Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Ahora se hallaba en el subsuelo, a miles de metros bajo la superficie. Sus sentidos humanos estaban prácticamente cegados en aquel lugar, pero otros sentidos cuya existencia había ignorado hasta entonces captaban la vida que bullía en el interior de la Tierra.

Y era una vida muy abundante.

Billones, trillones de pequeños seres pululaban en los diminutos poros de la roca, en la seguridad de las profundidades, lejos del incesante bombardeo de meteoritos que se estrellaban en la superficie terrestre y que seguirían estrellándose durante mucho tiempo.

Esos seres, le explicó Randall, eran tan minúsculos y humildes que, eones después, los humanos los confundirían con formas minerales, salvo algunos científicos que verían en ellos formas elementales de vida y les darían el apropiado nombre de «nanobios».

Aquellos nanobios, criaturas que ni siquiera llegaban al rango de células, poseían la virtud de intercambiar entre sí información, de crear redes mezclando entre sí su contenido genético, su proto ADN.

Había sido un proceso increíblemente lento para la escala humana. Pero si había algo que sobraba entonces era tiempo.

Y la red de nanobios, que ya estaba viva, despertó a algo más.

Despertó a la consciencia. Despertó a sí misma.

Y se extendió bajo toda la Tierra. Una capa viva y pensante, una especie de tejido cerebral de decenas de kilómetros de grosor que se extendía desde la zona contigua a la superficie hasta la capa superior del manto.

Aquel gigantesco cerebro extendió tentáculos, zarcillos de su vasta red, y se dedicó a explorar hábitats menos hospitalarios que el subsuelo en el que había nacido.

Hacia abajo, internándose en el manto se abría la vasta región de las altas temperaturas y las inmensas presiones, un reino prohibido para la vida.

Aparentemente. Pues la gran mente encontró maneras de extender su influencia incluso allí, de trazar redes hasta el núcleo de metal fundido, de mezclar la biología y la geologia hasta convertir literalmente a toda la Tierra en su cuerpo físico.

Un cuerpo y una mente unidos.

La Gran Madre. Gaia, la Tierra consciente y viva.

Pero algunos de sus tentáculos viajaron hacia arriba, hacia la superficie. Allí toda posibilidad de vida era destruida por los incesantes impactos de meteoritos y asteroides, y por el baño letal de rayos cósmicos que destruían el delicado contenido genético.

Sin embargo, con el tiempo el Sistema Solar se convirtió en un vecindario más tranquilo, y los exploradores que subían desde las profundidades sobrevivieron y proliferaron. Allí, bajo la luz del sol, muchos de esos microorganismos se separaron de la vasta red subterránea, se emanciparon de la Gran Madre e inauguraron un nuevo reino biológico.

Surgió el reino de los seres unicelulares, primero procariotas y después eucariotas. Más tarde llegaron los organismos multicelulares. Plantas, animales, criaturas independientes, desconectadas las unas de las otras, aparentemente ajenas a la red de la Gran Madre.

Pero transportaban en su interior las mismas semillas, información replicada a partir de los nanobios que constituían la red. Todos los seres que formaban la biosfera exterior llevaban en su contenido genético memorias de la época de la unidad primigenia, de la mente de la Gran Madre. Incluso los humanos, aunque no pudieran acceder a esos recuerdos.

Excepto yo, por alguna razón. Yo sí puedo leer la memoria genética, dijo la voz de Randall. Tengo el don y la maldición de guardar recuerdos no sólo en mi cabeza, sino en todas las células de mi cuerpo.

– ¿Por qué?

Ignoro la razón por la que fui diseñado así.

– ¿Diseñado?

La voz de Randall evitó la última pregunta y prosiguió:

Para no enloquecer, tuve que aprender a guardar los recuerdos donde ni yo mismo pudiera acceder a ellos, y creé murallas y diques para detener el caudal constante de memoria.

Memoria. Memoria genética. Alborada pensó que la clave eran los recuerdos y que él estaba recibiendo toda aquella información por algo relacionado con la memoria.

– Yo tenía que olvidar algo…

¿Qué es?

– No lo sé. Lo he olvidado.

Entonces todo está bien.

Alborada descubrió que había una sensación de vacío en su mente, un hueco rodeado por una cascara dura que no podía abrir.

Y tampoco quería hacerlo. Sólo sabía que estaba en deuda con Randall. Aunque ignoraba exactamente por qué, la pagaría.

El código Alborada decía: «Un hombre de honor siempre paga sus deudas».

Capítulo 52

Madrid, Moratalaz.

– Sólo hay una solución para superar el bloqueo de memoria que sufre la señorita Kiru. Desde el punto de vista práctico, es como si hubiera vivido muchas vidas y no pudiera recordarlas. Por eso tendremos que recurrir a la regresión.

Gabriel ya sabía que Valbuena creía en la reencarnación, pero no que pretendiera conocer métodos para recordar vidas pasadas.

– Se trata de una técnica antigua -les explicó-. En sánscrito se denomina prati-prasav, o «nacimiento inverso». Es como hacer fluir hacia atrás el río del tiempo.

– Eso es imposible. El tiempo sólo fluye hacia delante -objetó Gabriel.

– La mayoría de las ecuaciones físicas son simétricas con respecto al tiempo-contestó Valbuena. Al Universo y sus leyes les resulta indiferente en qué dirección corra el tiempo. Si nosotros lo percibimos moviéndose en un solo sentido es debido al segundo principio de la termodinámica. Dicho de otro modo, captamos que el tiempo avanza cuando la entropía o grado de desorden de un sistema aumenta. Pero eso no nos impide remontarnos mentalmente al pasado, cuando la entropía era menor.

A Gabriel le pareció que Valbuena lo estaba aturullando con cierta dosis de palabrería. Pero el profesor le exigió silencio. Debían actuar.

Valbuena no tenía diván, de modo que usaron el sofá del salón. Era el típico de color café, forrado de escay. Estaba impecablemente limpio, como todo en aquel piso, pero la imitación de piel se había cuarteado. Gabriel se sintió transportado a su niñez, a la casa de sus abuelos paternos, y pensó que tal vez la regresión en el tiempo no era imposible.

Apagaron todas las luces salvo la del cuarto de baño. Para acelerar, utilizaron el Morpheus en lugar de recurrir a la sofronización. Gracias al aparato, Kiru se estabilizó en una fase de transición entre la vigilia y el sueño.

– Ahora, necesitamos que haga de médium, Gabriel.

Gabriel se volvió hacia su antiguo profesor. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de pila.

– Sé que tiene usted migraña, pero debe hacerlo -insistió Valbuena.

Aunque cualquier roce físico le habría servido para contactar con la mente de Kiru, Gabriel no pudo evitar ponerle el dedo índice bajo el ojo y los otros tres entre el arco supraciliar y la sien, como el señor Spock llevando a cabo la fusión mental.

Fue como hundirse en unas aguas oscuras, como si él mismo bebiera del Leteo, el río del olvido…

* * * * *

Gabriel volvía a habitar el cuerpo de Kiru.

Pero ahora no estaban reviviendo una escena en movimiento sino clavados en una fotografía.

Sybil-Isashara estaba sentada en su sitial, mirando fijamente a Kiru, con una palabra congelada en la boca.

Kiru la miraba a ella, sin reconocerla. Era Gabriel quien sabía que se trataba de Sybil Kosmos.

Kiru… Kiru…

Las palabras resonaron sobre la pirámide como si un dios les hablara desde el cielo. Gabriel reconoció la voz de Valbuena. De alguna manera se había introducido en su visión.

Kiru miró a los lados, buscando el origen de la voz. El resto de la imagen seguía congelada, pero ella se movía.

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