Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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– ¿De ese pez aguja en concreto, y no de cualquier otro?

– Exactamente.

En la sala de audiencias reina el silencio. Un punto crucial. Es palpable. Se puede oler, se escucha hasta la caída de un alfiler, hasta el rumor de los lápices sobre los cuadernos de notas en la primera fila, donde los reporteros se afanan por anotar textualmente las palabras del testigo.

Miro hacia Jonah, que tiene los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Mary está sentada tras él, al otro lado de la barandilla. Parece estupefacta, ofuscada, obsesionada por una única idea. Me parece que le estoy leyendo el pensamiento: «¿Estaré casada con un asesino?»

– Alguien debió de ponerla allí. -Jonah se refiere a la sangre seca de las ropas de la víctima-. ¿Cómo, si no, llegó hasta los pantalones de Suade?

– No lo sé.

Me mira como temiendo que yo no le crea. Nos hallamos en una de las celdas de detención, a seis metros de la sala de audiencias de Peltro. Jonah y yo estamos solos. Fuera, en el corredor, la gente va y viene.

Cuando Peltro abandonó el estrado para dirigirse a su despacho, Ryan celebró su propia conferencia de prensa. Lo rodeó un grupo de reporteros, y le preguntaron si el juicio había concluido, si lo del ADN era el golpe de gracia. Lo escuché decir, con una voz que resonó en toda la sala, que siguieran pendientes de los acontecimientos.

La repregunta a Howard Sandler sólo me llevó tres minutos. Lo único que me fue posible cuestionar fue la concatenación de las pruebas. Cuando traté de poner en tela de juicio el sistema de recogida de las pruebas, Ryan protestó, diciendo que eso rebasaba los conocimientos del testigo, y yo me encontré maniatado.

Lo único que Sandler pudo decir es que, una vez llegaron a su propio laboratorio, las muestras fueron manejadas adecuadamente y no se cometió ningún error con ellas.

La única inferencia que traté de establecer fue que tal vez alguien hubiera cometido un error de etiquetado, mezclando las pruebas procedentes del frigorífico con la sangre proveniente del lugar de los hechos.

Por lo general, no siempre se puede discernir cuándo los jurados se están creyendo algo, pero también por lo general es fácil darse cuenta de cuándo no te creen… y en este caso no estaban creyéndose ni una sola de mis palabras.

– Hiciste bien llevándote a Mary de aquí -dice Jonah.

Mi única acción positiva. Hice que Harry se llevase a la esposa de Jonah a casa, pasando por entre los periodistas, y saliendo por la puerta trasera. Esta noche habrá policías en el exterior de la casa de Mary para tratar de mantener a raya la horda periodística.

Harry y yo fuimos hace unos días a la casa de Jonah. Todas las plantas y arbustos de la parte delantera están muertos, como si sobre ellos hubiera pasado un rebaño de ñúes. Los equipos de televisión que tratan de satisfacer el derecho del público a estar enterado de todo han dejado surcos en la tierra del jardín en sus intentos por captar imágenes con valor periodístico: Mary sacando la basura, Mary en la cocina, Mary cerrando las cortinas de su dormitorio, y todo ello captado con sus más potentes objetivos zoom. Los helicópteros de la prensa sobrevuelan la casa mañana, tarde y noche; cuando ya ha oscurecido, vuelven sus focos hacia la casa, mientras los de la televisión apuntan sus cámaras desde el aire.

Hace dos días, Mary me trajo una carta firmada por los responsables de la junta de vecinos de su zona. Le pedían a Mary que se marchase, al menos hasta que el juicio hubiese concluido. Los vecinos ya están hartos de la invasión.

Jonah me mira, como preguntándose qué hacemos ahora.

– Existe otra posibilidad -le digo-. La defensa propia. -Ya hemos hablado de ella antes-. La pistola de Suade. -Arqueo una ceja, y miro a mi cliente.

– No me crees -dice él.

– Ya no sé qué creer. Sé que las pruebas no nos favorecen, y sé que se nos está agotando el tiempo. No hemos podido encontrar a Ontaveroz, ni pruebas de que exista una conexión. Si vamos a cambiar nuestra táctica de defensa, tenemos que hacerlo cuanto antes.

Lo obligo a levantarse y a que se siente frente a la pequeña mesa de acero inoxidable situada en el centro de la celda, con dos sillas atornilladas al suelo e imposibles de mover en los extremos.

– Tengo expertos en mi lista -le digo-. Gente a la que incluí por si acaso. Expertos en reconstrucción. Testigos médicos que están dispuestos a declarar que las heridas que sufrió Suade pudieron producirse durante un forcejeo. Han examinado las pruebas, el informe del forense, las heridas, los residuos de pólvora en las manos de Suade. Están dispuestos a testificar que en el coche se produjo una pugna por la pistola. Tenemos los papeles de la adquisición de la pistola, la que Suade compró. Yo creo que se trató de defensa propia. Ella llevaba esa pistola en el bolso, y creo que aquella noche la sacó.

– Podría haber ocurrido así -dice Jonah-. Pero no lo sé.

– ¿Qué es lo que no sabes?

– Lo que ocurrió. Yo no estaba allí.

Suspiro profundamente y clavo la vista en la pared, por encima del hombro de mi cliente.

Jonah baja la cabeza.

– Si quieres que les diga que estuve allí, lo haré -dice-. Les diré que forcejeé para quitarle la pistola.

Niego con la cabeza.

– No, a no ser que sea cierto. -Aparte del hecho de que sería perjurio, no se me ocurre nada más peligroso que Jonah en el banquillo tratando de inventarse historias.

Él menea la cabeza.

– ¿Por qué no me haces testificar y me permites declarar que yo no estuve allí?

– Porque no te creerán. ¿Qué responderás cuando Ryan te pregunte cómo llegó la sangre del pez aguja a las ropas de Suade?

– No lo sé.

– Y cuando él te recuerde las amenazas que pronunciaste estando Brower delante, ¿qué dirás? ¿Que bromeabas?

– Tal vez -dice él.

– ¿O sea, que no estabas furioso?

– Sí, claro que lo estaba.

– ¿O sea, que no bromeabas?

– Bueno, estaba furioso, pero no pensaba matarla.

– Entonces, ¿por qué lo dijiste?

– Las personas dicen muchas cosas que no sienten.

– ¿Y tú también lo haces?

Jonah no responde. Se da cuenta del problema. ¿Mentiste antes, o mientes ahora?

Pese a todo esto, hay ciertas cosas que me hacen sentir incómodo, porque carecen de sentido. Pese a todas las pruebas físicas que sitúan a Jonah en la escena del crimen, hay preguntas que Ryan no ha respondido: ¿Por qué una mujer que sólo había visto a Jonah una vez y en circunstancias claramente hostiles iba a montar en el asiento del acompañante de su coche? ¿De qué demonios iban a hablar los dos mientras ella consumía no uno, sino dos cigarrillos? Y, dadas las características del jurado, quizá lo más importante: ¿por qué una mujer tan atildada como Suade, cuyo atuendo, el conjunto torero, era extravagante pero impecable, iba a sentarse voluntariamente en el interior del coche de Jonah, cuyos asientos estaban manchados de sangre y de escamas de pez? Esto último va contra toda lógica femenina, una cuestión incómoda que Ryan tendrá que esclarecer si no quiere que sea yo quien se la plantee a las nueve mujeres del jurado.

VEINTISIETE

– El estado llama a Susan McKay.

Ryan trata de no mirarme al decir esto, pero al final no puede evitar lanzarme una mirada de soslayo. Su rostro es una máscara de satisfacción.

Hasta el momento, Harry y yo habíamos supuesto que Ryan mantenía a Susan en el vestíbulo, bajo citación constante, como una especie de penitencia. La ha hecho aguardar, impaciente, durante casi una semana, para que tenga oportunidad de arrepentirse de la ayuda que nos prestó con lo de la pistola de Suade, detalle que, por otra parte, nosotros habríamos sacado a relucir en cualquier caso.

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