Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– Absolutamente ninguno.

De nuevo aquella mirada. Harry le sostuvo la mirada a aquel individuo de una manera que nunca logró hacer con Bumpy Giannetti. Incluso consiguió esbozar una sonrisa. Si Mel Wetstone lo hubiese informado de su siguiente maniobra, habría sonreído de oreja a oreja.

Wetstone se levantó, fue hacia la puerta, la abrió y retrocedió. Durante varios segundos se hizo un expectante silencio, roto después por un mecánico zumbido. Un hombre alto y rubio, con el mono de mantenimiento del CMM, entró en la sala. En el mono, llevaba prendida la placa de identificación, con la foto, que lo acreditaba como empleado del CMM. El empleado enceraba las baldosas del derredor de la ostentosa alfombra oriental. En uno de los lados de la enceradora había una chapa metálica en la que se leía: «PROPIEDAD DEL CENTRO MÉDICO DE MANHATTAN».

– ¿Qué puñeta significa esto? -exclamó Willard McDevitt.

Wetstone le hizo una seña al empleado y éste paró la enceradora.

– ¿Conoce usted a este hombre, señor McDevitt?

– No.

– ¿Trabaja usted en este hospital, señor Crawford?

– No.

– ¿De dónde ha sacado este chisme, señor Crawford?

– De un cuarto del subsótano en cuya puerta dice «Mantenimiento».

– ¿Le ha sido difícil conseguirlo?

– Ha sido pan comido -repuso el rubio sonriente-. Iré ahora a devolverla, si no le importa.

El rubio hizo girar la enceradora y se alejó. Al instante, se oyeron murmullos en la sala. Harry vio que varios miembros del personal médico se echaban a reír. Willard McDevitt parecía ir a abalanzarse sobre Mel Wetstone de un momento a otro, pero al oír lo que le susurraba el jefe de los servicios jurídicos del hospital, echó la silla hacia atrás y salió airadamente de la sala. Wetstone, por su parte, tuvo buen cuidado en no mostrarse ufano, ni siquiera satisfecho. Permaneció plácidamente sentado y aguardó a que su puesta en escena surtiese todo su efecto. Por primera vez, Harry tuvo la sensación de que los presentes se inclinaban en su favor. Si tan equivocados podían estar Rennick y su testigo acerca de la enceradora, cualquiera podía pensar también que acaso lo estuviesen sobre otras cosas.

– ¡Un momento! ¡Un momento! -clamó Caspar Sidonis, que no parecía dispuesto a encajar impasible otro revés.

Sidonis se levantó y fue hacia la cabecera de la mesa. Owen Erdman, el director del hospital, echó la silla hacia atrás para dejarlo pasar.

– Este hombre es un charlatán de feria -dijo Sidonis mirando a Wetstone-. Intenta, con burdos trucos, desviar la atención de lo esencial del caso. Y, la verdad, Sam, me temo que lo único que ha hecho usted es facilitarle las cosas. Esto no es la sala de un juzgado sino la sala de reuniones de un hospital. No estamos aquí para debatir tecnicismos legales. Estamos aquí para procurar que nuestros miles de pacientes, pacientes que podrían acudir a muchísimos otros centros tengan suficiente confianza en el Centro Médico de Manhattan como para acudir. Nos hemos reunido para evitar que nuestro hospital se convierta en el hazmerreír de la ciudad. Estamos aquí para garantizar que quienes salen de las facultades de medicina, que pueden elegir entre un sinfín de hospitales de todo el país, tengan en tan buen concepto este centro como para solicitar trabajar aquí como médicos residentes.

Había que reconocer que la intervención de Sidonis había sido brillante, pensó Harry. Era su venganza por lo de Evie y por la humillación que acababan de sufrir quienes defendían lo que a él le interesaba. Dos pájaros de un tiro. Lo peor era que su energía y la convicción con que se expresaba procedían de su odio a Harry y de su convencimiento de que éste era culpable.

Corbett volvió a tomarle el pulso a la sala con la mirada. Las cosas ya no pintaban tan bien como hacía un momento. Mel Wetstone pareció ir a levantarse para rebatir la parrafada de Sidonis, pero lo pensó mejor y se recostó en el respaldo. Tratar de evitar que el poderoso jefe de cirugía cardiovascular expresase su opinión podía ser contraproducente.

– No me incomoda decir que Evie DellaRosa y yo estábamos enamorados -prosiguió Sidonis-. Durante años, ella y Harry Corbett fueron matrimonio sólo de nombre. La noche anterior a que ella ingresara en este hospital, la noche anterior a que la asesinasen, Evie le contó lo nuestro. Me consta. Ése fue el motivo. Y tenía otro: una póliza de seguro de doscientos cincuenta mil dólares. Las enfermeras ya han testificado que tuvo, también, la ocasión. Y, desde luego, sólo un médico podía pensar en el método elegido. No obstante, cabe la remota posibilidad de que el doctor Corbett sea tan inocente como asegura. Es remotamente posible que las absurdas explicaciones que da sean ciertas. De todas formas, su hipotética inocencia no modifica el hecho de que dos de nuestros pacientes en estrecho contacto con él han muerto. Los periódicos hacen su agosto a costa de nuestro hospital, y la confianza que tanto nos hemos esforzado por consolidar se derrumba. Harry Corbett le debe a este hospital un respeto y una consideración que lo obligan a dimitir hasta que este asunto se aclare en uno u otro sentido. Y comoquiera que no ha hecho honor a esta responsabilidad, los aquí presentes debemos tomar medidas. Prometo solemnemente que si esta institución no muestra el suficiente sentido común para defender sus intereses, los de su personal y los de sus pacientes, dimitiré. Muchas gracias.

Agotado, por lo menos en apariencia, Sidonis tuvo que apoyarse en los respaldos de las sillas para volver a su sitio. Mel Wetstone respiró hondo y dejó escapar un suspiro. Harry estaba tan sulfurado como cohibido. Sidonis amenazaba al hospital y a la Junta de Administración con un rudo golpe a sus mejores activos: la reputación y la cartera. «FAMOSO CIRUJANO DIMITE POR EL CASO DE UN COLEGA EN ENTREDICHO.» Harry ya imaginaba los titulares del Daily News. Ladeó la cabeza hacia su abogado para expresarle sus temores, pero se interrumpió al oírse un alboroto fuera de la sala. Se abrió la puerta bruscamente e irrumpió la secretaria de Owen Erdman.

– Perdone, doctor Erdman -dijo la secretaria sin resuello-. He intentado explicárselo, pero no han querido escucharme. Sandy ha llamado a seguridad. Llegarán en seguida.

La secretaria se apartó hacia un lado y un nutrido grupo irrumpió en la sala. Al frente iba Mary Tobin y, justo detrás, Marv Lorello, todos los médicos de familia del departamento y pacientes de la consulta particular de Harry (algunos acompañados por hijos de corta edad). Casi treinta personas, calculó Harry, que reconoció a Clayton Miller, el hombre cuyo grave edema pulmonar él y Steve Josephson controlaron tras extraerle medio litro de sangre.

El grupo se agrupó en uno de los rincones de la sala de conferencias. Mabel Espinoza -una de las pacientes de Harry- se adelantó al grupo con dos de sus nietos pegados a la falda.

– Me llamo Mabel Espinoza.

La mujer lo dijo con un fuerte acento latino, pero nadie tuvo problemas para entenderla. Miró hacia los presentes con la firme dignidad que la había convertido en una de las pacientes predilectas de Harry.

– Tengo ochenta y un años. El doctor Corbett es mi médico de cabecera, y el de mi familia, desde hace veinte. Si hoy estoy viva se debe a que es un médico maravilloso. Y muchas otras personas podrían decir lo mismo. Cuando estoy demasiado enferma para salir, va a visitarme a casa. Si alguien no puede pagar, siempre nos dice que le paguemos cuando podamos. Soy una de las firmantes de la petición. En menos de veinticuatro horas hemos recogido más de doscientas firmas. Gracias.

– Ha sido idea de Mary Tobin -le susurró Wetstone a Harry-, pero no creía que fuese capaz de semejante movilización.

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