– ¿Y para información?
– No lo sé. Quizá mil.
– ¡Mil quinientos dólares! -exclamó Harry-. ¿No ha dicho que si no había resultados positivos no cobraría?
– Ya le he dicho, Harry, que soy un profesional. Sé que si se quiere información hay que pagarla. ¿Cuánto cree que debió de cobrar, quien fuese, por matar a su esposa?
– De acuerdo, de acuerdo. Aceptado. Pase mañana por mi consulta y se lo daré en metálico.
– Estupendo. No lo lamentará.
– Ya. Lo mismo me ha dicho antes. Y luego me pega este palo de mil quinientos dólares -dijo Harry, sonriente.
Walter se levantó y les estrechó la mano a ambos.
– Maura, le prometo que mañana iremos a una reunión.
– Estupendo. Estoy dispuesta.
Walter fue a darse la vuelta para marcharse pero se detuvo.
– Ah, Harry…
– ¿Qué?
– Si lo tiene, me vendría muy bien un pequeño anticipo a cuenta de mis gastos.
Harry le dio dos billetes de veinte dólares.
– ¿Por qué extraña razón tendré la sensación de que me despluman?
Walter se limitó a sonreír con su habitual simpatía y enfiló hacia la puerta.
– ¿No me habrán tomado el pelo? -exclamó Harry.
Maura meneó la cabeza.
– Ni mucho menos. Lo que me parece es que ha llevado una vida demasiado encerrada -dijo ella-. Todo el mundo tiene que comer. Yo confío en él. Además, de entrada, ya ha tenido dos buenas ideas.
– Lo del hipnotizador se me habría ocurrido a mí también -repuso Harry algo enfurruñado.
Echado boca abajo en la enorme cama de su habitación del hotel Garfield Suites, Kevin Loomis aguardaba con impaciencia la hora del comienzo de la reunión de la Tabla Redonda.
Hacía una semana que se había enterado del asesinato de Evelyn DellaRosa, y desde entonces había estado a punto varias veces de intentar contactar con sir Gauvain para ver si él estaba de acuerdo en que la supuesta Désirée era en realidad Evelyn. Pero si cualquiera del grupo advertía que trataba de hurgar en la vida privada de un compañero, podía ser el fin para él. De modo que, por el momento, pensaba mantener la boca cerrada acerca del asunto y confiar en que fuese el propio Gauvain quien sacase el tema a colación.
La joven belleza que se hacía llamar Kelly se arrodilló a horcajadas sobre las nalgas de Kevin para relajar la tensión de los músculos de su zona lumbar. Su vestido de estilo oriental, de seda, de color rojo y con adornos de dorado lame, estaba encima de una silla junto a sus bragas de blonda negra.
Kevin veía a Kelly reflejada en el espejo del fondo de la habitación: sus firmes pechos, sus pequeños y oscuros pezones, las perfectas curvas de sus caderas y de sus nalgas. «Kelly. Otro nombre que no me dice nada», pensó. Igual que Lancelot, Merlín, Désirée y los demás (nombres espectrales, vacíos, pensados sólo para ocultar secretos; nombres que se desvanecían con la luz del día).
– ¿Es Kelly tu verdadero nombre? -preguntó Kevin, que, al verla sonreír en el espejo, pensó que no sólo era una pregunta tonta sino que debían de habérsela hecho innumerables veces.
– Si te gusta, sí-contestó ella con amable condescendencia.
Al cerrar los ojos, Kevin se sintió algo mareado. Allí tenía a aquella despampanante mujer que le daba un masaje y que estaba dispuesta, si él así lo deseaba, a dejarse penetrar y a hacer todo lo que él quisiera y que, sin embargo, no quería decirle siquiera su verdadero nombre de pila. ¿Sería periodista? ¿O acaso estudiante de física nuclear en la Universidad de Columbia? ¿O sólo una puta a tiempo parcial?
Kelly, Tristán, Desirée, Galahad, Gauvain. Nombres espectrales.
¿Cómo reaccionaría Nancy si se llegase a enterar?, se preguntó Kevin. ¿Hasta qué punto creería que no estaba implicado en todo? Ni siquiera él estaba muy seguro de creerlo.
– Me voy a duchar -dijo Kevin.
Pero Kelly se inclinó hacia él y le besó el pene, que, de inmediato, empezó a endurecerse.
– ¿Quieres que… lo hagamos todo?
– No -contestó él con acritud, porque en realidad lo que habría querido es que le explicase qué hacía él allí-. Vístete y pide algo de cenar. Me da igual lo que elijas, con tal de que sea lo más caro de la carta.
– Un filete al punto -dijo ella-. Me acuerdo.
* * *
En cuanto Kevin entró en la suite Stuyvesant, se encontró con la mirada de Gauvain. A juzgar por su manera de vestir y de comportarse, Loomis siempre creyó que Gauvain había tenido una buena formación académica. Aquella noche, sin embargo, su talante era menos gentil y su sonrisa un poco tensa.
Los siete sillones de alto respaldo, dispuestos alrededor de la mesa, estaban separados por poco más de un metro. La placa metálica en la que figuraba el nombre de Tristán estaba en el lugar acostumbrado, entre Kay y Lancelot. Gauvain fue hacia su sitio, casi enfrente del de Kevin.
Kevin lo miró, lo saludó con una leve inclinación de cabeza y se le acercó.
– ¿Qué tal? -preguntó Kevin.
– No puedo quejarme -repuso Gauvain.
– Esta vez Lancelot me ha enviado una joven china, una chica «once», según él. Puede que tenga razón. Creo que trata de sacarse la espina por su fiasco con Désirée.
– Sí, probablemente.
Gauvain esbozó una forzada sonrisa y se rebulló, incómodo, en el sillón.
Antes de que a Kevin le diese tiempo a hacerle más preguntas, Merlín anunció el comienzo de la reunión.
«Quizá no sepa nada en absoluto acerca de Evelyn DellaRosa -pensó Kevin-. Puede que ni siquiera haya visto su fotografía en los periódicos.»
El informe económico de Galahad mostró que las aportaciones del grupo habían vuelto a elevar el capital «circulante» hasta los 600.000 dólares que se acordaron como capital operativo.
Kevin no tenía ni idea de en base a qué criterios se acordó tal cantidad, ni tampoco por qué normas se regía la financiación. No se levantaban actas, no se dejaba constancia de los votos ni se llevaban archivos. Sin embargo, todos parecían saber exactamente en qué situación se encontraba cada uno de los proyectos y cuáles eran las obligaciones de cada cual.
Kay fue el primero en tomar la palabra. Habló acerca de uno de los tres grandes programas que se debatirían aquella noche. Parecía muy impaciente por presentar su informe: contaban ya con los votos necesarios para que se aprobase una ley que permitiría a las empresas contar con una base de datos genéticos para complementar los criterios de selección de personal. Primero, test y perfiles psicológicos; luego, pruebas de sida y, finalmente, pruebas genéticas. Todos eran conscientes de que tan sofisticado banco de datos podía no servirles para nada a las empresas de manera directa, pero indirectamente podían llegar a ahorrarse centenares de millones de dólares en pólizas de seguros.
– Se elevarán los consabidos recursos a los tribunales -explicó Kay-. No obstante, creo que, en este caso, lo tenemos todo controlado. Calculo que pasará un año antes de que la ley entre en vigor, se recurra y se ratifique. Puede que algo más, si los sindicatos se ponen en manos de abogados medianamente eficaces. En cualquier caso, ganaremos.
– Cuanto antes, mejor -dijo Lancelot-. Por lo que a mí respecta, deberíamos hacer de la selección genética un requisito imprescindible para utilizar los servicios de guardería. Los malditos mutantes están por todas partes.
Varios de los compañeros de Lancelot se echaron a reír. Loomis simuló reír también y reparó en que la sonrisa de Gauvain era muy forzada.
Los compañeros de Kay saludaron su trabajo con aprobatorios golpecitos en la mesa, salvo Perceval, que aplaudió sonoramente. Decenas de millones de dólares de incremento de beneficios para el sector… o acaso más.
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