– Me temo que voy a tener que cancelar también las visitas de mañana -comentó Harry, resignado.
– Ya lo he hecho yo -dijo Mary.
– Esto empieza a ser ridículo. Quizá sería mejor cerrar la consulta durante una temporada.
– Hágalo y verá -le advirtió Mary con cara de pocos amigos-. Verá qué pronto me compro un látigo; de esos que te dejan en carne viva al segundo latigazo.
– Bueno, bueno… A ver qué ocurre mañana.
– Eso es otra cosa. Me he puesto en contacto con su abogado para decirle a qué hora es la reunión. Quiere que lo llame usted más tarde, pero ya me ha anticipado que asistirá.
– Ya. A trescientos cincuenta dólares la hora, ¡cualquiera no va!
– ¿Cómo ha dicho, doctor?
– Nada, nada, Mary. Es que tengo mi habitual arrebato de mal humor. No obstante, no se preocupe porque nunca me dura mucho.
– Menos mal -dijo Mary.
Harry le entregó a Walter un sobre con el dinero acordado. Maura notó que Harry no acababa de fiarse de Walter, pero a ella sí le inspiraba confianza. Por lo pronto, los había encarrilado para pasar al contraataque.
– Magnífico. Nos pondremos en seguida manos a la obra -se entusiasmó Walter, que se guardó el sobre y les sonrió-. Y no se preocupe, Harry, anotaré con todo detalle lo que gaste y le daré los comprobantes. Anoche mismo puse la directa. En cuanto llegué a casa, llamé a unas cuarenta agencias de azafatas de compañía. Me hice pasar por un cliente, con el pretexto de que, cuando visité la ciudad hace ahora seis meses, pasé la mejor noche de mi vida con una tal Désirée, y que, desgraciadamente, contacté con ella a través de un amigo a quien, en estos momentos, no tengo manera de localizar para que me dé el nombre de la agencia. He añadido que no me importaba lo que costase, siempre y cuando el dinero sea para ella. En tres de las agencias quisieron dar la impresión de que la conocen. Me dijeron que tratarían de localizarla y que volviese a llamar más tarde. En la agencia Elegance me dijeron que ya no trabajaba para ellas. Y por ésa voy a empezar precisamente.
– ¿Por qué? -preguntó Maura.
– Porque la mujer con la que hablé primero me respondió vagamente a algunas preguntas sobre Désirée. Me pidió un teléfono de contacto y me dijo que me dirían algo al respecto. Una hora después, me llamó otra mujer, una tal Page. Creo que es la directora de la agencia. Jugamos al gato y al ratón durante un rato, y le insinué, tantas veces como pude, que había dinero a ganar. Ella, por su parte, negó saber nada acerca de la tal Désirée… tantas veces como pudo. Al final, le solté que me constaba que Désirée había muerto, y que sólo quería información acerca de ella. Le he ofrecido quinientos dólares sólo por hablar conmigo personalmente durante media hora, ni un minuto más, y que no tendrá que contestar a ninguna pregunta sobre Désirée que no quiera contestar. Estaba seguro de que iba a decirme que no, pero al repetirme que no conocía a Désirée, comprendí que aceptaría. He de verla mañana por la mañana.
– Parece prometedor -dijo Maura.
– Lo que me parece es que nos van a timar quinientos dólares -masculló Harry.
– Usted no se me desanime, jefe -replicó Walter sin poder controlar el tic de la comisura de la boca-. Quizá aún no se dé cuenta, pero tiene a su servicio a toda una ganga, al mejor detective del siglo. Esté localizable. Pudiera ser que mañana por la noche tuviéramos que vernos y comparar nuestras notas. Por cierto, Maura, voy a pedir hora en AA; podríamos ir los dos si aún le interesa asistir.
– Cuando quiera.
– Tiene usted el número de teléfono de casa, Walter -dijo Harry-. Llame cuando quiera, si sabe algo. Perdone si he estado un poco brusco -añadió, vacilante-. Procuraré que no se repita.
– Tranquilo. Tengo más conchas que un galápago -repuso Walter pellizcándose el brazo-. Además, es natural: de momento no he hecho más que costarle dinero. Cuando consiga resultados, como estoy seguro de hacerlo, espero que confiara en mí -añadió.
Luego les estrechó la mano a ambos, se despidió de Mary Tobin y enfiló hacia la puerta.
– Vámonos nosotros también -dijo Harry-. Cogeremos un taxi en la Quinta Avenida.
– De acuerdo -accedió Maura, más nerviosa que nunca-. Adelante -añadió mirando a Mary-. Cruce los dedos. Vamos a ver al mago.
* * *
En una discreta placa metálica, junto al timbre, decía:
P. Nemec
Terapia del Comportamiento
Pavel Nemec los saludó efusivamente y les sirvió té y unas galletas en la sala de espera de su consulta, de estilo victoriano y de paredes recubiertas de paneles de roble. Como hacía años que él y Harry no se veían, pasaron un buen rato hablando de la familia y de cómo les iban las cosas.
Nemec debía de tener poco más de sesenta años, dedujo Maura. Tenía el pelo entrecano y era muy delgado, aunque fuerte. Le pareció un hombre simpático y sencillo.
Con todo, la ansiedad que se apoderó de ella en la consulta de Harry no hizo sino aumentar. Se había esforzado lo indecible por recordar el rostro del impostor que entró en la habitación del hospital, pero cuanto más lo intentaba, más nebulosos se hacían sus recuerdos de aquel día. Pensaba que quizá entre el delírium trémens, la operación y las pastillas le distorsionaron tanto la realidad que, a lo mejor, no vio lo que creía haber visto.
A Maura le temblaban tanto las manos que tuvo que dejar la taza de té en la bandeja. Permaneció en silencio mientras Harry exponía la situación. También Nemec escuchó atentamente. Luego, de pronto, se levantó y empezó a pasear de un lado a otro por detrás del sillón que ocupaba ella. Se detuvo al fin y posó las manos suavemente en sus hombros.
– No tiene por qué estar asustada, Maurie -le susurró Nemec al oído-. No tiene por qué.
Ella se sobresaltó. La había llamado Maurie. No había oído mal, no. Nunca la había llamado así nadie, salvo su padre, y sólo hasta los diez u once años.
Harry guardó silencio. Maura empezó a oír con mayor nitidez el ruido del tráfico. Se sentía flotar; sin diván, sin «piense en una cabaña», sin new age ni artimañas de ninguna clase. Pavel Nemec había movilizado sus personales recursos, así, como si nada.
Nemec se situó entonces frente a Maura y tocó sus sienes con las yemas de los dedos. Pese a tener los ojos cerrados, ella veía un tropel de imágenes y rostros que se agolpaban en su mente; cruzaban a velocidad de vértigo, como cuando se busca un fotograma concreto en un video. Había imágenes que relacionaba enseguida; otras, en cambio, no le decían nada.
De pronto, una escena empezó a repetírsele una y otra vez. Era su padre que, con una copa en la mano, se deba la vuelta hacia ella. Sus legañosos ojos la miraban con frío desdén. Más que hablar farfullaba. La reñía, tan furioso que echaba espuma por la boca.
«Eres una inútil, Maurie… No tienes remedio. Eres una calamidad…»
«Lo único que sabes hacer es darme quebraderos de cabeza. Igual que tu madre…»
«Salvo casarme con ella, tú eres el mayor error de mi vida… Es más: de no ser por ti, nunca me habría casado con ella…»
– Tranquila, Maurie -dijo Nemec con gentil firmeza-. Nunca jamás volverá a hablarte así… Estaba borracho, eso era todo. No merecías que te hablase de esa manera, pero él no pudo evitarlo -añadió, a la vez que con sus tranquilizadoras manos cubría las orejas de Maura-. Hacías todo lo que podías por complacerlo. Se odiaba demasiado para poder sentir verdadero amor por nadie… Nunca se detuvo a pensar en el daño que te hacía… Ahora debes dejarlo correr, Maura… Puedes dejarlo correr para siempre.
El torbellino de imágenes empezó a remitir. Maura sabía que tenía los ojos cerrados, pero podía ver al mago con su cárdigan gris paseando de un lado a otro frente a ella. Su aprensión había desaparecido. El desdén que sentía por sí misma, y que había entorpecido su vida durante tanto tiempo, acababa de desaparecer y de dejarla con una increíble sensación de paz.
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