– Yo colaboro, básicamente, con DA -le dijo Concepción a Maura cuando creyó llegado el momento oportuno-. Ya sabe, Drogadictos Anónimos. Pero estaré encantado en ir con usted a una reunión de AA si usted quiere. Para mí, DA y AA vienen a ser lo mismo.
– Pues supongo que cuanto antes vayamos, mejor -dijo Maura.
Jackie les sirvió unos pretzels para picar y otras tres tónicas. A los dos guitarristas se les habían unido Hal Jewell, un batería profesional que a Harry le recordaba a Buddy Rich, y un saxofonista llamado Brisby, abogado de uno de los bufetes más prestigiosos de la minoría de raza negra de la ciudad. Tocaban una elegante balada en re que Harry no conocía.
Los tres cuartos de hora que llevaba en el local habían pasado casi sin sentir. Y entre la música y la grata sorpresa de ver a un Walter Concepción mucho más entero, se sentía algo aliviado del lacerante dolor que lo mortificaba.
La balada que interpretaba el cuarteto era cautivadora, sobre todo porque, con el local casi vacío, la acústica era mucho mejor. Los tres escucharon la balada en silencio hasta que se hubo extinguido la última y melancólica nota del saxo de Brisby. Luego, Concepción se aclaró la garganta y miró a Harry.
– Doctor Corbett… tengo… Verá, he de decirle una cosa: es cierto que sufro jaquecas, tal como le dije en el consultorio; fuertes jaquecas que nunca han acertado a curarme. Pero esa fue sólo una de las razones por las que fui a verlo.
– ¿Ah, sí?
– Espero que no se enfade conmigo, y si lo hace, lo comprenderé.
– Diga lo que sea.
– Iba a decírselo en el consultorio, pero recibió usted aquella llamada y se marchó tan de prisa que no tuve ocasión. Leí lo de su caso en los periódicos, doctor. A decir verdad, he leído todo lo que ha caído en mis manos acerca de lo que les ocurrió a su esposa y a usted en el hospital. Me fascinó. Incluso hablé con la hermana de un amigo que trabajaba de enfermera allí. Y, bueno… ella me contó lo de la discusión entre usted y el cirujano… ¿cómo se llama?
Harry estuvo tentado de poner punto final a la conversación, pero en la hora que llevaban juntos, lo peor que podía pensar de Concepción era que le faltaba algún tornillo, aunque, a juzgar por el tono de su voz, no parecía una persona obsesionada, ni representaba para él ninguna amenaza.
– Sidonis -contestó Harry-. Caspar Sidonis.
– Ah, sí-dijo Concepción mirándose las manos-. También sé algo de usted, Maura; es decir, si es usted la Maura que compartía habitación con la señora Corbett. De todas maneras, no es que sepa gran cosa, la verdad, pero lo bastante como para deducir que, en el hospital, son una minoría quienes creen en su versión.
– Bueno, Walter, vaya al grano -le pidió Harry.
– El grano es que… necesito trabajo. Ya sé que no doy la imagen, pero soy bueno en mi profesión. Muy bueno. Usted asegura no haber matado a su esposa. Maura dice que una persona estuvo en la habitación después de que usted se marchase. Y lo que quiero es averiguar quién pudo ser esa persona. Si mi ayuda es eficaz, me paga, si no, sólo deberá correr con los gastos.
Harry lo miró escrutadoramente. No le había pasado por la cabeza contratar a nadie para que lo ayudase, pero la proposición tenía su atractivo. Quizá Walter Concepción no fuese la persona más adecuada, pero aquel hombre le inspiraba simpatía. Lo imaginaba rebuscando en el armario de la habitación de su pensión para vestirse lo mejor posible cuando salía a buscar trabajo.
– No sé… -dijo Harry con expresión dubitativa.
– Dígame una cosa, Walter -terció Maura-. A juzgar por lo que ha leído, ¿qué opina usted de todo esto?
Walter se frotó el mentón con expresión reflexiva.
– Pues que no parece cosa de un marido celoso ni de un aficionado -contestó Walter-. De eso estoy seguro. Se trata de un psicópata, de un «sociópata» y asesino profesional, de un hombre sin conciencia. De modo que lo más importante que se me ocurre decir es que el doctor Corbett no encaja en tal perfil de personalidad y, por lo tanto, no creo que lo hiciese él.
– En eso acierta -dijo Harry.
– Y tampoco creo que contratase usted a nadie para que lo hiciese.
– También acierta. Pero la verdad, Walter, es que no sé si decidirme.
A Harry le atraía colaborar con un hombre tan baqueteado y familiarizado con los bajos fondos como Walter, que, además, parecía muy resuelto a comprometerse para demostrar que él no era un asesino. Por otro lado, no obstante, se resistía a hacer tratos con un hombre de quien sabía tan poco.
– Trato hecho -dijo Maura por él.
– ¿Qué?
– Mire, Harry, ¿no ve que es lo que usted quiere? Estamos empantanados, no tenemos ni la menor idea de qué hacer, y Walter puede ayudarnos. Lo intuyo.
– La verdad es que estoy convencido de poder ayudarlos, doctor Corbett -afirmó Walter.
Harry reflexionó unos instantes (más bien lo simuló, porque lo tenía decidido).
– Bueno, si va a trabajar para mí, llámeme Harry.
– No se arrepentirá -dijo Concepción-. Se lo prometo.
Walter se acercó al doctor Corbett y le estrechó la mano. Tenía los dedos muy huesudos, casi esqueléticos, pero su apretón de manos resultó sorprendentemente firme.
Durante la media hora siguiente, Harry expuso la situación con todo detalle. Walter lo escuchó con suma atención y sólo de vez en cuando lo interrumpió para pedirle algunas aclaraciones: «¿Ha sacado alguna conclusión el experto en huellas dactilares? ¿Sospechaba usted que su esposa le había sido infiel en alguna ocasión? ¿Sabe usted algo de las dos personas cuyos nombres encontró en su agenda? ¿Tiene idea de para quién trabajaba su esposa?».
Cuando Harry le hubo contestado a todas estas preguntas, llevaban dos horas en el club, y ya empezaban a llegar los primeros clientes.
– Bueno, ¿qué opina usted? -preguntó Corbett.
Walter hizo girar el fino anillo de oro que llevaba en el dedo corazón de la mano derecha.
– Creo que tenemos que esforzarnos al máximo por averiguar para quién trabajaba Désirée. Por ahí voy a empezar.
– Buena suerte -dijo Harry satisfecho al ver que Walter procedía con lógica-. ¿Y entretanto?
– Tendríamos que hacer que Maura recordase la cara que vio en el hospital.
– ¡Como no me hipnotice!
– Pues no hay que descartarlo.
– Debo de ser tonto, Maura -reconoció Harry frotándose los ojos-. No sé cómo no se me ha ocurrido antes.
– Tenía demasiadas cosas en la cabeza -dijo Maura-. Mire, Harry, haré lo que sea. Puede que valga la pena gastarse unos pocos dólares más y, a lo mejor, el hipnotizador logra convencerme de que el whisky sabe a demonios. ¿Conoce a alguno bueno?
– Pues sí -repuso Harry-. Conozco a uno muy bueno, que se llama Pavel Nemec. A lo mejor ha oído hablar de él, pero se le conoce más por el Húngaro.
– Ya. Lo consideran el último recurso de los fumadores -dijo Maura-. Parece que tiene una lista de espera tan larga que hay que aguardar seis meses para que te visite.
– Yo traté a su hijo en una ocasión. En mi apartamento tengo su número de teléfono privado. Si es humanamente posible, nos dará hora para mañana mismo.
– Usted debió de hacer milagros con su hijo -exclamó Walter, asombrado.
– La verdad es que no -musitó Harry-, pero Pavel cree que sí. En fin, Walter, ya podemos ponernos manos a la obra.
– Aún no -replicó Walter un tanto cohibido-. Voy a necesitar un poco de dinero para mis gastos y para pagar por la información que pueda necesitar. Harry, no se preocupe porque lo anotaré todo escrupulosamente.
– ¿Cuánto puede necesitar?
– Pongamos que, para gastos, unos quinientos dólares.
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