Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Nadie habló en el viaje de vuelta, y Vlado no había mencionado una palabra de aquello a nadie en las escasas semanas transcurridas desde entonces. Pero ahora Pine esperaba una respuesta y Vlado tenía que ver a Haris una última vez. Tenía que preguntarle si alguien había andado husmeando y haciendo preguntas, o si alguien había respondido a su primera denuncia ante la policía. Quería saber sobre todo si Haris había tenido noticia de alguien del Tribunal. Por lo que Vlado sabía, aquella misión podía tener algo que ver con Popovic. O puede que sólo fueran los enrevesados pensamientos de una conciencia culpable.

Subió en ascensor hasta el sexto piso. El edificio estaba en silencio a aquella hora. Era un calco del suyo, uno de aquellos bloques que los alemanes orientales habían construido a toda prisa para sustituir los escombros de la segunda guerra mundial. Vlado llamó, sin esperar el momento del enfrentamiento, preocupado por lo que había aprendido. Incluso con todo lo que había pasado, seguía sin acostumbrarse a la idea de hablar con alguien que se había acostado con su mujer. Llamó por segunda vez, preocupado porque no hubiera nadie en la casa. Pero finalmente oyó un chirrido y la puerta se abrió un poco, hasta donde permitía una cadena de seguridad. Le devolvió la mirada el rostro demacrado y delgado de una mujer, con el cuerpo encorvado prematuramente. Debía de ser Saliha, la hermana de Haris.

– He venido a ver a Haris -dijo-. Dile que soy Vlado. Vlado Petric.

Su nombre pareció activar un interruptor, y una sonrisa asomó lentamente, aunque era difícil recordar una sonrisa más amarga.

– Entonces ya sé por qué debes de estar aquí -dijo Saliha, sin moverse de la puerta-. ¿Qué quieres de él?

– Hablar con él. Sólo un par de minutos. ¿Está en casa?

– Sí, está en casa -aquella chispa de nuevo en sus ojos-. En casa en Bosnia. Él y Huso, los dos. Deberían de haber ido a matarte a ti en vez de irse, pero Haris dijo que no, que estaba harto de muertes. Volvieron hace unos días. Y ahora estoy aquí, sola, porque yo no volveré. Me ha abandonado, gracias a lo que tú le obligaste a hacer.

– En fin -dijo Vlado, sintiendo la necesidad de redimirse, de excusar su visita a aquella hora tan tardía-. Sólo quería asegurarme de que estaba al margen de la situación. Asegurarme de que las autoridades no lo habían arrestado. Pero supongo que no lo han hecho.

– Hubo uno -dijo ella, con una mirada inquisidora que poco a poco se convirtió en una sonrisa mientras observaba la reacción alarmada de Vlado.

– ¿Uno?

– Un hombre. Hace tres días. El día en que Haris se marchó. Vino buscando a Haris -hizo una pausa-. Preguntó también por Popovic. El diablo en persona.

– ¿Quién era ese hombre? ¿De dónde era?

– No lo dijo.

– ¿Del Tribunal para Crímenes de Guerra?

– No lo dijo. Ya se lo he dicho.

Ahora la sonrisa era abierta. Puede que no disfrutase tanto desde hacía siglos.

– ¿Era alemán? ¿Llevaba uniforme?

– No. No llevaba uniforme. Y no era alemán. Ni bosnio tampoco. Extranjero.

– ¿Americano?

– No lo sé. Hablaba nuestra lengua. Bueno, unas pocas palabras, y no como lo haría un alemán. Pero la hablaba. Suficiente para decirme que quería ver a Haris. Para preguntarme por Popovic.

– ¿Qué más dijo?

– Nada. Cuando le dije que Haris se había ido, se marchó.

– ¿Era alto? ¿Bajo? ¿Gordo? ¿Delgado? ¿Joven o viejo?

– Más o menos de tu edad, pero puede que no. Estaba oscuro. Más alto que tú, pero quizá sólo un poco. Y llevaba un abrigo grande, así que no puedo decir si era delgado.

Entonces podía ser Pine o podía no serlo. Vlado no tenía la menor idea de si Pine hablaba bosnio. Debía de haber aprendido un poco si llevaba cuatro años yendo y viniendo de allí.

– ¿Qué más dijo que quería saber?

– Si Haris iba a volver. Dónde podía encontrarlo. Si había visto a Popovic.

– ¿Y?

– Le dije que no sabía nada de todo eso. Dije que Haris había vuelto porque echaba de menos su país. Que había estado enamorado pero que el marido de su novia había vuelto. -Su sonrisa se amplió de nuevo-. Pero eso fue todo, y no me preguntó más.

– ¿Dejó su nombre, te dio un número de contacto? ¿Tal vez una tarjeta de visita?

– Nada de eso. Se fue sin más. Y no lo he vuelto a ver.

Y Dios quiera que yo tampoco lo haya visto, pensó Vlado mientras ella cerraba la puerta, corriendo el cerrojo con un fuerte chasquido.

4

A la luz gris de la mañana, los temores de Vlado parecían infundados. Se despertó sofocado de calor seco. Las calderas del edificio de apartamentos habían funcionado a toda máquina durante la noche, y el aire olía a metal de horno. Vlado se sentó en la cama, con la boca reseca, los párpados pegados, el cabello apuntando rígido en todas las direcciones. El lado de Jasmina en la cama estaba vacío y con las sábanas echadas hacia atrás. Se levantó para abrir una ventana. El aire frío entró como un bálsamo, arremolinándose en torno a sus pies descalzos, aunque le pellizcó la nariz con el olor a carbón quemado. El sol estaba alto, y por la luz supo que ya llegaba al menos con una hora de retraso al trabajo. Jasmina apareció en la puerta.

– Decidí dejarte dormir -dijo-. Necesitarás tomar fuerzas para el viaje.

De modo que sería así de fácil. Se encontró con ella a los pies de la cama, le pasó los brazos alrededor de la cintura y la atrajo hacia él. Su cabello olía a champú, su aliento a café.

– Sólo tienes que prometerme dos cosas -dijo.

Vlado asintió con la cabeza, rozando con la barbilla la parte superior de su cabeza.

– Que no harás ninguna tontería. Y con eso me refiero a algo peligroso, o algo tan peligroso como lo fue para ti antes, en Sarajevo.

– De acuerdo. Con eso debería bastar.

– Eso es lo que siempre dices. Y lo que es peor, me parece que te lo crees de verdad.

– Quédate tranquila. La última vez que combatió, nosotros ni siquiera habíamos nacido. Es un anciano.

– Y un criminal de guerra. La gente que aprende a matar cuando es joven no lo olvida sólo porque se vuelva senil. Es como aprender a nadar, o a montar en bicicleta. Forma parte de su memoria muscular.

Vlado se echó a reír.

– Está bien. Te prometo no darle la espalda, sobre todo cuando acabe de tomarse su zumo de ciruelas pasas. ¿Y cuál es la segunda promesa?

– Que no tomes una decisión sobre la mudanza antes de que hablemos. -Levantó la vista, mirándole directamente a los ojos-. No pierdas la cabeza por las colinas y por unos viejos amigos. Por unas copas de rakija o unos bocados de cevapi. Danos la oportunidad de hablarlo racionalmente, de pensar en todo. Mientras estés aquí, no allí.

Él volvió a asentir con la cabeza.

– De acuerdo, te lo prometo. -Ella sonrió, negando ligeramente con la cabeza-. Puedo verlo ya en tus ojos, todo ese entusiasmo por volver. -Sus ojos también brillaban-. Ojalá pudiera yo también. Me desperté en plena noche, ansiando estar en casa. Quería mirar por la ventana esta mañana y ver todo aquello que antes veía, y después llevar a Sonja a dar una vuelta por su vieja ciudad para que conociera a sus nuevos amiguitos, y hablar con ella sin sentirme como si estuviéramos hablando una lengua especial que sólo nosotros tres conocemos, como una especie de código familiar. Eso es lo que piensa ella, ya sabes. Como si fuera nuestra lengua privada, nada que ver con el país de nadie ni con nadie excepto nosotros.

– Lo sé. Ella me lo ha dicho. Una mañana oyó a un chico hablando en bosnio en el U-Bahn y dijo: «Escucha, papá. Habla nuestro idioma». No le gustó. Creo que pensó que el muchacho había irrumpido en nuestra casa y había robado todas las palabras.

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