Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– Es que conozco a una de las mujeres incluidas en la lista.

– Por eso insistí en que no siguieras por ese camino -dijo Stallings-. Esta gente va en serio, Kevin. Cuando regresábamos del hotel, le pregunté a Lancelot qué sucedería si yo decidía no participar en el proyecto. Me contestó que no creía que sucediese nada. Sin embargo, me contó que, hasta la fecha, sólo un caballero se ha negado a participar…: sir Lionel. De eso hace un año. Y antes de que la Tabla Redonda decidiese si se le permitía o no seguir en el grupo, sufrió una intoxicación con alimentos en mal estado y murió.

– ¡Dios mío! -exclamó Kevin-. Conozco muy bien el caso de Lionel. Cuando él murió, su compañía se quedó sin representación en la Tabla Redonda. Probablemente, tú fuiste quien ocupó su puesto. Mi jefe recurrió a su caso para ilustrar lo que podía costarle yo a mi compañía, y a mí mismo, si me excluían del grupo y no me sustituía otro de mi propia compañía. Y, tenlo por seguro, Jim: Lionel no murió a causa de una intoxicación, sino de un ataque cardíaco después de la intoxicación. Murió en el hospital, igual que…

– No te cortes, hombre. Igual que Evelyn DellaRosa y que Dios sabe cuántos otros pacientes aquejados de enfermedades caras.

A Kevin se le revolvía el estómago.

– ¿Insinuó Lancelot que la muerte de Lionel no fue accidental? Me refiero a si lo expuso como una amenaza.

– No estoy seguro. Siempre sonríe de un modo inescrutable.

Kevin asintió con la cabeza. El había tenido exactamente la misma impresión con Pat Harper.

– No dejó de sonreír durante su explicación sobre Lionel. No supe cómo interpretarlo, pero sentí escalofríos. Me quedé mudo.

– ¿Y en qué paró todo?

– En que mañana deberé entregar la primera lista de nombres y hacer la primera transferencia de fondos -contestó Stallings.

– ¡Madre mía! ¿Y a quién va a parar el dinero? ¿A los caballeros? ¿Al tipo que ejecuta a los…?

– No lo sé, pero si multiplicamos mis dos o tres clientes por los dos o tres de cada uno de ellos, resulta una astronómica cantidad de dinero.

– ¿Y todas esas personas? ¿Palman, así por las buenas?

– Están gravemente enfermas, y hay tantos hospitales y tantos pacientes en la ciudad que nadie tiene por qué pensar en nada anormal, Loomis. ¿Qué vamos a hacer?

– Mira, quizá todo se reduzca a que quieran poner a prueba nuestra lealtad -aventuró Kevin, como si se aferrara a la esperanza de que nada de aquello fuese cierto.

– Ni tú te lo crees -replicó Stallings.

– Pues, oye, Jim, yo apenas sé nada. ¿Por qué no tiras de la manta?

– ¿Sobre qué? ¿Ante quién? No tengo pruebas. Ni siquiera sé el nombre de un solo paciente. Además, si la Tabla Redonda queda al descubierto, yo me hundo con vosotros. ¿Y mi familia? ¿Y mis hijos?

– ¿Qué alternativa queda entonces? ¿Acudir a la reunión y rogarles que lo dejen correr?

– Es una posibilidad.

– ¿Y qué hay de Lionel y de su «intoxicación»?

– Por eso decidí hablar contigo. Si somos dos y actuamos unidos, quizá pudiéramos convencer a los demás de que lo dejen correr.

– Tendré que pensarlo.

– Pero no demasiado, ya que mañana he de darles los nombres y… y… no me veo capaz de hacerlo -dijo Stallings tras mirar el reloj-. Bueno, he de estar en la oficina dentro de unos minutos. Por favor, Loomis, por favor, no digas una sola palabra a nadie hasta que volvamos a hablar. ¿De acuerdo?

– Te lo prometo.

– Ni a tu jefe, ni a tu esposa. A nadie.

Stallings estaba muy aterrado. Y no era para menos, pensó Kevin, si todo lo que aseguraba de la Tabla Redonda era cierto.

– Te llamaré mañana -dijo Stallings.

Se intercambiaron sus tarjetas profesionales y los números de teléfono de sus domicilios respectivos.

– Por favor, Kevin -le encareció Stallings-, no te muevas de aquí hasta dentro de diez minutos.

– Estaremos en contacto -concluyó Kevin.

Stallings cogió el maletín y enfiló hacia la estación del metro. Kevin permaneció allí, sin salir de su asombro, sin acabar de dar crédito a lo que acababa de oír, aunque consciente de que, si la situación era tal como la pintaba Stallings, las perspectivas eran a cuál peor.

– ¡Eh, señor! ¡Eh, señor!

Kevin se dio la vuelta, sobresaltado. Dos niños, con pantalón corto y gorra de los Yankees, le gritaban desde la acera. Debían de tener unos diez años, como su hijo Nicky. Ambos llevaban un guante de béisbol.

– ¿Qué pasa?

– ¡La pelota! Está ahí, a sus pies. ¡Devuélvanosla, por favor!

Kevin recogió la dura pelota manchada de hierba y se la lanzó a los chicos. El más alto la cogió tan fácilmente como Loomis se lo había visto hacer a Nicky miles de veces al lanzársela él.

– ¡Gracias, señor! -le gritó el más bajito-. ¡Buen brazo! ¡Buen brazo!

Capítulo 26

Hacía un calor y un bochorno espantosos aquella noche. Era de esa clase de noches que, invariablemente, propiciaban las más terribles pesadillas.

Estaba echado boca abajo, con la sábana empapada. Tenía los puños cerrados y los músculos tensos. En cierto modo, creía que todo pertenecía al pasado, que no hacía más que evocar una terrible experiencia.

Pero, como de costumbre, era incapaz de despertar.

«… el Hiconidol tiene, átomo a átomo, una composición química casi idéntica a la del neurotransmisor encargado de la transmisión del dolor. Eso significa que puedo activar tales nervios de una vez o gradualmente, como quiera. Todos. Piense en ello, señor Santana. Nada de heridas… Nada aparatoso… Sin sangre. Sólo dolor. Puro dolor. Salvo para mi trabajo, el Hiconidol no tiene el menor valor clínico. Si algún día lo comercializamos, creo que su nombre apropiado sería Agonil. Es un fármaco asombroso, si me permite que lo diga, aunque lo haya creado yo. ¿Una pequeña dosis? Un cosquilleo. ¿Una dosis mayor? Bueno… Ya puede imaginárselo.»

Ray tragaba saliva. Le latía tan fuerte el corazón que estaba seguro de que el Doctor veía los movimientos de su pecho.

«No, por favor -clamaba en silencio-. Por favor…»

El pulgar de Perchek presionaba el émbolo de la jeringuilla.

«Empezaremos por algo suave -decía Perchek-. Equivalente, pongamos por caso, a sentir una fría brisa en las raíces de los dientes. Lo que nos interesa es la identidad de los agentes mexicanos "legales", señor Santana. Orsino anotará los nombres que usted nos dé. Y se lo advierto: algunos de los nombres que usted nos dará ya los conocemos, y tendría muy desagradables consecuencias para usted que descubriésemos que pretende engañarnos.»

«¡Váyase a la mierda! ¿De qué engaños habla?»

El Doctor se limitaba a sonreír.

La última voz que Ray oía antes de la inyección era la de Joe Dash.

«Un hombre puede enfrentarse a la muerte de tres maneras…»

El émbolo de la jeringuilla descendía ligeramente.

Menos de medio minuto después, Ray notaba una tenue vibración en todo su cuerpo, como si le aplicasen una pequeña descarga eléctrica. Su cuero cabelludo se tensaba, y los músculos de su rostro se crispaban. Unía las yemas de los dedos y se las frotaba, como si tratara de desentumecérselas.

Mientras tanto, Perchek había sacado un cronómetro de su maletín.

«Calculo que el efecto de esta minúscula dosis le durará un minuto y veinte segundos -decía Perchek-. El efecto de dosis superiores dura un poco más. De todas maneras, el tiempo se le va a hacer a usted algo muy relativo: unos pocos segundos pueden parecerle horas, y un minuto, una eternidad. ¿Qué tal? ¿Puede darnos ya algunos nombres?»

«Cary Grant, Mick Jagger, Marilyn Monroe…»

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