Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Pero Pine se había equivocado antes al aplicar allí las normas americanas, así que hizo una nueva valoración y cambió a la velocidad europea -después de más de cinco años fuera de su país se le daba bastante bien- y percibió un rostro balcánico clásico, con los rasgos pegados a los huesos, los ojos oscuros y escrutadores y el cabello negro muy corto que se veía por todas partes allí. Vlado, conjeturó, tardaría en sonreír, tardaría en confiar. Aquel hombre tenía algo vagamente germánico, un imperturbable sentido del orden, de que todo estuviera en el lugar adecuado. O tal vez había sacado aquella conclusión del apartamento, muebles sencillos, pero bien cuidados y de líneas limpias. No había desorden. Los suelos y las paredes estaban impecables. Los zapatos formaban una línea ordenada junto a la puerta.

Pero era otra parte más oscura del expediente de Vlado lo que había llevado a Pine a cruzar media Europa, sombrías nimiedades que hacían que aquel hombre fuera extrañamente perfecto para el trabajo que había entre manos. Aquellas revelaciones vendrían más tarde, y Pine no deseaba ser quien las hiciese. Ahora era el momento de llamar al jefe; metió unos marcos en la ranura.

Era casi medianoche. Spratt estaría dormido, pero que se fuera al diablo, aquello había sido idea suya. Además, querría saber.

– ¿Diga? -dijo una voz somnolienta con un aplanado acento australiano.

– Soy Pine. Misión cumplida.

Aquello pareció despertarlo.

– Buen trabajo. ¿Así que se incorpora?

– No oficialmente. Tiene que hablar con su esposa. Pero ten la seguridad de que está enganchado.

– Y nuestra arma secreta; ¿sigue siendo un secreto?

– No por elección mía.

– Entendido. No te preocupes.

– Dejaré que se lo digas tú.

Una risita ahogada.

– Tendré mucho gusto en hacerlo cuando llegue el momento. No te preocupes, la herida no será mortal. Ahora duerme un poco, Pine. Y déjame dormir a mí. Pareces bebido, por cierto. Espero que no tengas que conducir.

– ¿Con cargo a nuestro presupuesto? Transporte público. Y me queda un trayecto de cuarenta minutos de S-Bahn hasta mi hotel barato.

– Entonces no te pases de parada. Y asegúrate de traer al señor Petric a La Haya contigo cuando vuelvas. Hay mucha gente deseosa de conocerlo.

3

Si Pine se hubiera quedado más tiempo hablando por teléfono podría haberse tropezado con Vlado, que no tardó en salir del edificio para hacer su propio recado de medianoche.

Vlado y Jasmina se miraron en cuanto Pine cerró la puerta. Estaban agotados, no sólo por lo tardío de la hora sino también por el peso de las preguntas a las que ahora tenían que dar una respuesta. ¿Debía aceptar Vlado la misión? En tal caso, ¿qué pasaría después? Estaban demasiado cansados para discutirlo, pero también demasiado agitados para dormir, y en el caso de Vlado había un asunto más acuciante del que ocuparse.

Agarró su chaqueta y se encaminó a la puerta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Jasmina.

No era algo que pudiera decirle, no en ese momento. Tal vez nunca. A ella no, ni a Pine, ni a nadie.

– Tengo que averiguar una cosa antes de dar una respuesta -se le ocurrió como lo más parecido a una explicación que podía ofrecer-. Es… una cuestión de cumplimiento de la ley.

– ¿A medianoche? ¿En Berlín? -dijo Jasmina, frunciendo el ceño con incredulidad.

– Tiene que ver con la guerra. Con gente de casa. Tendrás que confiar en mí. Es un asunto suyo, no mío. Sólo tengo que asegurarme de que se ha resuelto antes de que pueda decirle algo a Pine. Por favor, eso es lo único que puedo decirte. No tardaré mucho.

– Vas corriendo para alcanzarlo, ¿verdad? Para alcanzar a Pine antes de que cambie de opinión.

– Por supuesto que no. No haría una cosa así sin hablarlo antes contigo.

Jasmina reflexionó durante unos segundos y pareció aceptarlo.

– ¿Cuánto tardarás?

– No más de una hora. Probablemente menos -confió en que fuera cierto.

Ella suspiró, todavía escéptica.

– Pero lo vas a aceptar, ¿no? Ese trabajo.

– Tal vez. No lo sé. Probablemente. Si crees que Sonja y tú podéis soportarlo.

– Sería mejor preguntar cómo lo soportaremos si tú no lo soportas. Estarás de un humor de perros el resto de tu vida. Lo que más me preocupa es lo que venga después, cuando esto se haya terminado y quieras volver.

– Tal vez no me sienta así. Tal vez siga estando tan mal como todo el mundo dice. Sólo con saber que puedo visitarlo ya está bien por ahora.

Ella negó con la cabeza, sonriendo.

– Lo único que necesitas es un paseo por las montañas. Por uno de tus antiguos senderos.

– Hasta que vea una mina en uno de mis viejos senderos.

– Eso es. Y después volverás corriendo directamente a tu fiel excavadora JCB. Vamos a ver. ¿Qué preferiría hacer Vlado en los próximos veinte años? ¿Cavar agujeros en el barro o ir por ahí haciendo preguntas impertinentes a la gente, y por un salario mejor? Estoy segura de que necesitarás mucho tiempo para decidirlo. Sobre todo con lo que te gusta esto. La comida de la que no paras de despotricar. El tiempo soleado.

Vlado sonrió.

– No te olvides del precioso campo llano.

Jasmina le devolvió la sonrisa.

– Yo también lo detesto. Algunas cosas. Ser siempre una extraña. No entender la mitad de lo que la gente dice por mucho que lo intente. Las miradas que nos dirige toda esa gente que desea que volvamos a casa. Si fuéramos nosotros dos solos volvería mañana -señaló hacia el pasillo con la cabeza-. Es Sonja la que me preocupa. Lleva aquí casi toda su vida. Aquí aprendió a hablar, a hacer amigos, a leer y a escribir. Éste es su hogar. Ella es alemana, Vlado, berlinesa, tanto si tú y los alemanes queréis admitirlo como si no. Le gustan las bratwurst y el doner kebab y esos pequeños huevos de chocolate con juguetes dentro. Tararea la melodía de Liebe Sandmann todas las mañanas en el desayuno, perdón, todas las Morgen am Frühstück o como quiera que se diga. Es probable que incluso le guste la idea de unas escuelas y unas zonas de juegos que no hayan sido voladas o arrasadas por el fuego. Y, en fin, aunque la mitad de la gente del U-Bahn la mire mal cuando se sienta, al menos la mayoría no la mataría si la ve deambulando por sus barrios sin permiso, que es algo más de lo que puedes decir de nuestro hermoso país.

– Lo sé. Todo eso es verdad. Ya hablaremos de ello más tarde. Cuando lo hayamos consultado con la almohada.

Vlado la atrajo hacia él y le susurró al oído.

– También es bonito no tener que preocuparme de ti cada día. Aunque detestes el trabajo. Al menos siempre sé que volverás a casa.

– No dirías eso si supieras dónde he estado esta mañana -dijo Vlado-. Fantasmas y viejos nazis bajo tierra. Ha sido un día extraño.

Y estaba a punto de serlo aún más, se temía.

Vlado salió a paso vivo del edificio. El U-Bahn dejaría de funcionar al cabo de menos de una hora, pero su destino estaba a sólo unas manzanas de distancia. El hombre se llamaba Haris, y a Vlado el estómago le seguía dando un vuelco cada vez que recordaba la primera vez que lo había oído. Había notado la presencia de aquel hombre casi desde el mismo instante en que regresó junto a su familia cinco años atrás.

Había llamado dos veces a la puerta del apartamento, sintiéndose más un cartero con un paquete certificado que entregar que marido y padre. Jasmina había abierto la puerta y dado un grito ahogado, después sonrió, estuvo a punto de desplomarse, mientras el aire cálido del apartamento salía al corredor. Sonja levantó la vista desde el suelo tal y como cabía esperar que lo hiciera una niña escéptica de cuatro años cuando aparece un extraño en su puerta. Ante ella se desplegaba una colección de animales salvajes compuesta por zebras y leones de juguete en una llanura enmoquetada. Los había recogido frunciendo el ceño, y después había dado un grito ahogado cuando su madre abrazó de verdad a aquel extraño, sollozando y haciéndole entrar en su casa.

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