Randall se acercó a ellas. Al momento ambas mujeres se pusieron de acuerdo y la piloto asintió varias veces con la cabeza.
«Qué convincente es», pensó Joey, tan orgulloso de los poderes de su amigo como Robin lo estaría de Batman.
Después, la jefa de policía les dijo a los tres, Randall, Alborada y Joey, que subieran al otro vehículo.
– Yo mismo los llevaré.
El coche estaba tan sucio como si llevara un mes abandonado en la calle. Antes de montar tuvieron que limpiar los cristales. Joey no resistió la tentación de escribir su nombre en el capó, junto al emblema de la policía de Port Hurón.
Aunque la lluvia de ceniza no era tan intensa como en Long Valley, la neblina que formaba dibujaba halos blanquecinos alrededor de las luces del coche. Debía llevar varias horas cayendo, porque ya había depositado en el suelo una alfombra gris que amortiguaba el sonido de las ruedas.
Al parecer, Randall y Alborada sabían de qué iba aquello. Pero a Joey lo habían sacado de la habitación sin explicarle nada, así que preguntó: ¿Adónde nos lleva?
– Al aeropuerto -respondió Carol Ollier-. Si queréis salir de aquí, tenéis que hacerlo ya. A las tres cerrarán todos los aeropuertos, salvo los de la costa este. Y no sé por cuánto tiempo los mantendrán abiertos.
– Pero si estamos casi en la otra punta del país… ¿Cómo es que la ceniza ha llegado tan pronto?
En aquel mediodía innatural, bajo una oscuridad más propia de una noche sin luna, las consecuencias de la erupción parecían mucho más cercanas que viendo las noticias. Joey pensó que las tinieblas de Mordor estaban a punto de llegar a Rivendel.
– Las cosas se están poniendo realmente feas -comentó Alborada.
– No lo sabe bien -dijo la jefa de policía-. En Yellowstone han detectado que su propio supervolcán está a punto de entrar en erupción y han declarado la alerta roja.
– ¿A cuánto está Yellowstone de aquí? -preguntó Joey.
– A más de mil trescientas millas. Pero si ya nos están cayendo las cenizas de Long Valley, que está a más lejos, las de Yellowstone nos van a llegar hasta el cuello. ¿Qué le hemos hecho a Dios para que nos envíe esto?
Por alguna razón, Carol Allier se volvió hacia Randall, como si éste tuviera la respuesta.
– Los dioses se guían por sus propios designios -respondió él-. Lo que hagan o digan los mortales tiene poco que ver en ello.
– ¿Creen de verdad que esto está ocurriendo por voluntad de un ser superior? -preguntó Alborada.
– ¿Y qué otra cosa puede ser? -dijo la jefa de policía.
– Se trata de dos sucesos altamente improbables que han coincidido. Eso da como resultado una improbabilidad aún mayor, como si a una misma persona le toca dos veces la lotería. Es difícil, pero no estadísticamente imposible. No hay por qué recurrir a causas sobrenaturales.
– ¿Y qué me dice de la erupción de Italia? -preguntó la jefa de policía-. Ya son tres veces la lotería
– Otro suceso aislado que ha…
– ¿Y lo de Indonesia? ¿Sabe que allí acaba de entrar en erupción el volcán Krakatoa? Van cuatro veces.
Eso lo ignoraba Joey, y Randall y Alborada también, al parecer. Carol debía haberlo escuchado por la radio de la policía.
– ¿De verdad cree que todo esto es casualidad? -insistió la jefa.
«Los extraterrestres», pensó Joey. Todas esas catástrofes sólo podían ser los preparativos de una invasión alienígena. Primero debilitar a la humanidad con catástrofes volcánicas, y luego asestar el golpe definitivo.
A él mismo le parecía una ocurrencia descabellada, pero ¿no era inverosímil, todo lo que estaba ocurriendo?
Alborada se encogió de hombros.
– Parece que aquí el único que defiende la razón científica soy yo. Pero después de lo que estoy viendo, ya no sé qué pensar.
Acababa de dar la una. La jefa de policía saltó de emisora en emisora para escuchar los boletines horarios. Los titulares se referían sobre todo a lo que ocurría en Estados Unidos, pero incluso sin informar de las erupciones de Italia y del Krakatoa ya resultaban lo bastante apocalípticas.
Las fronteras con Canadá y México estaban colapsadas, y la policía de esos países había empezado a disparar a matar contra aquellos que intentaban saltarse los controles. Joey recordó el campo de refugiados donde habían encerrado a su familia.
– ¿Y qué puede hacer la gente? -protestó-. ¿Quedarse en el sitio y morir de hambre y de sed?
– Chssss -le ordenaron a dúo Alborada y la jefa de policía.
En las principales ciudades de Estados Unidos, incluso en aquéllas en las que todavía no había caído ni un gramo de cenizas, se estaban produciendo disturbios a gran escala. Se trataba sobre todo de algaradas de saqueadores que, al comprobar que la policía y la guardia nacional disparaban a matar, se habían organizado en bandas más numerosas para hacer frente a las fuerzas del orden. El botín que podían obtener era escaso, pues en los comercios apenas quedaba nada que saquear. Una humilde lata de alubias se pagaba a quince dólares.
«… o se pagaría si alguien encontrara una en los estantes de las tiendas», añadió la locutora.
Muchos de esos enfrentamientos se habían convertido en disturbios raciales. En el mismo centro de la nación, en Washington, el distrito de Anacostia estaba en llamas. Las peleas se habían extendido a los barrios cercanos y se acercaban a la zona administrativa. Según la policía, ya se habían producido más de doscientos muertos.
– Este país se está rompiendo por todas las costuras -dijo la jefa de policía-. No tengo fuerza moral para retenerlos aquí.
– Ha decidido soltarnos por su cuenta y riesgo, ¿verdad? -preguntó Alborada.
– Me temo que los agentes del FBI que debían interrogarlos ya no aparecerán. Tienen cosas más urgentes de las que ocuparse que minucias legales como ésta. Si pueden ustedes irse de aquí y reunirse con sus seres queridos, no seré yo quien se lo impida.
– ¿No se meterá usted en un lío?
– ¿Mayor que intentar salvaguardar el orden cuando el caos se apodera de todo? ¡No me haga reír! ¿Quién me va a sancionar a estas alturas?
Como para darle la razón, al doblar una esquina vieron cómo un grupo de encapuchados con linternas golpeaban un escaparate con bates de béisbol. La jefa de policía encendió la sirena y los asaltantes huyeron calle abajo. Uno de ellos se dio la vuelta, prendió fuego a algo que llevaba en la mano y lo tiró contra el coche.
– ¡Un cóctel molotov! -avisó Joey.
Con unos reflejos impensables en una cincuentona, Carol dio un acelerón. Sus pasajeros se golpearon contra los asientos, pero el coche logró esquivar la botella incendiaria, que se estrelló contra una acera. Sin hacer caso de las llamaradas que dejaba tras de sí, la jefa de policía siguió adelante.
– ¿Ven lo que les digo? Es el fin del mundo. Diga lo que diga usted -dijo, volviéndose hacia Randall-, algo hemos hecho para merecernos esto. Nos hemos empeñado en cargarnos el planeta, y ahora él se venga de nosotros.
– A ella le damos igual. No tiene nada que ver con los humanos -contestó Randall.
Cuando llegaron al aeropuerto seguían sin electricidad. Pero la persuasión de Randall consiguió que les encendieran las luces de emergencia de la pista. Por suerte, el Gulfstream estaba guardado en un hangar, limpio de cenizas.
Veinte minutos después dejaron detrás la nube y las turbulencias, ya en territorio de Canadá. La piloto les confesó que había sido el segundo despegue más difícil de su vida. El primero, por supuesto, había sido el de Long Valley.
Después de tantas emociones, era comprensible que Joey se durmiera sobre el Atlántico.
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