicaba entre sus partes, volvía a fundirse…

»Me hubiera quedado allí para siempre. La sensación era como sentarse a contemplar las olas o las llamas de una hoguera, sólo que multiplicada de forma infinita: la paz de contemplar hermosos diseños que cambian sin cesar y que despiertan en el alma armonías que ni ella misma sabe que existen.

Randall suspiró, como si añorara aquel momento.

– Pero me di cuenta de que la conexión se estaba debilitando. Lo que ocurría era que ella, mi compañera, se estaba perdiendo dentro de la Gran Madre. Tuve que tirar de ella para sacarla de allí. Era…

»Sólo puedo recurrir a metáforas. Era como si ella fuese una buscadora de perlas sumergiéndose con una cuerda atada a la cintura, y yo estuviese en un bote sujetando el otro extremo de la cuerda. Las perlas eran tan bellas que ella no podía dejar de sacar una y otra y otra, así que si yo no hubiese tirado de la cuerda a tiempo, ella se habría ahogado.

– Creo que lo entiendo -dijo Alborada.

«¿Por qué a él no le regaña cuando le interrumpe?», se preguntó Joey.

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