Harry tuvo que interrumpirse para no perder la calma. Maura seguía callada.
– … usted es la única amiga que tengo en estos momentos -prosiguió-. No sé qué hacer. Ese condenado me amenaza con no dejar de hacerme daño, o hacérselo a mis pacientes, hasta que… me suicide.
– ¿Por qué no vuelve a casa, Harry? -dijo Maura al cabo de unos instantes que a Harry se le hicieron eternos.
– ¿Y usted qué va a hacer?
– Pues, para empezar, darme una ducha.
– Lo más fría posible -le recomendó Harry, que dio gracias a Dios por la sensata decisión de Maura.
Harry había tenido que vérselas con suficientes alcohólicos como para no fiarse de sus promesas, sobre todo relativas a no beber más.
De manera que, cuando cogió el taxi, se temió lo peor. Aunque no eximía a Maura de responsabilidad por reincidir en la bebida, creía que, tras su intervención quirúrgica en el CMM, le dieron el alta prematuramente. Podía ser acertado dársela por su operación, o por haber superado su crisis de delírium tremens, pero debía seguir ingresada para someterla a una cura de desintoxicación. Habría contado con ayuda de los Servicios Sociales, del psicólogo y acaso de algunos miembros de Alcohólicos Anónimos. Tampoco hubiese estado de más una estancia en el pabellón de alcohólicos. Así se hacía en otros tiempos.
Sin embargo, en la actualidad, por más que su médico supiese que aquél era el tratamiento correcto para su completa recuperación, su mutua de seguros no opinaría lo mismo.
En las bases de datos de mutuas y compañías de seguros, se procesaban parámetros relativos a toda enfermedad, herida o estado, desde la lepra hasta la melanuria. Y había códigos que fijaban límites a los períodos de hospitalización, tratamientos y pagos autorizados. No obstante, ningún código podía contabilizar la complejidad de una persona ni la de su reacción a una determinada enfermedad. Los códigos Maura Hughes y Harry Corbett no existían. Así era el maravilloso mundo de la moderna medicina.
Harry despidió el taxi y, aunque pensó en comprar otra caja de bombones (porque Maura podía necesitar algo dulce), desechó la idea y cruzó la calle hacia el inmueble de su consulta. Estaba tan descorazonado como dolido. El escaso ánimo que le quedaba sólo lo alimentaban la rabia y la frustración. Andy Barlow no quería morir. La última vez que habló con él, le comentó que quería diseñar edificios y asistir a conciertos con sus amigos. Si Maura Hughes se complacía en la autodestrucción, en beber hasta que el hígado, el estómago o el cerebro resistiesen, ni él ni nadie podían impedirlo. De manera que… nada de bombones.
Maura lo aguardaba en el recibidor con un «fin de semana».
– He decidido volver a mi apartamento -le dijo.
– ¿Por qué? -exclamó él sin poder ocultar lo furioso que estaba-. ¿Por qué ha bebido? ¿O porque quiere beber más?
– Probablemente por ambas cosas, pero es mejor que no lo discutamos, Harry. No creo que pueda hacerme ya ningún bien a mí misma, ni a usted. Y por tomarme unas cuantas copas más, no cambia nada.
– Ya lo creo que cambia -replicó Harry.
Sintió deseos de gritarle, de recordarle en los términos más duros que, a diferencia de Andy Barlow, ella podía controlar la situación. Sin embargo, se dominó y la sujetó con suavidad por los hombros. Su mirada seguía limpia y clara. Estaba por asegurar que no había bebido más desde que hablaron por teléfono. Quizá estaba a tiempo de frenar la recaída.
– Ande, pasemos adentro -le dijo Harry-. Sólo un momento.
– Por favor, Harry, esto no es un juego. No juego a compadecerme, ni trato de que me ruegue que no beba.
– No me ha pasado por la cabeza nada semejante. Sé que estamos los dos furiosos: usted porque no puede recordar el aspecto que tenía aquel cabrón y yo… por lo mismo. Pero si no puede, no puede. No es tan importante. Lo verdaderamente importante es que usted es la única persona que sabe, a ciencia cierta, la verdad sobre mí en relación a la muerte de Evie. Necesito que me ayude para salir con bien de todo esto. Y creo que yo, a mi vez, puedo ayudarla a usted. Así que, por favor, pasemos adentro.
Maura alzó la vista y lo miró a los ojos durante unos segundos en silencio.
– ¿No le ha dicho nunca nadie que se parece a Gene Hackman? -dijo ella al fin.
Harry la miró algo desconcertado, pero en seguida reparó en la maliciosa expresión de sus ojos.
– Bueno, pues… ya que lo menciona…
* * *
Se sentaron en el sofá del estudio, se sirvieron café y trataron de analizar la situación.
A pocas conclusiones habían llegado cuando, una hora después, sonó el «busca» de Harry para indicarle que llamase a la centralita del hospital.
Aunque Maura había reconocido que no afrontaba su alcoholismo de una manera muy eficaz, no estaba de acuerdo en que necesitase pasar dos o más semanas en un centro de rehabilitación, sobre todo si era Harry quien pagaba la factura, como le había ofrecido él.
– Propóngame cualquier cosa menos eso -dijo ella-. Cualquier cosa, menos estar encerrada.
Harry le sugirió que hablase con Murphy Oates, el pianista del grupo que, con carácter permanente, actuaba en el club C.C.'s Cellar. Oates era un ex adicto a la heroína y al alcohol, pero llevaba ya diez años sin probarlos, aunque nunca hablase de ello.
– Estaré encantada de hablar con su amigo -concedió Maura-. Y haré lo que me aconseje, excepto dejar que me embarquen en una nave de locos.
– Probablemente lo encontraremos en el club -dijo Harry.
– ¿Ahora?
– No abren al público hasta dentro de dos horas, pero están los músicos. Es cuando más me gusta estar allí. Poca luz, silencio… Tiene algo de caverna platónica. ¿Sabe que una vez estuvo Andy Barlow para oírme tocar?
De nuevo se retrotrajo Harry a la oscura habitación de la planta 5 del edificio Alexander. No podía quitarse de la cabeza aquel demacrado rostro, cuyos ojos sin vida miraban con fijeza al techo.
Desde que oyó farfullar a Maura por teléfono estaba muy abatido.
– … ese lunático lo ha reconocido, Maura -dijo Harry, tan inquieto que no podía dejar de pasear de un lado a otro del estudio-. Ha llamado y ha dicho haber matado a Andy, con la misma tranquilidad que si reconociera el pecadillo de quedarse con el periódico que dejan frente a mi puerta. Y me he sentido impotente, sin poder hacer nada. ¿Qué iba a hacer? Para él, soy como un juguete, me hace bailar a su antojo. ¿Cómo voy a poder acabar con esto? ¿Quién será su próxima víctima?
– Vamos, Harry -dijo Maura cogiéndolo de la mano-. Salgamos de aquí en seguida. Ir un rato al club le sentará bien.
– No estoy yo tan seguro -replicó él-. Espere a ver por qué ha sonado el «busca» para que llame al hospital. Luego decidiremos lo que hacemos.
Harry marcó el número de la centralita del hospital. Como Harry no estaba de servicio, debía de tratarse de algo que no pudieran solucionar sin él. La telefonista, que por 1o general era parlanchina y alegre, estuvo muy seria y distante. Por lo visto, había engrosado las filas de los convencidos de que Harry había asesinado a su esposa. Era como si los rumores acerca de él se extendiesen como una nube tóxica.
– Tiene usted una llamada del señor Walter Concepción doctor Corbett -le comunicó la telefonista, sin esforzarse 1o más mínimo por pronunciar correctamente el extraño apellido-. Dice que es paciente suyo, pero que no se trata de una consulta médica, y que sólo usted puede ayudarlo.
Harry garabateó el número que le dio la telefonista, comprobó que fuese el mismo que le dio Mary en la consulta y marcó.
– Diga -contestó una voz de mujer.
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