«Seguir en mi puesto y luchar.» Harry se retrotrajo a una mañana de hacía unas pocas semanas, y recordó haberle dicho a su hermano Phil que le faltaba motivación.
– ¿Va a venir a hablar con Owen acerca de ello? -preguntó Atwater.
– Sí. Iba a ir hace un par de horas, pero me ha entretenido un inspector de policía. Ya lo conoce. Es Dickinson, el mismo que estuvo en la planta cuando murió Evie.
– ¡Oh, no! Ese tipo es un imbécil. ¿No irá a creer que también ha matado usted a Barlow?
– Ya lo creo. No faltaba más.
– ¡Joder! Perdone… mi lenguaje, pero es que esto es para… ¿Puedo hacer algo?
– Ojalá.
– ¿No tiene idea de quién pueda querer hacerle tanto daño?
– Ni la más remota.
Atwater guardó silencio unos instantes. Todo aquello le resultaba muy embarazoso. Al momento, comentó:
– Quizá debería usted considerar tomarse unos días de descanso, por lo menos hasta que se tranquilicen un poco los ánimos y se calme todo un poco. Ya sabe que estoy a su lado sin reservas, pero con las enfermeras en pie de guerra y Owen entre la espada y la pared la cosa está que arde. No se puede hacer ni idea de cómo está el patio.
– Por lo visto, usted tampoco me cree. Lo noto por su tono de voz.
– Tiene que ser razonable, Harry. Todo esto tiene muchas implicaciones.
– Gracias por llamar, Doug. Aunque todos ustedes voten para que me marche, no pienso renunciar a mi trabajo en el hospital.
Harry colgó sin aguardar la réplica de Atwater y se dejó caer desmayadamente en el sillón. Su viejo amigo -y posiblemente su último aliado en el hospital- acababa de dar la espantada.
Atwater carecía de autoridad para forzar que lo echasen del hospital, pero podía recusarlo como miembro del cuadro médico adscrito a la CSM. Y los asociados a la CSM representaban entre el 40 y el 50 % de sus pacientes. Sin ellos, difícilmente podría seguir con el ejercicio de la medicina durante mucho tiempo.
Mary Tobin entró en el despacho con cara de circunstancias, y le dijo que, como no tenía trabajo ese día, aprovecharía para salir antes y hacer unos recados.
Harry le dio las gracias, y le aseguró, sin demasiada convicción, que no tenía por qué preocuparse mientras la seguía con la mirada al salir ella del despacho. Ya le contaría por la mañana el mazazo moral que Atwater acababa de propinarle. No quería abrumarla más de lo que ya estaba. Después de comprobar que no tenía trabajo pendiente, Harry llamó al teléfono del apartamento de Maura y luego al suyo. Como no obtuvo más respuesta que la de los contestadores automáticos, dejó el mensaje. Estaría en casa a las cuatro. Después llamó a Owen Erdman y concertaron otra reunión para hablar de su futuro en el CMM.
Harry despejó un poco la mesa y apoyó los pies encima, cerró los ojos y trató de concentrarse. Tenía que dar con alguna idea que lo librase de las amenazas que se cernían sobre él.
El timbre del teléfono lo sobresaltó de tal modo que estuvo a punto de caer del sillón. Era de nuevo su línea privada. Cogió el teléfono pero no contestó. No le cupo duda: el asesino llamaba de nuevo, volvía a llamar para mortificarlo.
– La autopsia no revelará la presencia de ninguna sustancia extraña -le dijo la misteriosa voz.
– ¿Cómo lo sabe?
– Dispongo de una neurotoxina tan potente y tan perecedera que nada más causar la muerte empieza a desaparecer del cuerpo. En realidad, el organismo metaboliza el veneno después de la muerte. Ya ve… todos empeñados en llamar salvajes a los indios de la cuenca del Amazonas, y le aseguro que, en lo que a administrar la muerte se refiere, son unos virtuosos.
Harry no dejó de advertir la enorme arrogancia y el infatuado ego de su anónimo comunicante. Consciente de lo peligroso que era enfurecerlo, midió sus palabras.
– ¿Qué quiere de mí?
– Que resuelva el problema, ya se lo dije, y a ser posible, después de escribir una nota en la que reconozca su poca fortuna al prescribir… ¿qué fue lo que utilizó?, ah, sí, Aramine. Le inyectó Aramine a su esposa. Quedará en paz con su conciencia, y problema resuelto.
– No represento ninguna amenaza para usted -replicó Harry-. Ni yo ni nadie. Dudo que alguien crea que usted existe.
Dudo que alguien crea que usted existe. Las ideas se agolpaban en la mente de Harry. Aquel hombre podría estar loco, pero era inteligente. ¿Por qué, entonces, lo llamaba a su consulta, a riesgo de que cualquiera oyese lo que equivalía a una confesión? Todo lo que Harry necesitaba era una persona de confianza que escuchase y que estuviese al corriente de todo.
El asesino debía de saber que Harry tenía una línea telefónica privada y, por lo visto, que no había extensiones desde las que otra persona pudiera escuchar, pero ¿quién le aseguraba a él que no había alguien junto al teléfono, como Mary Tobin cuando llamó Doug Atwater?
Aquel maníaco era audaz y arrogante, pero actuaba con suma precaución. ¿Por qué corría aquel riesgo?
Harry no paraba de darle vueltas a la cabeza para tratar de comprenderlo. De pronto, lo vio claro: ¡Este cabrón vigila mi consulta! ¡En este mismo momento debe de estar al acecho! De lo contrario, no tenía sentido.
– Oiga, acaba de llegar un mensajero. He de darle un paquete para un despacho de aquí arriba. Si tiene algo más que decirme, no cuelgue, que en seguida estoy con usted.
Harry dejó el auricular encima de la mesa y corrió pasillo adelante hacia la puerta de la entrada. Había un teléfono público en la acera de enfrente, dos portales más abajo. ¡El asesino ha de estar allí!
Aunque era ya tarde, aún no había oscurecido. Harry esquivó un taxi y cruzó la calle como una exhalación. Bajo el minicobertizo que resguardaba el teléfono no había nadie, pero alguien había estado allí hacía unos instantes, ya que el auricular colgaba del cordón y oscilaba de lado a lado como un péndulo. Un pañuelo blanco, dejado en la pequeña repisa metálica del teléfono, indicaba que el asesino había borrado las huellas dactilares.
Harry corrió hacia la primera bocacalle, que daba a la Quinta Avenida. Los viandantes atestaban ambas aceras. Harry las recorrió con la mirada, a ver si veía a alguien que le llamase la atención. Pero nada. Carla Dejesus, la anciana dueña de una tienda, dejó de barrer la entrada y lo saludó con la mano. Harry correspondió a su saludo, se le acercó y le preguntó si había visto a alguien de aspecto inusual pasar por delante o correr por la avenida.
La tendera no había visto nada anormal.
Harry sintió deseos de gritar y de emprenderla a patadas con cualquier cosa, pero no habría faltado más que eso, con su cordura tan en entredicho.
– Daré contigo, cabrón -masculló Harry sin dejar de mirar a un lado y a otro-. Voy a dar contigo cueste lo que cueste.
Volvió a la consulta para cerrarlo todo bien con llave y llamó a su apartamento. Maura cogió el teléfono en seguida. Hasta oír su voz, no se percató Corbett de lo preocupado que había estado por ella.
– Hola, Maura, soy Harry.
– ¿Qué tal, señor médico?
Se lo dijo con la voz demasiado cantarina y chispeante. Oírla acabó de abatirlo.
– ¿Ha vuelto a beber, eh, Maura?
El silencio que siguió no pudo ser más elocuente.
– Sí, pero no tanto como para preocuparse -replicó ella.
– Maura, por favor -dijo él, que temía por Maura tanto como temía perder el control y empezar a despotricar-, no beba más. Por favor, la necesito. El asesino de Evie cree que pagué a alguien para que nos siguiese anoche y que soy el responsable de la muerte de su compinche. Es más, para pagarme con la misma moneda, hace unas horas ha matado a uno de mis pacientes, un joven de treinta y tres años. Se coló en su habitación y lo mató. Y hace un rato ha llamado para alardear de haberlo hecho. Usted…
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