Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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– Hola, papá.

Sonja estaba en la puerta, agarrando con fuerza su muñeco Sandmann, con su gorrito de pico rojo y su barbita de lana. Su niñita segura de sí misma que viajaba en el U-Bahn con la autoridad aburrida de un viejo usuario, que conocía todos los trucos para desenvolverse entre la muchedumbre y hacerse con los mejores asientos. Y también conocía los mejores puestos de wurst. Era verdad, era una alemana en miniatura, estaba a gusto allí.

Vlado le hizo una seña, y los tres se quedaron en la cama durante media hora, habladores y calentitos, mientras la corriente de aire de la ventana se movía por encima de ellos como una fría serpiente de terciopelo. En lo más hondo de su pecho, sintió la excitación de los preparativos del viaje. Jasmina le miraba a los ojos, viendo incendios lejanos, y dijo:

– Vamos. Levántate y llámalo antes de que se vaya o cambie de opinión.

Vlado cruzó descalzo el piso para telefonear a Pine desde la cocina, de repente necesitaba comprobar incluso que la noche pasada había tenido lugar, todas aquellas horas que ahora se mezclaban en un torbellino de fantasmas: los espíritus del frío y húmedo búnker, los sueños de Haris y el cadáver en el maletero. Sólo pensar en aquello era un peso muerto que se hundía en la luminosidad de la mañana. Se preguntó durante cuánto tiempo lo acosaría. Para siempre, quizá. Tuvo una visión fugaz de la hermana de Haris de hacía sólo ocho horas -¿sería posible?-, de su puerta aún oscurecida por la sombra de quien la hubiera visitado una semana antes.

Pero si Pine sabía algo de aquellos hechos, no lo iba a decir aquella mañana. Y su voz a través del teléfono pareció perfectamente real, desbordante de excitación cuando Vlado aceptó el trabajo. Una hora después Pine llamaba de nuevo a la puerta de Vlado, con un billete de tren en la mano, exhibiendo su propia cara de perrito y hablando a cien por hora. Le tendió un sobre pequeño y abultado.

– Mapas e instrucciones -dijo-. Después no tendrás que tragarte ni quemar nada de su contenido. Pero recuerda, no hables de los detalles con nadie antes de partir. Yo vuelvo a La Haya dentro de una hora. Tú viajarás después, esta misma mañana. Ya sé que es muy poco tiempo, pero el viaje en tren dura seis horas, así que apenas nos quedará tiempo para ponerte al corriente antes de partir rumbo a Bosnia al día siguiente.

– ¿Al día siguiente?

– Sí. Todo va muy rápido, ya lo sé. Pero lo han organizado a toda prisa. Aparentemente no hay mucho margen de maniobra, sobre todo en lo que respecta al general serbio, Andric. Él es problema del ejército francés, no nuestro. Pero su operación repercute en nuestro calendario, y parecen estar preocupados de que pronto se vaya a Kosovo. Se han recibido muchos informes sobre concentraciones de tropas, así que nunca se sabe. Lamento no haber podido reservarte un billete de avión, pero nuestro presupuesto es así. Detesto tener que decirte cuántos viajes al campo de operaciones he cancelado o interrumpido. Es lo que sucede cuando los contables están al otro lado del océano y la escena del crimen a miles de kilómetros de distancia.

»Llegarás a última hora de la tarde. Toma el tranvía número siete hasta Churchillplein. Te alojarás en el Hotel Dorint. El Tribunal está en la puerta de al lado, así que ve hasta allí a pie cuando te hayas registrado. Seguridad te estará esperando. Luego podremos comenzar con los informadores de antecedentes. Y estoy seguro de que Contreras querrá conocerte.

– ¿Contreras?

– El nuevo mandamás del Tribunal; su título oficial es fiscal jefe. Tomó posesión el mes pasado. Es un juez peruano que se hizo famoso por meter en la cárcel a señores de la droga. Sobrevivió a dos atentados con coche bomba y le quemaron la casa. Un gran héroe por allí. Piensa que los bosnios son corderitos después de tratar con Sendero Luminoso; no puede entender por qué no vamos y los encerramos a todos. En la OTAN ya están hartos de oír hablar de él. Piensan que amenaza con alterar el statu quo precisamente cuando las cosas comienzan a bullir en Kosovo.

– ¿Qué tiene que ver Kosovo con nosotros? Si comienzan los bombardeos, ¿cancelamos?

– Si comienza allí una guerra seremos lo último en que pensará cualquiera, así que seguiremos en marcha como si no pasara nada. Pero podría complicar el caso Andric. Estando los franceses en tan buenas relaciones como están con los serbios, puede que tengan ganas de cooperar si los americanos bombardean Belgrado. Pero nuestro tipo continuará activo, y le haremos una oferta que no podrá rechazar. Contreras es uno de esos tipos que dicen adelante a toda máquina, al menos hasta ahora. También es político cuando es necesario. Siempre parece tener a algunos diplomáticos por la oficina, para exhibirlos. Así que estamos un poco nerviosos en estos tiempos, preguntándonos quién será el primero en cagarla en su mandato de «nueva agresividad».

– Como nosotros, quieres decir.

– Sólo si encontramos la forma de convertirnos en un estorbo. Pero tú tienes que estar preparado para funcionar en cuanto llegues. Muy pronto sabremos si nuestro hombre va a hacer negocios con nosotros.

– ¿Y si decide no hacerlos?

– Entonces pasaremos al plan B.

– ¿Cuál es?

– Confidencial.

Pine sonrió, dio una palmadita a Vlado en el hombro y sacó una tarjeta de visita de un bolsillo. Su nombre y su cargo estaban grabados en relieve sobre un globo azul de la ONU y el largo nombre oficial del Tribunal.

– Mi número de teléfono, por si acaso. Más la dirección del Tribunal. Si te equivocas de tranvía para un taxi y enséñale esta tarjeta. La mayoría de los taxistas hablan inglés. No intentes hablar en bosnio con ellos. A los holandeses no les hacen demasiada ilusión los refugiados en estos tiempos. Menos aún que a los alemanes, a su propia y reprimida manera -le tendió la mano-. Bienvenido a bordo, Vlado. Tenemos un equipo fuerte. Sin duda el que tiene menos posibilidades, pero jugamos duro.

Le costaría algún tiempo acostumbrarse a toda aquella jerga americana, pero Vlado estrechó con firmeza la mano de Pine -«sellando el trato», aquello sí lo sabía- mientras examinaba su rostro radiante. El entusiasmo de aquel hombre era contagioso.

– Será divertido -dijo Pine antes de desacelerar un punto, con una sonrisa ahora casi avergonzada-. O interesante, claro. Ah, y guarda los recibos si quieres que se te reembolsen los gastos. Contreras es tan estricto con el dólar como sus predecesores.

Vlado sonrió. Algunas cosas del trabajo policial eran iguales sin importar para quién se trabajase.

El viaje en tren fue una cámara de descompresión perfecta para pasar de una vida a otra. Cuando habían terminado de cruzar lentamente Berlín para adentrarse entre los pinos del campo, Vlado sintió como si viejos circuitos surgieran de la noche a la mañana después de años de inactividad. Compró una Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas a un vendedor que empujaba un carrito por el pasillo en movimiento, y después se quedó dormido durante media hora, se despertó fresco y pensando en su familia. Jasmina estaba excitada y un poco celosa. Era Sonja quien se había mantenido firme en contra de todo aquello, tirándole del abrigo cuando él cruzaba el umbral. El recuerdo enfrió su euforia. Seguía siendo demasiado fácil recordar el vacío de sus dos años en soledad, el tiempo, la energía que había dedicado a limar asperezas. Ahora había salido corriendo solo otra vez, dejándolas atrás por quién sabe cuántos días, incluso semanas. Pero cuando todo acabase tendrían nuevas posibilidades. Fácil, se advirtió a sí mismo. No empieces a decidirte. Disfruta sin más de la aventura.

Se levantó para estirar las piernas en el pasillo, balanceándose con el movimiento del tren mientras el paisaje decolorado de noviembre pasaba a 190 kilómetros por hora. Pensó por un momento en Tomas. Ahora debía de estar pilotando la JCB entre la arcilla y los escombros.

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