Otra de las mujeres que iba en el grupo se adelantó para hablar. Era Doris Cummings, profesora de EGB en un colegio de Harlem. En seguida pasó a leer la petición, firmada por 203 pacientes de Harry, en la que enumeraba las razones por las que consideraban al doctor Harry Corbett esencial para su bienestar y el de sus familias.
– «… si se aparta al doctor Corbett del cuadro facultativo del Centro Médico de Manhattan sin causa irrefutable que lo justifique, los abajo firmantes nos proponemos prescindir de este hospital para nuestra asistencia médica. Y si renunciar a este hospital nos obliga a darnos de baja de la CSM, nos daremos de baja. Este hombre es parte muy importante en nuestras vidas, y no queremos perderlo.»
Marv Lorello le susurró algo al oído a Cummings y se acercó luego a Owen Erdman. Cummings rodeó la mesa y dejó la petición frente al director del centro.
Una distinguida mujer llamada Holden, que fue presidenta del Consejo de Administración del hospital, se enjugó una lágrima. A su derecha, Mary Tobin sonreía radiante como una madre al graduarse un hijo.
Luego habló Marv Lorello en nombre del departamento de medicina general. Dijo que Harry era un amigo excepcional y un ejemplo para el departamento, sobre todo para aquellos que se iniciaban en la profesión. Luego, leyó una declaración firmada por todos los miembros del departamento en que, sustancialmente, amenazaban con trabajar para otro hospital si Harry era apartado sin que hubiese pruebas de su culpabilidad. Dejó la declaración encima de la petición del grupo de pacientes que, de inmediato, abandonó la sala.
No hubo más debate. La votación fue un puro trámite. Aunque dos de los doce que votaron lo hicieron a favor del cese de Harry, Caspar Sidonis se marchó en cuanto leyeron el resultado de la votación.
– Doctor Corbett -dijo Erdman con frialdad-, ha sido una impresionante demostración de aprecio hacia usted, y sería una verdadera tragedia que tanta lealtad resultase defraudada. ¿Tiene algo más que decir?
– Sólo que estoy agradecido por la votación. Soy inocente, y me propongo demostrarlo y descubrir al verdadero asesino. Espero que no haya inconveniente en que se distribuyan copias de este retrato por el hospital.
– ¡De ninguna manera! -le espetó Erdman-. El personal que está a mi cargo distribuirá el boceto discretamente a los jefes de departamento. No podemos exponernos a que se airee que un asesino puede andar suelto por el hospital, disfrazarse de empleado de mantenimiento y asesinar a cualquiera de nuestros pacientes. Le exijo que prometa colaborar en este sentido.
Harry miró a Mel Wetstone, que se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
– Tiene usted mi palabra -accedió Harry.
– En tal caso -concluyó Erdman-, cuenta con nuestras bendiciones para seguir en su puesto.
– ¿Va usted a casa? -le preguntó Wetstone a Harry cuando hubieron salido del hospital.
– No. Voy a mi consulta. Creo que Mary Tobin se merece que la invite a almorzar.
– ¿Sólo a almorzar? A una cena en el Ritz, por lo menos.
El termómetro instalado en la entrada de la estación de cercanías de Battery Park recibía directamente la luz del sol. Con todo, 34° C eran 34° C.
Al entrar en la estación, sudoroso y agobiado por el calor, con el maletín en una mano y la chaqueta hecha un pingo en la otra, James Stallings se dio a los demonios por su manía de llevar camisas de vestir oscuras. Le encantaba cómo le quedaban. Además, marcaban una simbólica distancia respecto de sus colegas de camisa blanca. No obstante, en un día tan caluroso ponerse una camisa azul marino era una de las muchas tonterías que hacía últimamente.
La estación estaba atestada: multitud de turistas, que regresaban de Ellis Island y de la estatua de la Libertad, se hacinaban con los pasajeros llegados en el ferry de Staten Island y con los alumnos de un colegio que iban de excursión.
Casi todo el mundo hablaba del calor. Stallings cruzó uno de los tornos detrás de dos colegialas que se reían de un chico a quien en el último momento habían castigado con no ir a la excursión. Stallings oyó la conversación y trató de enterarse de qué había hecho el muchacho y adónde iban, pero antes de que lo consiguiera, los colegiales se encontraron con otro grupo y echaron a correr escaleras abajo.
El tren aguardaba ya en la vía. Como Battery Park era la primera estación, casi siempre había asientos libres, incluso en horas punta. Aquel día, sin embargo, no quedaba ninguno. Por retazos de crispadas conversaciones que le llegaban, Stallings dedujo que el tren iba a salir con retraso y, como es natural, aunque los vagones tuviesen aire acondicionado, en el andén no había.
Un aire denso y pegajoso procedente de la calle neutralizaba el poco aire frío que desprendían los vagones. Stallings tenía la camisa empapada en sudor. Miró a través de la ventanilla, hacia la multitud que bajaba por las escaleras y que avanzaba por el andén.
Quedaron en que Loomis aguardaría por lo menos diez minutos antes de volver a la oficina de la Crown, y ya debían de haber pasado. No importaba mucho que coincidiesen en el mismo tren, especialmente si iban en vagones distintos. Stallings, que no tenía nada de persona nerviosa ni histérica, estaba aterrado (por más que tratara de convencerse de que era un pánico irracional).
Sir Lionel, que podía representar una amenaza para la Tabla Redonda, murió súbita y misteriosamente. Y un año después, Evelyn DellaRosa. También ella se cruzó en el camino de la secreta sociedad. Casi por casualidad, se había descubierto la sustancia utilizada para matarla. ¿Eran ambas muertes una coincidencia? Era posible, aunque dudoso, pensaba Stallings. Y ahora, antes de veinticuatro horas, tendría que entregar una lista de enfermos terminales para que se les interrumpiese el tratamiento o convertirse, también él, en una amenaza potencial para la Tabla Redonda.
Había hecho muy bien en hablar con Kevin, se dijo. Loomis parecía un hombre franco y decente y, aunque no hubiera acabado de comprometerse (y acaso no estuviese del todo convencido de lo que le había planteado), en cuanto tuviera tiempo de reflexionarlo estaría con él. Luego, una vez juntos, ya se les ocurriría algo. No había otro remedio. Stallings se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa. El vagón iba ya casi lleno. El calor resultaba asfixiante. De un momento a otro alguien se desmayaría.
– ¡Eh! ¡Tenga más cuidado! -dijo uno de los pasajeros de mala manera.
– ¡A hacer puñetas! -le replicaron.
Una arrugada anciana, con una pronunciada joroba y una rebosante bolsa de la compra, se embutió a viva fuerza entre el que había protestado y los asientos y le dio un tremendo pisotón a Stallings, que, sin embargo, se excusó y retiró el pie. La muy bruja lo fulminó con la mirada y masculló algo que Stallings se alegró de no entender.
Se cerraron las puertas y, por un instante, ante la inmovilidad del tren, los pasajeros parecieron condenados a morir por estrujamiento y sofoco. Al momento, y lentamente, casi a regañadientes, el tren empezó a moverse. Stallings era más alto que la mayoría de quienes iban de pie en el vagón. Como llevaba el maletín en una mano y la chaqueta en la otra, tenía que sujetarse a la barra, que quedaba por encima de la cabeza de la anciana. Aunque coger siempre aquel tren desde la zona alta del East Side lo había convertido en un pasajero muy tolerante, nunca había hecho un trayecto tan insufrible. Para colmo, el vagón cabeceaba como un demonio, seguramente porque el conductor querría recuperar el retraso.
Un minuto después de arrancar el tren, la vieja volvió a pisarlo. En esta ocasión, Stallings la apartó sin contemplaciones y se ganó otra mirada atravesada y otro insulto. Luego, un violento bandazo del vagón le echó encima a varios pasajeros. Notó un agudo pinchazo en el costado derecho, justo por encima del cinturón. ¿Una abeja? ¿Una araña? Se palpó el costado y se frotó donde le escocía. La sensación de escozor pasó en seguida. Seguía con la camisa remangada. Antes de que le diese tiempo a volver a sujetarse a la barra, una pronunciada curva lo echó encima de los pasajeros que tenía al lado.
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