Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– Lo sé muy bien -repuso Andrew Barlow.

Josephson le estrechó la mano al paciente, le dio una palmadita en el brazo a Harry y salió de la habitación.

– Parece que los dos tenemos el futuro complicadillo -dijo Barlow, que respiraba ahora más trabajosamente.

Harry notó que Andy estaba agotado y que necesitaba descansar. El estrés era muy peligroso en su estado. Harry se sentía impotente y estaba furioso. Un loco, empeñado en causar daño, lo manipulaba como si fuera un muñeco.

– Lo siento, Andy.

– ¿Y qué iba a poder hacer usted?

– Volveré a reconocerlo más tarde para asegurarme de que todo va bien.

– Gracias. Y… ah, doctor…

– ¿Sí?

Aquel joven a quien prácticamente acababan de diagnosticarle que tenía el sida volvió a coger la mano de Harry por segunda vez en aquella mañana.

– Todo saldrá bien -dijo Andy.

– Pues claro que sí.

Harry dio media vuelta y salió de la habitación precipitadamente. Poco le faltó para chocar con un bronceado auxiliar, que portaba el metálico estuche para las inyecciones intravenosas.

– Oh, perdone usted -se excusó el auxiliar con marcado acento indio.

Harry musitó el protocolario no hay de qué.

Consciente de que, al acercarse al control de enfermeras, hasta la última auxiliar lo seguía con la mirada, abandonó la planta a toda prisa.

En cuanto llegase a su consultorio, llamaría a Doug Atwater a la CSM para empezar a recabar apoyos, por si Corinne Donnelly o quien fuese intentaba que lo echasen del hospital. Y no estaría de más una llamada a su abogado, Mel Wetstone.

Mientras bajaba por la escalera, Harry se dijo que si, en lugar de dispararles a los dos individuos que los atacaron en el Central Park, el misterioso pistolero los hubiera detenido y entregado a la policía, quizá a estas horas habría terminado su pesadilla. No obstante, estaba visto que el asesino de Evie quería que cargase también con aquel muerto.

«Peor que están las cosas dudo que puedan estar», pensó Harry ya en el pasillo principal que conducía al vestíbulo.

Cinco plantas más arriba, el auxiliar que portaba el estuche para inyecciones intravenosas entró en la habitación 505 sin que nadie lo viese. Llevaba gafas con montura de concha y la barba y el turbante característicos de la secta de los sikh Andy Barlow alzó la vista y lo miró adormitado.

– ¿Ocurre algo? -le preguntó Andy.

– No, en absoluto. Todo está perfectamente -repuso el auxiliar en entrecortado inglés.

El exótico auxiliar fijó la mirada en la aguja del gotero.

– Es sólo una comprobación rutinaria -añadió el auxiliar-. No voy a pincharle, no se preocupe.

– Mejor -dijo Barlow, sonriente.

El joven arquitecto cerró de nuevo los ojos para seguir con su duermevela. El auxiliar, que llevaba en la placa de identificación del CMM el nombre de Sanjay Samar, comprobó la botella de glucosa del gotero y el tubo de plástico. Luego, inyectó una pequeña cantidad de líquido a través de la junta de goma de la botella.

– Es sólo para limpiar el tubo -dijo quedamente.

– Hummm -musitó Andy sin abrir los ojos.

Mientras cerraba el estuche, Sanjay reparó en que en la cara interna de su codo tenía un rodal blanco.

«Deberé tener más cuidado la próxima vez que haya de utilizar este tinte», se dijo.

Sanjay salió de la habitación y enfiló con paso resuelto hacia la escalera, por el lado contrario al del control. Aunque su expresión era la de un profesional en plena tarea, tras sus gafas y sus lentes de contacto, sus claros ojos azules brillaban de puro regocijo.

Capítulo 21

– Está bien, doctor, empecemos de nuevo desde el principio.

– ¿Desde dónde?

– ¡Desde el puñetero principio, le digo!

Albert Dickinson, con el traje tan arrugado que necesitaba con urgencia pasar por la tintorería, apagó un Pall Mall y se dispuso a encender otro. El cenicero estaba a rebosar.

El pequeño despacho destinado a los interrogatorios apestaba a tabaco, posos de café y sudor.

Sentado en una silla de madera, de respaldo de tablillas, Harry se rebullía incómodo. No estaba del todo seguro de si debía contestar a las preguntas del inspector sin llamar a Mel Wetstone. La pura verdad era que él no había hecho nada. Y al margen de su circunstancial implicación en el asesinato de la noche anterior en el Central Park, nada tenía que ocultar.

No obstante, se sentía abrumado. Un joven paciente, a quien tantos desvelos había dedicado, acababa de morir.

Veinte minutos después de que Harry saliese de la habitación 505, una auxiliar reparó en que Andrew Barlow yacía inerte en su lecho, con las pupilas desmesuradamente dilatadas. Médicos y enfermeras intentaron la resucitación, pero desistieron al ver que el «electro» daba plano. Andy Barlow había muerto.

Aunque por la mañana era cuando más frenética era la actividad en el hospital, con las idas y venidas de médicos, enfermeras, auxiliares, estudiantes, técnicos y empleados de mantenimiento, ningún miembro del personal recordaba haber visto nada anormal en la habitación de Barlow después de que Harry se marchase.

Tras recibir la noticia, Harry anuló las pocas visitas que tenía en su consulta y volvió al hospital, tan descorazonado como aturdido.

Andy Barlow yacía boca arriba en la penumbra, cubierto con una sábana hasta el mentón. Su cara reflejaba ya la rigidez cadavérica.

Harry sintió ganas de gritar, de aullar como un animal herido. Hubiese destrozado todo lo que tenía a mano para desahogarse, pero se dominó y se sentó junto al lecho. Le cogió una mano a Barlow y rompió a llorar.

Antes de abandonar la planta, llamó a Owen Erdman. Le dijo que volvería a llamar después, para acordar una entrevista lo antes posible. Luego llamó a la familia de Andy y a Albert Dickinson, que le pidió que acudiese a la comisaría. Y allí estaba.

– Si cree que por ser el primero en notificármelo lo voy a borrar de mi lista, es que está loco -le dijo el inspector-. Lo cierto, sin embargo, es que eso es precisamente lo que ocurre: que está usted loco.

– ¿Cómo?

– ¡Que está usted loco! -le espetó Dickinson.

El inspector no podía acusarlo formalmente de delito alguno hasta que la autopsia demostrase que Andy no había muerto por causas naturales. Pero aunque nada anómalo revelase la autopsia, quedarían muchas preguntas por contestar. Al fin y al cabo, el joven arquitecto estaba incluido en la lista de pacientes en situación crítica. Y las enfermeras con quienes Dickinson habló le aseguraron que la falsa alarma de Harry agravó enormemente la crítica situación de Barlow.

– No fue una falsa alarma -replicó Harry, decidido a armarse de paciencia-. La enfermera de mi consulta oyó la llamada.

– No exactamente, amigo mío. Oyó sonar el teléfono. Incluso un obtuso inspector como yo sabe que, entre oír sonar un teléfono y oír una conversación, hay mucha diferencia.

– También lo oyó uno de mis pacientes desde la entrada de mi despacho. Por lo menos de algo tuvo que enterarse, aunque sólo fuese de lo que yo decía.

– Ya está. Me ha convencido.

– No sea tan sarcástico.

– Pues deje de intentar que me trague sus patrañas, como si yo fuera un retrasado mental.

– El paciente a quien me refiero se llama Walter Concepción.

Harry hizo memoria acerca de lo poco que sabía de aquel paciente: ex detective privado, en el paro, ex drogadicto, afectado de jaqueca crónica, tics nerviosos. Era justo la clase de testigo que Dickinson estaría encantado que esgrimiese; un testigo que encajaba a la perfección con otra testigo alcohólica, que había llegado a sufrir ataques de delírium trémens. La verdad era que encajaban como un guante.

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