Maura encendió la luz del despacho y pasó la mano por los volúmenes de la librería, en busca de algo entretenido para leer. En seguida cambió de idea y pensó que acaso le convenía algo más profundo. Cogió una edición de bolsillo de poemas de lord Byron. En la portadilla interior se leía perfectamente un nombre escrito a mano: Evelyn DellaRosa.
Evie era, desde luego, una de las razones por las que Harry guardaba las distancias.
Maura cerró el libro y lo volvió a dejar en el estante. Les habían ocurrido a los dos tantas cosas desde la muerte de Evelyn que resultaba difícil hacerse a la idea de que habían transcurrido sólo unas semanas.
Volvió a echarle un vistazo a la librería y, al final, se decidió por un libro sobre Irlanda. Dentro de seis horas ella y Harry tenían que verse con Pavel Nemec.
Maura necesitaba desesperadamente que la sesión fuese eficaz. Hacer que su memoria evocase la imagen del rostro oculto en su subconsciente repararía la humillación sufrida por las secuelas de su alcoholismo. Como nunca la habían hipnotizado, ignoraba si no dormir la noche anterior sería positivo o negativo. Por otro lado, si el legendario húngaro era tan extraordinario como aseguraban, probablemente daría lo mismo.
Tal como Harry anticipó, en cuanto Nemec recibió la llamada hizo un hueco en su agenda para recibirlos.
– ¿Qué hizo usted exactamente por su hijo, Harry? -preguntó Maura después de que él le comunicase que Nemec los iba a recibir en seguida.
– ¿Por Ricard? En realidad, nada. Sólo un reconocimiento rutinario en el curso de unas jornadas musicales. Toca la trompa.
– ¿Y?
– Pues que le detecté un bultito que no me gustó nada en una axila.
– ¿Cáncer?
– No. La enfermedad de Hodgkin. Gracias a Dios lo cogimos muy a tiempo. De eso hace ya seis años y se le puede considerar curado.
Harry lo dijo como si de una nadería se tratase, pero Maura sabía muy bien cómo se hacían los reconocimientos médicos en los colegios, en las «convivencias» y en las jornadas de cualquier tipo organizadas por los centros docentes: la mayoría de los médicos apenas hacían más que auscultarte. Así estaba claro que Harry no reconoció al hijo de Pavel Nemec de una manera tan rutinaria. Harry Corbett hizo honor a… Harry Corbett.
Maura reflexionó acerca de lo que él le contó sobre el drama que se cernía sobre él en el hospital (la llamada de su amigo Atwater para pedirle que dimitiese, y saber que la dirección estudiaba la conveniencia de cesarlo).
Harry Corbett no merecería semejante trato, pensó Maura, indignada. Se pasó los dedos por su pelo, aún muy corto, y por la todavía sensible cicatriz de la craneotomía.
Tampoco merecía Harry que ella se comportase como lo hacía. Volver a beber había sido un acto arrogante, inmaduro y estúpido. Gracias podía dar a que él no la hubiese puesto en la puerta con una botella en la mano.
– Se acabó -musitó para sí Maura, aunque consciente de que se había hecho otras muchas veces el mismo propósito sin conseguirlo-. Esta vez va en serio. Ni una gota más.
Leyó unas cuantas páginas del libro sobre la campiña irlandesa y los párpados empezaron a pesarle. Se preguntó qué se sentiría al ser hipnotizada, si es que se sentía algo.
Una de las ilustraciones del libro sobre Irlanda (la de la Torre de O'Brien, en lo alto del acantilado de Moher, en el condado de Clare, empezó a nublársele).
«Se acabó -se repitió Maura-. Ni una gota más.»
El aroma de café recién hecho le hizo entreabrir los párpados. La pálida luz de la mañana se filtraba a través de los edificios colindantes y empezaba a iluminar el despacho. Harry se sentó en un sillón, junto al sofá. Llevaba una sudadera gris y una toalla alrededor del cuello. Era evidente que acababa de terminar sus ejercicios matutinos. Su negro pelo brillaba con el sudor. El color de sus mejillas hacía que sus agradables facciones resultasen aún más atractivas.
Maura alargó un brazo adormitada y le cogió la mano.
– ¿Qué hora es? -preguntó ella.
– Más de las siete. Puede remolonear un rato, que todavía es muy temprano. No tenía que haberla despertado. Soy un egoistón.
– Pues lo seré yo aún más y me quedaré despierta.
– ¿Cómo se encuentra?
– Sobria -contestó ella, convencida de que aquélla era la palabra que más deseaba oír él.
– ¿Dispuesta a que el Húngaro escudriñe en su cerebro?
– El verá lo que hace. Igual le da un pasmo al adentrarse por donde nadie se ha aventurado jamás -dijo Maura, sonriente.
– Es un auténtico mago; por lo menos, eso aseguran. Pero, bueno: la supercafetera, que a Evie le costó trescientos dólares, está a pleno rendimiento en la cocina. Lo primero que hizo al casarnos fue licenciar mi pequeña cafetera de filtro. La de ella va sola a comprar el café, hace la mezcla perfecta, la muele, la hace y te la da a probar.
– Huele muy bien.
– ¿Cómo lo toma?
– ¿No recuerda cómo lo tomé ayer?
– Me parece que solo, ¿no? -dijo Harry, sonriente.
* * *
Maura nunca había prestado demasiada atención a su aspecto. Un ex novio le comentó que era debido a que nunca lo había necesitado. Aquel día, sin embargo, dedicó más tiempo a acicalarse (se pintó un poco, se puso los pendientes esmaltados que tanto le gustaron a Harry y un vestido de algodón, en lugar de los téjanos de marca que llevaba).
Estaba nerviosa por lo que se le avecinaba (la aterraba pensar que la sesión de hipnosis pudiera ser inútil casi tanto como lo que aflorase de su subconsciente). Durante los dos años y medio que llevaba sumida en aquel pozo, había bebido de manera desmesurada, sin detenerse a pensar en los locales y las compañías que frecuentaba. Se preguntaba hasta qué punto Pavel Nemec podría limitarse a hacer salir lo que interesaba, porque prefería no saber muchas de las cosas que, sin duda, su subconsciente quería olvidar.
Nemec vivía y tenía su consulta en la zona alta del East Side. De camino se detuvieron en la consulta de Harry, pasaron por el apartamento de Maura para coger un bloc de dibujo, lápices y «pasteles» y fueron al banco de Harry a retirar mil quinientos dólares.
– He anulado la mitad de las visitas de hoy en mi consulta y tengo un sustituto para las del hospital -dijo Harry-. Aunque la mayoría de mis pacientes particulares me son fieles, me parece que empiezo a pedirles demasiado.
– Sí. Menudo día -asintió Maura en tono comprensivo-. De todas maneras, quizá cambie todo para bien a partir de hoy Tenga confianza. Las cosas pueden dar un giro favorable. Y… ya que hablamos de giro, gire por ahí, a la derecha, que quiero hacer una cosa.
Corbett tomó por donde ella le indicó, y apenas habían recorrido dos manzanas, ya le había esbozado ella un aceptable retrato. Cuando llegaron a la consulta, el retrato le había quedado bastante bien.
– ¡Asombroso! -exclamó él.
– Puedo hacerlo mejor. Lo único que quería comprobar era si aún sé dibujar rápido porque hace una buena temporada que no hago nada. No se me da mal. Pasé un verano en Italia haciendo retratos y caricaturas para los turistas en la piazza Navona.
Walter Concepción ya estaba en la sala de espera. Hablaba con la enfermera Mary Tobin, que estaba detrás del mostrador de recepción. Maura se alegró de ver de nuevo a Walter. El baqueteado detective privado llevaba una camiseta negra, sin mangas, que le permitió a Maura ver que tenía los brazos más musculosos y fuertes de lo que parecía. Lucía un artístico tatuaje en el deltoides izquierdo: una calavera, de una de cuyas cuencas asomaba la cabeza de una serpiente.
– Han llamado de la oficina del doctor Erdman -dijo Mary Tobin-. Han fijado la reunión para mañana a las diez, en la sala de conferencias contigua.
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