Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– ¿No te parece que eso no encaja con la presencia de John Cox hoy en el funeral?

– La verdad es que no. Me ha sorprendido verlo en la iglesia.

– John Cox estaba loco por Evie. Fue ella quien le fue infiel, Harry… y con el jefe de John. Sólo sé lo que John me contó, que no es gran cosa, pero fue el jefe quien la echó y no John, y quien la ponía verde. Es más, creo que John la hubiese perdonado, pero a ella no le interesaba.

– ¿Y no fue nunca feliz conmigo?

– Quizá lo fuese durante uno o dos años. Mira, Harry, Evie necesitaba estar siempre en el candelero, quería ser el centro de atención. Una parte de ella renegaba de esa manera de ser, y por eso se casó contigo, me parece a mí. Buscaba su equilibrio personal, pero, por lo visto, su lado narcisista podía más.

– ¿Sabías lo de Sidonis?

– En absoluto. Durante vuestro matrimonio, ni lo suyo ni lo de ningún otro hombre, caso de haber alguno. Me parece que Evie no concedía a estas cosas tanta importancia como para hablar de ellas, o pudiera ser que no tuviese la suficiente confianza en mí.

– Yo sabía que no estaba contenta con su trabajo en la revista, pero…

– Lo detestaba. Había nacido para estar frente a una cámara, Harry. Lo sabes tan bien como yo, o por lo menos deberías saberlo. Desde que empezó a trabajar en Manhattan Woman se propuso dejarlo para volver a estar frente a una cámara.

– Últimamente, yo tenía la impresión de que trabajaba en algo que ella consideraba muy importante.

– No te equivocas.

– ¿Sabes de qué se trataba?

– No. Intenté sonsacárselo la última vez que nos vimos, pero sólo me contó que era un bombazo y que varios productores de programas de televisión de gran audiencia le habían ofrecido mucho dinero sólo por ver qué es lo que tenía hecho.

Harry miró hacia la pared del fondo del local, junto a la que había una escultura, hecha con tubos fluorescentes, que representaba a una altísima veinteañera -de más de metro ochenta- que sostenía en una mano una larga boquilla.

Aunque Evie fumaba sólo de vez en cuando, había algo en la escultura que se la recordó. Pensó que habría de pasar mucho tiempo para que detalles como aquél no se la recordasen.

– No más preguntas, señoría -dijo Harry, que apuró el bourbon y dejó la copa en la mesa-. Te agradezco de veras que hayas accedido a verme en seguida.

– Bobadas -repuso ella-. Eres un tío estupendo y, lo supiese apreciar o no, Evie era muy afortunada por tenerte a su lado. ¿De verdad crees, Harry, que alguien la asesinó?

– No sé qué pensar. Hasta dentro de unas semanas no habrán terminado con los análisis de sangre; quizá antes, si el inspector que quiere añadir mi cabellera a su colección se sale con la suya. Me preocupa que encuentren alguna sustancia tóxica, aunque no estoy seguro de que el hecho de que no hallen nada signifique que no la hayan asesinado.

– ¿Crees entonces la versión de la compañera de habitación de Evie?

Harry miró la fluorescente escultura mientras pensaba la respuesta. Dos días después de la muerte de Evie, volvió a la planta 9 del edificio Alexander y Maura Hughes no estaba. «Aún tenía terribles convulsiones, pero, por lo menos, ya no veía bichos», le dijo una de las enfermeras para describir su estado al darle el alta.

Harry tenía el convencimiento de que la verdadera razón de que le diesen el alta tan pronto era la negativa de su mutua a cubrirle más días de hospitalización, algo muy propio de las compañías de seguros, que acortaban la cobertura de las estancias casi tan radicalmente como declinaban toda responsabilidad por las consecuencias.

– Te he hecho una pregunta, Harry, sobre la compañera de habitación de Evie -dijo Julia al ver que no le contestaba-. Parecía que me ibas a responder, pero te has quedado ensimismado.

Harry miró a su copa vacía. Tras muchos años de casi total abstinencia, no aguantaba la bebida como antes. Sabía que distraerse con facilidad era el primer síntoma de la ebriedad.

«¿Y qué? -pensó-. Cuanto más ebrio, mejor.»

– La verdad es que sí creo en la versión de Maura Hughes. Un médico, o alguien que se hizo pasar por médico, entró en la habitación tras irme yo, y poco después de marcharse el supuesto médico se le reventó el aneurisma a Evie. Creo que le inyectó algo en el gotero. No me sorprendería que su muerte tuviese relación con el trabajo que preparaba. Daría cualquier cosa por saber de qué se trataba.

– ¿Has mirado en su despacho?

– ¿En el de la redacción de la revista?

– No, en el de Greenwich Village.

– ¿Cómo dices?

– Tenía un despacho alquilado. Ya sabes… para trabajar más a sus anchas. No sé exactamente en qué calle. Sólo que estaba en el Village.

– Pues… no… lo desconocía. ¿Y no sabes la dirección?

– Ni idea.

Harry pasó la mano por el exterior del bolsillo en el que llevaba el llavero de Evie.

– Tengo que averiguar dónde está ese despacho, Julia.

– Lo que tienes que hacer es ir a casa y dormir, Harry -le aconsejó ella con cara de preocupación-. Esté donde esté el despacho, mañana seguirá allí. Además, sin saber dónde está, no te va a ser fácil localizarlo. No tenía teléfono, según ella.

– Gracias -dijo Harry-. La verdad, Julia, es que me pregunto con quién he estado casado durante todos estos años.

Julia dejó un billete de veinte dólares y otro de diez bajo su copa y salió del bar con Harry. En seguida notaron que había refrescado.

– Mira, Harry -quiso tranquilizarlo ella-, si le preguntases lo mismo a diez personas distintas que conocieran a Evie, obtendrías diez respuestas diferentes. Sería como lo del ciego que trata de describir un elefante con sólo palpar una parte de su cuerpo: serpiente, árbol, palo, pared, manta… Todas tienen cierta base… pero… una base incierta. ¿Cogemos un taxi los dos?

– ¡Vamos, Julia! ¡Si vivimos cada uno en una punta de la ciudad! -protestó él-. ¿No irás a estar preocupada por mí? Me sentará bien pasear un poco para quitarme este «bourbonazo» de la cabeza. Iré a casa y dormiré. Te lo prometo.

Aguardaron a que llegase un taxi para ella y se despidieron con los besos de rigor.

– Llámame si me necesitas -dijo ella-. Y no te empeñes en dar palos de ciego.

Harry aguardó hasta que el taxi hubo desaparecido por una esquina. Luego, echó a caminar en dirección al Central Park.

Capítulo 12

Harry fue por la avenida Lexington hasta la calle 587 cruzó hacia el sector sur del Central Park.

Le gustaba pasear por la ciudad a cualquier hora, pero especialmente por la noche y, sobre todo, si no tenía prisa.

El bourbon doble le había hecho mucho efecto y le tentó tomarse otro en cualquier bar. No obstante, no pensaba con claridad con más de una copa, y quería reflexionar acerca de su conversación con Julia Ransome.

Durante los dieciocho meses que pasó en Vietnam, se convirtió casi en un alcohólico «funcional». A menudo, bebía en exceso para sobrellevar el horror de la guerra, como hacían tantos otros oficiales.

Por suerte, al regresar del frente no le fue difícil dejar de beber. Tampoco sintió nunca la necesidad de embotar sus sentidos a base de pastillas. Muchos de los médicos y de los enfermeros que recurrieron a las pastillas, o al alcohol, no lograron que las pavorosas escenas que presenciaron dejasen de atormentarlos, ni lo lograrían en la vida.

Cuando llegó a la fuente que alegra la entrada del hotel Plaza, se detuvo y miró hacia la Quinta Avenida; la redacción de Manhattan Woman estaba en la calle 47.

Eran casi las once pero no se sentía con ánimo de ir a encerrarse en casa ni de ir al C.C.'s Cellar porque estaría demasiado atestado, aparte de que el grupo que actuaba en el club aquellos días no era de los que más le gustaban (un cuarteto de un estilo que le parecía pretencioso). Por tanto, decidió darse una vuelta por la redacción de la revista, aunque sabía que a aquellas horas no habría nadie, antes de caer en la tentación de pasar toda la noche de juerga.

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