Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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El plan de Santana era sencillo: no darle respiro al Doctor, irritarlo lo bastante como para ponerlo nervioso. Tarde o temprano cometería un error.

Santana se tomó dos pastillas de Percodan con un poco de agua. Más tarde, eligió la indumentaria adecuada para su entrevista con Page. Se pondría la chaqueta de sport para poder llevar oculto su revólver. No creía tener que utilizarlo, pero… por si acaso. Desde que lo traicionaron y detuvieron en Nogales, procuraba que nunca lo pillasen desprevenido.

Metió la mano debajo de la almohada, cogió el revólver y desenroscó el silenciador. Era engorroso y, aunque había funcionado estupendamente aquella noche en Central Park, tendía a afectar a la precisión del arma. Además, pensó, cuando al fin lograra echarse a la cara a Antón Perchek, cuando le apuntase entre las cejas y apretase el gatillo, quería que el Doctor oyese el disparo.

Capítulo 27

– La reunión no va a ser agradable -le dijo el abogado Mel Wetstone a Harry mientras cruzaban la ciudad en coche, de camino al hospital-. No obstante, le prometo que esa gente no va a burlarse de usted.

Wetstone lo había pasado a recoger con el Mercedes que Philip le vendió (el que, según su hermano, daba imagen de abogado importante). Las cuatro puertas y el maletero eran de apertura electrónica, y el sofá trasero (porque llamarlo asiento no le hacía justicia) era reclinable. Resultaba tranquilizador que Wetstone tuviese tanto éxito como para poder permitirse semejante lujo. Con todo, el Mercedes despertaba también la sensación de fracaso que tenía Harry a aquellas alturas de su vida; una sensación que, como un pavo en vísperas del día de Acción de Gracias, se hinchaba a medida que pasaban frente a los lujosos edificios de la zona.

– ¿Le ha dicho Sam Rennick qué se proponen? -preguntó Harry.

– Sam está muy al corriente de lo que se cuece entre bastidores, pero no lo veo dispuesto a tener en cuenta nada de lo que pedimos: ni el dibujo de la señora Hughes, ni la teoría del empleado que encera el suelo en el hospital, ni la llamada del asesino a su consulta. No lo quieren en el hospital hasta que el caso se haya resuelto.

¿Y pueden hacer eso?

– Probablemente. La reglamentación sobre hospitales tiene varias lagunas. Además, la redacción de muchos artículos se presta a equívocas interpretaciones sobre lo que se puede hacer o no con los miembros del personal. Es más que probable que esté hecho a propósito. Lo peor que puede pasar es que decidan someter a votación su continuidad, pero, créame, estamos en condiciones de jugar muchas cartas antes de que tomen esa decisión. Podemos, por ejemplo, exigir un arbitraje judicial, aunque primero tendríamos que asegurarnos de que el asunto vaya a parar a un juez que no esté predispuesto en contra nuestra. Con todo, sería mucho más práctico conseguir que cedan sin llegar a ese extremo, y conseguirlo aquí y ahora. Eso es lo que me propongo hacer.

Harry miraba absorto el paisaje a través de la ventanilla. No tenía el menor deseo de dejar el Centro Médico de Manhattan. Por lo pronto, sus pacientes constituían su sostén emocional y económico. Además, si dejaba de ejercer en el hospital, le sería mucho más difícil acosar al asesino. Desde que Walter Concepción colaboraba con ellos, habían avanzado lo bastante como para creer que, a no tardar, hallarían un medio eficaz de estrechar el círculo en torno a aquel criminal.

Maura iba de camino para entrevistarse con el amigo de su hermano, Lonnie Sims. El Genio tenía acceso a los programas informáticos de diseño gráfico más modernos. Utilizaban uno para ayudar a los testigos a hacer retratos-robot de los sospechosos. Realzarían en la pantalla del monitor el dibujo de Maura y le añadirían calidad fotográfica, color y detalle. El resultado sería, esencialmente, un juego de fotografías en color, una de frente y dos de perfil. Luego, quitarían y pondrían, combinarían distintos detalles, hasta lograr fotos similares del hombre en cuestión, al margen de las caracterizaciones o disfraces a los que hubiese recurrido.

Cuando Harry y su abogado entraron en la sala de conferencias en la que se reunía la dirección del hospital, el ambiente que se respiraba era mucho más tenso y amenazador que la primera vez.

En la enorme mesa habían colocado micrófonos para grabar lo que se dijese. Los actores que intervinieron en el primer acto del drama estaban allí, junto a numerosas caras nuevas, altos cargos entre los que se incluían miembros de la comisión gestora del hospital, jefes de departamento, la jefa de enfermeras de las plantas 9 y 5 del edificio Alexander, Caspar Sidonis y una taquígrafa jurada.

Un hombre, a quien Harry no conocía, estaba sentado junto al jefe de los servicios jurídicos del hospital. Era un hombre de duras facciones que llevaba un traje azul de pésima hechura.

Steve Josephson le apretó cariñosamente la mano a Harry al pasar. Doug Atwater sonrió, visiblemente incómodo, y se le acercó.

– Harry -le susurró-, me alegro de tener esta oportunidad para hablar con usted. Espero que entienda que el otro día sólo le sugerí lo que me pareció mejor para usted. Está claro que no le sentó bien, y me duele. Quiero que sepa que estoy dispuesto a apoyarlo sin reservas.

Media docena de sarcásticas réplicas se agolparon en la mente de Harry, pero ninguna de ellas salió de su boca. Atwater no se lo merecía. En todos aquellos años, siempre fue un gran apoyo para él, cuya defensa de los médicos de cabecera o de familia, como se decía ahora, Atwater consideraba muy respetable. Lo único que se le ocurrió, para evitar aquella especie de consejo disciplinario que iba a tener lugar, y en el que Harry parecía abocado a la humillación y al cese, era que éste pidiese una excedencia voluntaria.

– Me hago cargo, Doug, pero no he hecho nada incorrecto y no puedo dejarlo correr sin luchar.

– En tal caso, duro con ellos, Harry -le dijo Atwater, sonriente.

Sam Rennick releyó las normas por las que iba a regirse la reunión (acordadas por él y por Mel Wetstone).

Los testigos declararían y contestarían preguntas, primero de Rennick y luego de Wetstone. A Harry se le permitiría hablar después de cada testimonio, pero sólo para contestar a preguntas de su abogado y no para dirigirse a ninguno de los testigos directamente. Al término de la reunión, una comisión conjunta, formada por ejecutivos y personal médico, realizaría una votación secreta para decidir si se suspendía o no a Harry en sus funciones.

– Antes de que usted empiece, Rennick -dijo Doug Atwater-, me gustaría que constase en acta que la Cooperativa de Salud de Manhattan acata las normas por las que va a regirse esta reunión. El estatus del doctor Corbett como facultativo del cuadro médico de la CSM permanecerá intacto mientras siga desempeñando sus funciones en este hospital.

Si se tenía en cuenta que, por lo que a la inclusión y exclusión de médicos se refería, el sector de las mutuas de seguros de asistencia se regía por sus propias normas, la afirmación de Atwater equivalía a un apoyo. Su compañía podía impugnar el resultado de aquella reunión si se le excluía de su cuadro médico. Era algo que Harry temía que hiciesen y, por lo tanto, se alegró doblemente de saber dominarse ante Doug Atwater.

La jefa de enfermeras de la planta 9 del edificio Alexander fue la primera en intervenir. Leyó declaraciones juradas de las dos enfermeras que estaban de servicio la noche de la muerte de Evie. Ambas expresaban el convencimiento de que, salvo Maura Hughes, Harry fue la última persona en ver a Evelyn antes de que muriese tras reventársele el aneurisma.

Sue Jilson refirió con detalle que el doctor Corbett le pidió permiso para volver a entrar fuera de las horas de visita, porque tenía que salir a comprar un batido. El jefe de los servicios jurídicos del hospital aprovechó la ocasión para soltarle un rapapolvo a la jefa de enfermeras por negligencia en la seguridad de la planta. Luego, le preguntó a la enfermera cuál era el estado clínico de Maura Hughes la noche en cuestión.

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